Desde los albores de la modernidad se libra una guerra cultural global. En el siglo XIX, desde un franco eurocentrismo, la alta cultura la encabezó Francia. Con el frenesí tecnológico de desarrollos como la energía nuclear y los viajes espaciales, surgió la cultura pop liderada por Estados Unidos en casi todos sus frentes: cine, música, cómic… El estilo americano marcaba la tendencia y la moda del resto de las naciones, y aún hoy sigue influyendo, aunque hoy hay más actores en la competencia cultural.

México también participó en este boom cultural con historietas como “Kalimán”, “Fantomas”, “La Familia Burrón” y programas de televisión de alcance continental como “El Chavo del 8”. Televisa, en sus buenos tiempos, se consolidó como la principal creadora de contenidos en español, destacando por sus telenovelas.
Oriente contribuyó al concierto global con las idols japonesas, pero sobre todo con el manga y el anime. Una fanaticada mundial, un fandom transnacional, está firmemente instalado como otakus en el “ecosistema friki”. El otaku, con excepción de los furros —quienes se visten con botargas antropomórficas—, ha ganado presencia en las tribus urbanas.
China intenta también exportar su cultura de masas, pero se ha visto superada por Corea del Sur, que ya supera a México en la producción de novelas y series televisivas. Sin embargo, la especialidad de Corea es el K-pop.

El K-pop es un género musical con denominación de origen. Nacido en Corea del Sur en los años 70, irrumpió con fuerza a principios de los 90, ofreciendo su versión coreana de las boy bands estadounidenses. BTS y Blackpink son de las más conocidas, pero no son las únicas. Los grupos suelen estar formados por jóvenes de belleza estilizada o encanto casi andrógino, que no llegan por casualidad: audicionan para las disqueras coreanas y deben demostrar talento en canto, baile, presencia escénica y apariencia física. Sus vidas se desarrollan entre ensayos y giras.
El K-pop se ha convertido casi en una religión. Los fans veneran a los idols con devoción y los conciertos implican rituales precisos y organizados por la industria. Es un culto consumista: los fanáticos eligen su outfit, siguen un fashionismo popero y respetan normas de etiqueta que combinan glamour y disciplina. No se puede asistir sin la banderita luminiscente, el lightstick que cada grupo posee como un tótem de la tribu, portado con orgullo en señal de apoyo. El espectáculo se extiende a la tribuna, con coreografías coordinadas y la entonación de los nombres de los integrantes durante los momentos sin letra de las canciones.
Dentro de los grupos hay una mitología de roles: el líder coordina y habla por todos; el maknae es el más joven y a menudo consentido; el visual es el más atractivo según los estándares coreanos; el center ocupa el lugar central en las coreografías y suele ser muy popular; el face of the group es el miembro más reconocido, no siempre el más talentoso; y el main vocal interpreta las partes más difíciles de las canciones.

Para los no iniciados, el K-pop se volvió tendencia global con la película “Las Guerreras K-pop”. Desde su estreno, esta producción de Sony —vendida a Netflix tras dudas iniciales— se convirtió en un éxito mundial, con 236 millones de visualizaciones, superando al récord anterior de “Alerta Roja” con 230 millones.
La película es un musical que supera la melosidad de muchas producciones de Disney. La trama sigue los conciertos de un grupo de K-pop integrado por tres chicas con doble vida: artistas y cazadoras de demonios. Rumi, la líder y voz principal, lidia con su drama personal de ser mitad demonio. La acompañan Mira, main dancer y co-vocalista, rostro icónico del grupo, y Zoey, la más joven, rapera y compositora.
La historia enaltece el fenómeno K-pop al introducir un conflicto místico que recrea el enfrentamiento clásico entre el bien y el mal: las cazadoras de demonios luchan por salvar a la humanidad de seres del inframundo, enfrentándose a los Saja Boys, una boy band de demonios.

El éxito de la película evidencia cómo el K-pop ha trascendido la música y la estética para convertirse en un fenómeno cultural global. Más que un simple entretenimiento o un esoterismo de masas, “Las Guerras K-pop” demuestra que Corea del Sur ha logrado exportar al mundo no solo un género musical, sino toda una mitología, rituales y un ecosistema de fandom que conecta a millones de personas a nivel internacional.
La cultura K-pop, con sus símbolos, roles y ceremonias, es hoy un producto cultural global capaz de influir y cautivar al público de todos los continentes.