Cronomicón

Cuento de SOGEM

Delirio bancario

Cuando el empleado regresó, yo seguía en el sillón con las piernas entumecidas. Todo el mundo sabe que en las oficinas el tiempo es arbitrario: se estira o se encoge según la diligencia que vaya uno a hacer. Pero dos horas de espera eran, sencillamente, inadmisibles.

Cuando llegamos dos horas atrás, estaba convencido de la eficacia de aquél banco cuyo prestigio le precedía, pero cuando el hombre le pidió a mi esposa que la acompañara, ya no estaba tan seguro.

Pasé el tiempo inventando modos de sobrevivir al tedio, mirando a través de las paredes de cristal de sus cubículos la danza gris de otros agentes.

En la oficina contigua, una mujer obesa, con mechones teñidos que le caían sobre la frente, hablaba sin parar. Explicaba algo a una pareja de ancianos que la miraban con perplejidad. (Me recordó de inmediato a Úrsula, la villana de La Sirenita).

Mi esposa y yo –lo confieso con pudor –teníamos como pasatiempo darle apodos a la gente por su aspecto. Así que dediqué esas horas a mirar agudamente a las personas.

Por el pasillo caminaba con paso medido un señor que era la viva estampa de Pinochet: barbilla alta, cabello corto y peinado hacia atrás. Su mirada parecía escanear la alfombra en busca de minas escondidas.

¡No podía esperar para comentarle a mi esposa todos los personajes que se encontraban allí, de seguro se sorprendería!

La puerta se abrió de golpe.

—¡No sabe cuánto lo siento, Señor X! —exclamó un hombre rollizo, traje gris, aire de falsa tristeza—, por haberlo hecho esperar tanto.

Me sorprendió que regresara solo, sin mi esposa. Decidí encararlo antes de que la duda se convirtiera en pánico.

Pero antes de que pudiera abrir la boca, él me interrumpió:

—Sé que se pregunta por su esposa. Debo ser yo, un simple empleado de banco, quien le aclare de una vez por todas que su esposa no existe. No pudimos comprobar su existencia.

La idea me encendió la sangre. Sentí que la cara me ardía y estallé.

—¿Pero cómo? ¡Ella misma me acompañó hasta aquí, fue usted mismo quien se la llevó!

—Es complicado, lo sé —respondió, dejándose caer en su sillón de cuero, rechinando.

—Ustedes llegaron, hicieron los trámites, llenaron los formularios. Todo bien. Pero fue un hecho, en apariencia insignificante, lo que desenmascaró la situación.

Cuando escaneamos sus huellas dactilares (y, créame, lo intenté por más de una hora), no pudimos captar ni una sola. Los diez dedos escaneados, sin huellas.

—¡Pero, entonces...! —dije sin aliento.

—Nada, Señor X. Usted fue víctima del fraude llamado “Delirio Bancario”. Aunque no lo crea —continuó—, son muy frecuentes por aquí.

—¡Increíble! —dije, sintiéndome desplomado.

—Haga de cuenta que no pasó nada y sigamos con el trámite. Ya conoce aquella vieja consigna social: “La burocracia siempre sigue”.

Recibí de sus manos otro fajo de papeles y estampé mi firma. (Ahora que lo veo, el tipo se parecía a Joaquín Pardavé, un viejo actor mexicano).

—Con esto damos por concluida su visita. Lo esperamos para la próxima. —Me estrechó una mano regordeta y caliente—. Y recuerde que los fraudes avanzan con la tecnología.

Salí aturdido, cruzando el pasillo. Estaba en shock, más solo que nunca. Caminé sin fijarme en nada, absorto en la verdad imposible que me acababan de imponer, pensando que el mundo era una trampa absurda y que ya no había forma de distinguir lo real de la mentira. En ese estado de confusión total, choqué contra un hombrecillo de bigote tipo “mosca”. Ataviado con una chaqueta y botas militares, me lanzó una grosería en alemán.

–¡Perdone usted, mi Führer! –dije humildemente perdiéndome entre la multitud.

Lo más relevante en México