Escenario

Albertina Carri: “Cada vez es más difícil encontrar realizadores disidentes y espectadores comprometidos”

ENTREVISTA. La cineasta y escritora argentina fue homenajeada recientemente en la Muestra Internacional de Cine con Perspectiva de Género con una retrospectiva de su obra

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La cineasta Albertina Carri.

La cineasta Albertina Carri.

CORTESIA

Este año, la Muestra Internacional de Cine con Perspectiva de Género, en su 12° edición, dedicó una retrospectiva a la directora, escritora y videoartista argentina Albertina Carri, con la que se pudo hacer un recorrido por una subversiva obra conformada por seis largometrajes y cinco cortometrajes, en los cuales ha coqueteado con diferentes géneros cinematográficos, lo mismo con el melodrama, el road movie, el found footage, el documental en primera persona o el cine pornográfico hardcore, para poder hablar acerca de cómo un imaginario social concebido desde la cultura patriarcal (con sus violencias, sus estereotipos y ajeno a cualquier disidencia) se sigue recreando al interior de ambientes domésticos, políticos, clericales y artísticos.

Posterior a la master class que impartió en la Cineteca Nacional, en Crónica Escenario tuvimos oportunidad de conversar con Albertina Carri en torno a la ausencia del espectador militante en la época de las plataformas de streaming, de la crisis en la cultura de preservación del cine en Argentina, de las constantes fricciones que ha tenido con las cadenas exhibidoras y las instancias oficiales cuando ha querido hacer cine como ella lo entiende, así como de su nueva película.

En tu cine resulta común ver cómo los personajes femeninos buscan escapar de sus entornos y sus cotidianidades: la hija de No quiero volver a casa (2000) cansada de ese ambiente familiar grisáceo, la esposa de La rabia (2008) cuestionando su matrimonio y su maternidad, la pareja protagónica de Las hijas del fuego (2018) renegando de un espacio en donde el clero y el ejército parecen instituciones inamovibles, incluso en Barbie también puede eStar triste (2002), la famosa muñeca vive insatisfecha. ¿Cómo surge la necesidad de hablar al respecto?

Cuando hice No quiero volver a casa, mi primera película en el año 2000, nunca imaginé que iba a construir una obra y que habría temas que la definirían, no es algo que me haya propuesto. Pero respondiendo a tu pregunta, supongo que tiene que ver con mi condición de hija de desaparecidos dentro de la dictadura militar y mi condición de mujer lesbiana; de algún modo vengo desde los márgenes de la sociedad y desde esa periferia he creado mi cine, mis libros y mis personajes.

Creo que es necesario buscar los puntos de fuga en una sociedad que es demasiado opresiva para determinadas singularidades. Siento que mis personajes también son acompañados por la catarsis, como ocurre en La rabia, la cual está relacionada con la necesidad de salir de ese lugar doméstico en el cual, históricamente, se nos ha ubicado.

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Otro tema presente en tu obra es el de la familia y las diferentes aristas de lo que podemos entender con esa palabra, ya sea ese microcosmos supuestamente modelo en Géminis (2005) o la hermandad que, en Las hijas del fuego, va formándose entre las protagonistas y las mujeres con las que se van cruzando dentro de su viaje por carretera. Platícame de tu interés por este tópico.

Para mí, Las hijas del fuego es la culminación de esa deconstrucción que vengo haciendo alrededor de la familia desde mi primera película, en donde los chetos (fresas) están enfrentados y cruzados con la periferia.

En Las hijas del fuego tomé cierta idea propia del cine porno en la cual entra a cuadro el plomero a reparar la tubería en una casa y aquello termina en una escena de sexo con la dueña del lugar como algo natural, porque en ese cine parece que siempre todos están dispuestos a tener sexo (risas) y ver qué pasaba si esa fantasía la llevaba a otro territorio, a la necesidad de encontrarnos entre nosotras desde nuestras disidencias sexuales y políticas, formando comunidad alrededor del contagio, un concepto deleuziano que me gusta mucho y de esta manera hacerse a un lado de esa estructura tan rígida que en general tiene la familia en Latinoamérica.

