Jalisco

A lo largo de la historia, las burbujas económicas han sido espejos ilusiones colectivas. No nacen solo del deseo de ganancia, sino de una narrativa compartida que, durante un tiempo, se vuelve más poderosa que cualquier evidencia

Finanzas para todos: La economía de la ilusión

En noviembre de 2021, un JPEG de un mono con gafas de sol se vendió por más de tres millones de dólares. En paralelo, miles de inversores minoristas apostaban su dinero en criptomonedas creadas en foros anónimos o en acciones de empresas sin ingresos ni producto. Las noticias hablaban de disrupción, de libertad financiera, de una nueva economía donde todo lo anterior —valor, utilidad, fundamentos— parecía haber perdido sentido. Apenas dos años después, ese mismo mono no encontraba comprador ni por una fracción de su precio original. Y aunque el episodio fue ridiculizado como una moda pasajera, lo que reflejaba era algo mucho más profundo: el retorno cíclico de un patrón tan humano como inevitable.

A lo largo de la historia, las burbujas económicas han sido espejos de nuestras ilusiones colectivas. No nacen solo del deseo de ganancia, sino de una narrativa compartida que, durante un tiempo, se vuelve más poderosa que cualquier evidencia. En el siglo XVII, en los canales de Ámsterdam, los tulipanes alcanzaron precios absurdos no porque fueran raros o esenciales, sino porque la gente creía que alguien más pagaría aún más. En 1720, la Compañía del Mar del Sur prometía riquezas a partir de rutas comerciales fantasmas. En el año 2000, bastaba con añadir “.com” al nombre de una empresa para multiplicar su valor. La historia no se repite exactamente, pero rima con precisión. Y en cada caso, los precios despegaban mucho antes de que existiera algo sólido que los sostuviera. La fe reemplazaba al análisis. El entusiasmo, al juicio.

Lo inquietante no es que esto siga ocurriendo, sino que, pese a las lecciones acumuladas, continuemos cayendo en las mismas trampas. Porque las burbujas no solo inflan activos; inflan expectativas. Se instalan en la conversación pública, en la lógica de las inversiones, en las decisiones de política económica. De pronto, todo lo que no participa en la euforia parece anticuado, lento, irrelevante. Se vuelve más importante no quedarse fuera que entender en qué se está entrando. Así, el precio de entrada ya no depende de lo que vale algo, sino del miedo a llegar tarde. Y ese miedo se vuelve combustible.

Las consecuencias son más profundas de lo que sugieren los titulares. Cuando una burbuja colapsa, no solo se pierden capitales; se erosiona la confianza. En las instituciones, en los mercados, en el futuro. Y esa pérdida es más costosa que cualquier caída bursátil. El estallido no solo revela el error, sino también el silencio de quienes lo vieron venir y callaron, o peor, lo impulsaron. Porque en cada burbuja hay siempre una arquitectura de validación: plataformas que promueven, medios que magnifican, expertos que justifican. Y cuando todo se desmorona, cada actor señala a otro, como si la credulidad fuera siempre ajena.

Detrás de cada episodio, se revela una tensión estructural: la velocidad de los mercados supera cada vez más la capacidad de la economía real para sostenerla. Las tecnologías aceleran el flujo de información, pero también de especulación. Las redes sociales magnifican narrativas que parecen análisis, y algoritmos financieros ejecutan decisiones antes de que los humanos las entiendan. En ese ritmo vertiginoso, la percepción de valor se vuelve volátil, emocional, casi estética. Ya no importa si algo es útil o rentable: importa si parece deseable, si circula con fuerza. El mercado se convierte, entonces, en una competencia por la atención más que por la eficiencia.

Y si este patrón se mantiene, ¿qué podríamos ver en los próximos años? Imaginemos un escenario en el que la inteligencia artificial genera modelos financieros autónomos que recomiendan inversiones sin supervisión humana. En apariencia, una solución racional. En la práctica, un sistema que puede amplificar errores con precisión matemática. O pensemos en una nueva burbuja verde, en la que la urgencia climática es capturada por actores que venden soluciones sin sustancia, pero con marketing impecable. Nada de eso es improbable. Lo único que cambia son los objetos de deseo; la lógica permanece.

Mientras tanto, los actores clave se mueven entre la cautela y la conveniencia. Los bancos centrales enfrentan el dilema de intervenir sin parecer paternalistas, temiendo distorsionar más de lo que corrigen. Las plataformas tecnológicas operan entre la innovación y el oportunismo, a veces vendiendo herramientas que aceleran la especulación en nombre de la inclusión financiera. Y los reguladores llegan tarde, con normas pensadas para un mundo que ya cambió. La ciudadanía, por su parte, se debate entre el desencanto de las promesas rotas y la fascinación por lo nuevo. Porque incluso cuando ya vimos la película, la esperanza de que esta vez sea distinto nunca desaparece del todo.

Quizás la lección más importante no es cómo evitar la próxima burbuja, sino cómo aprender a verlas mientras se inflan. No es fácil. Requiere una conciencia que se opone a la euforia, una lucidez que incomoda. Pero también una memoria más activa, más exigente. Porque cuando los errores se olvidan, se repiten con otro nombre. Y cuando el juicio colectivo se suspende, todo activo puede volverse un mito.

Al final, el mercado no es una abstracción. Está hecho de nuestras decisiones, nuestros miedos, nuestras esperanzas. Y quizá por eso las burbujas son tan persistentes: porque en ellas proyectamos no solo lo que deseamos, sino lo que quisiéramos que fuera verdad. En ese sentido, toda burbuja es también una forma de ficción. Y como toda ficción, puede ser hermosa, adictiva, devastadora. Lo importante es saber cuándo termina el cuento. Y tener la madurez de no confundir el brillo con el valor.

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