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El oganesón es el elemento más pesado y por su posición en la tabla periódica, su comportamiento debería ser similar al de gases nobles como el xenón y el radón; sin embargo, no se comporta como un gas noble convencional

Ciencia para todos: Más allá del elemento 118

Ciencia para todos

Durante el último siglo, los orbitales atómicos han sido la brújula de la química moderna. Desde que la mecánica cuántica reemplazó al modelo de Bohr, sabemos que los electrones no siguen trayectorias definidas, sino que existen en regiones de probabilidad descritas por la ecuación de Schrödinger.

La teoría de orbitales atómicos permitió determinar la estructura y la reactividad de los átomos individuales, y se extiende hasta la teoría de orbitales moleculares, donde explica cómo, al unirse dos átomos, sus orbitales se combinan para formar nuevos orbitales extendidos a toda la molécula. La estabilidad química, la conductividad y la reactividad nacen, en última instancia, de cómo los electrones ocupan esos orbitales.

Hasta aquí, todo es orden, simetría y leyes bien escritas: más protones implican más electrones, más orbitales y una tabla periódica cada vez más grande. Sin embargo, en las últimas décadas, con la síntesis de elementos superpesados, esta lógica ha comenzado a mostrar sus límites.

El oganesón (Z = 118) es el elemento más pesado conocido por el momento, y por su posición en la tabla periódica, su comportamiento debería ser similar al de los gases nobles como el xenón y el radón; sin embargo, no se comporta como un gas noble convencional. Los cálculos relativistas muestran que sus electrones internos se mueven a velocidades tan cercanas a la luz que algunos orbitales se contraen, otros se expanden y la clásica estructura de capas comienza a difuminarse. Incluso se ha estimado que el oganesón podría ser un sólido con un band gap cercano a 1.5 eV, en lugar de un gas, lo que sugiere que las reglas químicas que parecían universales comienzan a fracturarse al entrar en el territorio de los superpesados.

En este contexto surge una pregunta inevitable: ¿qué ocurriría si logramos sintetizar elementos más allá del 118?

La teoría nuclear propone la posible existencia de una isla de estabilidad: una región del mapa nuclear donde ciertos números “mágicos” de protones y neutrones darían lugar a isótopos con vidas medias mucho más largas, quizás suficientes para estudiar su química con detalle e incluso para imaginar aplicaciones prácticas. Es decir, si este escenario fuera confirmado, podríamos analizar experimentalmente elementos con números atómicos superiores, observando cómo sus orbitales se organizan bajo condiciones electrónicas extremas.

Ahora bien, es aquí donde la especulación científica se vuelve más fascinante: en estos elementos podrían aparecer nuevos tipos de orbitales, más allá de los conocidos s, p, d, f e incluso g. Las interacciones espín-órbita, enormemente amplificadas en sistemas tan pesados, podrían reorganizar por completo la estructura electrónica, dando lugar a enlaces químicos y propiedades completamente desconocidas.

No obstante, esta posibilidad viene con límites claros. A medida que aumenta el número atómico, la repulsión electrostática y la inestabilidad nuclear crecen. En algún punto, los núcleos podrían ser tan efímeros y los electrones tan relativistas que la idea misma de “química” perdería sentido: no habría tiempo suficiente ni estructuras electrónicas bien definidas para formar compuestos estables en el sentido que los conocemos.

Soñar con moléculas hechas de elementos del 130 o del 150 no es mera fantasía: es explorar hasta dónde puede llegar la materia antes de que la naturaleza imponga su límite. Tal vez descubramos compuestos con propiedades electrónicas únicas; quizá encontremos orbitales nunca vistos y enlaces más fuertes. O puede que simplemente alcancemos el borde definitivo, donde la física cierre la puerta a nuevos elementos y la frontera entre química y física quede finalmente trazada.

Sea cual sea la respuesta, la historia de los orbitales —desde los primeros s hasta los hipotéticos g y más allá— seguirá siendo la historia de nuestra búsqueda por entender hasta dónde puede llegar la química cuando la empujamos al límite.

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