Venimos de una formación súper católica y represora, una idea de familia muy conservadora, donde cada uno de sus miembros tiene un rol que cumplir, ocupar y con el cual vincularse. Con Las hijas del fuego quise construir esa fantasía celebratoria para retratar que hay otros modos de expresión y otras sensibilidades.

Hace unos días en el Q&A de Las hijas del fuego dentro de la retrospectiva, mencionaste algo que me llamó la atención, acerca de cómo trabajas junto con tus actores, los espacios que habitan los personajes y que en esa película el método fue diferente por su propia naturaleza de cine porno. ¿Podrías ahondar al respecto?

Para mí es muy importante hacer los ensayos en el lugar mismo donde va a suceder la acción, no necesariamente ensayo las situaciones, sino la relación de los personajes con el espacio, porque uno no se mueve igual en su casa que en una casa ajena; todas mis películas tienen mucho trabajo al respecto.

Creo que los casos más concretos son los de Géminis y La rabia, porque los espacios son determinantes para esas historias; en Géminis, con esa casa burguesa ajena a lo que ocurra a su alrededor, y el campo como ese lugar de visitas, que también es una lógica muy argentina, en donde los dueños de los campos no son los que viven ahí, y la contraparte sería La rabia con esos peones abandonados en un lugar sin ley bajo una atmósfera salvaje, primitiva. Para mí, ese trabajo es esencial para la construcción del relato.

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Hablando de espacios, me interesa también la geografía en donde ocurren tus historias, porque pareciera que ya sea Buenos Aires o Tierra del Fuego, la violencia permea el territorio. ¿Cómo es la elección de estos lugares y qué buscas retratar con ellos?

Siempre he estado obsesionada con La Pampa. Me atrae la llanura, la inmensidad, cómo transcurre el tiempo ahí y también, como mencionaba, esa relación dicotómica que tiene la Argentina con el campo, el cual es una marca identitaria y muy profunda, pero, por otro lado, hay algo de vivir de espaldas a él; la burguesía piensa el campo como un lugar bucólico para ir a observarlo, pasar los fines de semana y jugar polo, y en realidad la supervivencia en esos espacios es dura.

Esa obsesión también se puede ver en No quiero volver a casa; si bien en esa película trabajo sobre una cuestión urbana, no es una ciudad de Buenos Aires que vemos comúnmente en el cine, mi apuesta fue retratarla de modo que pareciera más a la llanura, como algo inabarcable, con unos personajes perdidos en medio de todos esos edificios.

O también está el caso de Cuatreros (2016), una película en la que intento entender mi biografía teniendo como punto de partida la figura de Isidro Velázquez, mítico delincuente en la región del Chaco durante los años sesenta, y que fue hecha totalmente con material de archivo, el cual no lo pensé como una herramienta para ilustrar palabras, sino como un territorio a cartografiar y habitar.

Ya más cerca en el tiempo, Las hijas del fuego la concebí claramente como una road movie, me parecía interesante la idea del movimiento, de partir desde el fin del mundo e ir subiendo hacia la capital, mientras iba reflexionando sobre los territorios de los que íbamos siendo parte, y es que a diferencia de la mirada al paisaje, que es fría y distante, la mirada al territorio consiste en estar ahí.

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Ahora que mencionas a Cuatreros, otra parte de tu filmografía se ha dedicado a hablar acerca del rescate de imágenes como un acto de resistencia, del cine que vive en la clandestinidad, como es el político (Restos, 2010) o el pornográfico (Pets, 2012), y cómo estas películas también hablan de la identidad de un país y de uno mismo. ¿Cómo entras en contacto con el mundo archivístico?

Creo que todo surge a partir de Los rubios (2003), un documental acerca de mi propia historia como hija de desaparecidos por la dictadura militar durante los años setenta, el cual dirigí fuera de todo sistema institucional de producción.

Cuando empecé a realizarla, la pensé como una película hecha entre amigos en la que quería desarrollar ciertas ideas alrededor de mis recuerdos, de hecho, cuando estaba en el proceso de rodaje y me preguntaban qué estaba haciendo, les respondía: “Estoy haciendo una película acerca de la ficción de la memoria”, un concepto bastante abstracto (risas), pero creo que la película sí tiene ese tono y esa dialéctica alrededor de la memoria, de sus recovecos, sus zonas de olvido, en reflexionar el porqué se recuerda qué o a quién.

En algún punto, me volví esclava de esa película; Los rubios acaba de cumplir veinte años y sigo respondiendo preguntas como: “¿Por qué una actriz te interpreta?”, o “¿Por qué una secuencia está realizada con muñecos Playmobil?”; aquello puede llegar a ser cansado.

Sin embargo, Los rubios me obligó a seguir investigando y reflexionando en torno a los mecanismos de la memoria. También incidió mucho encontrarme con el hecho de que Los Velázquez (1972), la película basada en el libro que escribió mi padre, Roberto Carri, en 1968 (Isidro Velázquez: Formas prerevolucionarias de la violencia) fue borrada del mapa por la dictadura y que su director, Pablo Szir, se convirtió en un desaparecido.

Creo que a partir de ese descubrimiento es que empiezo a pensar qué desapareció culturalmente en esa época: hay toda una cantidad de películas que se hicieron, las cuales no las vimos y que no están en la historia oficial del cine argentino, que directamente fueron borradas, quemadas, mutiladas, censuradas o que siguen escondidas, quedándonos con un agujero en nuestra formación audiovisual.

Incluso, la forma de producir y hacer un cine de urgencia y con una sensibilidad propia, también se perdió y a nosotros nos educaron con un modo que tiene que ver con Europa, pero resulta que no estamos en Europa. Entonces, para mí, regresar a esos huecos y esas ausencias se volvió una manera de hablar de los mensajes para el futuro que lanzó el cine del pasado.

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Hoy día, ¿cómo se encuentra el panorama de la preservación de cine en Argentina?

¡Fatal! Es un gran problema en la Argentina porque a pesar de que es un país súper cinéfilo, con muchísima formación cinematográfica en todos los ámbitos, tanto de realización como de exhibición, no tiene una cineteca nacional, lo cual es gravísimo y resulta una deuda histórica que tiene el país con su propio acervo y con la educación de la mirada.

En ese sentido, existe el Museo del Cine en Buenos Aires, el cual actualmente tiene una gran directora (Paula Félix-Didier) y están haciendo una labor inmensa en cuanto a preservación del cine argentino se refiere, y también están las colecciones privadas como la de Fernando Martín Peña, quien es un crítico, investigador y la persona que más sabe de cine en la Argentina, lo puedo firmar, pero no dejan de ser esfuerzos individuales, por voluntad propia, no existe una política estatal y, por lo tanto, hay un montón de materiales perdidos o en malas condiciones.

Por eso, para mí era importante en Cuatreros contextualizar y hablar al respecto, creo que no tenía sentido hacer una película de archivos cinematográficos y no decir: “Este archivo se puede estar mostrando porque hay algunos coleccionistas que tienen la convicción de que hay que sostener un acervo nacional mientras que el Estado no se hace cargo de eso”.

En Restos, la voz en off que reproduce el texto de Marta Dillon, afirma que ese cine político de denuncia y disrupción producido en los años sesenta y setenta no buscaba un espectador, sino una persona militante y comprometida. ¿Hoy día existe esa militancia y ese compromiso por parte de quien ve cine?

¡No! (risas). Yo creo que con los años el cine se ha vuelto un espacio muy conservador, cada vez es más difícil encontrar realizadores disidentes y espectadores comprometidos. Creo que espacios como la Cineteca Nacional que ustedes tienen y los festivales de cine son lugares de resistencia y de contracultura; hoy en día las plataformas de streaming más mainstream han dañado muchísimo a la subjetividad de los espectadores, porque hay algo del relato fácil, de la necesidad de la velocidad, de la inmediatez.

Me pregunto, ¿cómo está viendo el espectador hoy día el cine de Tarkovsky o de Passolini o de Visconti? Siento que ese cine con determinados tempos en los planos y con una contención en las actuaciones se ha diluido muchísimo y hay algo de esa inmediatez que genera mucha ansiedad en las personas, por eso estoy en contra de todo eso, no solo por una cuestión romántica, sino porque se rompe y pierde algo de lo poético que tiene la vida misma.

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En el mismo Q&A de Las hijas del fuego, comentaste que tu relación con las cadenas de exhibición y con el Instituto Nacional de Cine de Argentina siempre ha sido complicada. ¿A qué ha debido esto?

Cuando estaba produciendo Los rubios, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de Argentina (INCAA) la rechazó, recibí una carta en la que básicamente se me decía que era un documental demasiado subjetivo y que yo era muy joven para hablar acerca de la dictadura militar.

Por supuesto, me dio mucha rabia esa respuesta, después comprendí que quienes firmaron esa carta pertenecían a otra generación y que aquello era una lógica de “A nosotros nos pertenece la historia”, por lo que tomé la decisión estética y política de incluir ese rechazo dentro del propio documental, me pareció que había que exhibirlo, preguntarse: “¿De verdad me están diciendo qué tipo de cine hay que hacer? ¿Me van a decir cómo hablar del tema si es mi propia historia?”, y a partir de eso me convertí en una persona incómoda para el instituto.

Los rubios se estrenó en el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, un espacio que ha respaldado mucho a mis películas, a la postre ganó tres premios, incluyendo el premio del público y el documental se convirtió en un fenómeno mediático, lo cual nunca imaginé.

Posteriormente, todas mis películas, bien que mal, se estrenaron comercialmente en Argentina y circularon mucho en festivales alrededor del mundo. Las hijas del fuego, la última película que he estrenado, también la hice de una manera independiente, obviamente nadie quiso financiar una película porno, e igualmente fue apoyada por el BAFICI, en donde ganó el premio principal.

Originalmente, tenía pensado estrenar Las hijas del fuego en el circuito de cines pornográficos, pero gracias al premio obtenido en el festival, la película pudo tener una exhibición menos periférica y consiguió estrenarse en la cadena de cines Cinemark Hoyts; por supuesto la cadena no está acostumbrada en estrenar este tipo de cine, pero sucedió (risas). Considero importante que estas películas puedan llegar a los desatentos, a la gente que no está esperando exactamente una propuesta LGBTIQ+ y que se sorprenda con eso, creo que esa es también la gracia del cine.

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Has terminado de filmar tu nueva película. ¿Qué se puede adelantar de esta?

Mi nuevo proyecto se llama ¡Caigan las rosas blancas!, y nació siendo un juego con varias de las chicas con las que hice Las hijas del fuego, con quienes formé una gran amistad. Ellas me decían que había que hacer la segunda parte de Las hijas del fuego, estaban muy sorprendidas de cómo circuló la película, por ejemplo, en Brasil fue un éxito y nos reconocían en la calle (risas), entonces se armó la idea de rodarla, hasta que en un momento determinado les dije: “Chicas, yo no voy a hacer una secuela”; yo terminé muy cansada de ver y editar escenas de sexo durante varios meses, además el género puede llegar a ser limitado y aburrido, no me cierro a la posibilidad de hacer otra vez cine porno, pero no por el momento.

¡Caigan las rosas blancas! es una road movie, acerca de una directora que después de haber hecho una película porno lésbica es contratada para hacer una película mainstream dentro del género, pero como sus ideas sobre la manera de producir y sobre el sexo chocan con un modelo hegemónico de hacer cine, decide robarse la cámara y escapar junto con sus actrices, quienes también son sus amantes y parten de Buenos Aires hacia São Paulo hasta llegar a una enigmática isla en la que vive una comunidad de vampiras lesbianas liderada por una mujer mayor.

De algún modo, ¡Caigan las rosas blancas! cuyo título proviene de un soneto del escritor Gérard de Nerval, profundiza en esa relación directora-actrices y también reflexiona acerca de los géneros cinematográficos, porque se convirtió en una película de género mutante que está ligado con la subjetividad de los personajes.

Debo decir que es una película ambiciosa con la cual estoy muy contenta. Estuve un año sin parar, entre pre-producción, ensayos, rodaje y edición, estando aquí en México, me tomé unas vacaciones de la película y ahora que vuelva, me incorporaré a la etapa de postproducción que ya empezó, por lo que la terminaremos a finales de este año, esperando que para el año que viene se presente aquí.