Jalisco

En un país marcado por la violencia, aceptar que una congregación forme cuerpos de defensa propios sería abrir la puerta a una peligrosa fragmentación de la autoridad

Jahzer y la peligrosa normalización de la fe armada

Salvador Cosío Gaona

La reciente detención en Vista Hermosa, Michoacán, de 38 integrantes de La Luz del Mundo que se autodenominan parte de una guardia secreta llamada “Jahzer” ha abierto un debate ineludible: ¿qué tan lejos puede llegar una organización religiosa en nombre de la fe sin transgredir los derechos humanos, la legalidad y la convivencia democrática? Este grupo, entrenado y disciplinado, declaró a las autoridades que su misión es proteger a los líderes de la congregación, así como templos y residencias. Lo ocurrido no debe interpretarse como un hecho aislado, sino como una advertencia de lo que sucede cuando se cruzan las fronteras entre religión, poder y control social.

La Luz del Mundo no es una agrupación marginal. Con epicentro en Guadalajara y presencia en más de cincuenta países, ha consolidado un poder político y económico que se expresa en sus grandes concentraciones, templos monumentales y capacidad de movilización. En ese marco, la existencia de una guardia secreta como “Jahzer” plantea preguntas incómodas: ¿se trata solo de un grupo de creyentes mal orientados o de una estructura organizada para ejercer funciones de seguridad y control al margen del Estado?

El tema de fondo es la normalización de lo que podría ser un “brazo armado” de carácter religioso. En un país marcado por la violencia, aceptar que una congregación forme cuerpos de defensa propios sería abrir la puerta a una peligrosa fragmentación de la autoridad. El monopolio legítimo de la fuerza pertenece al Estado, y cualquier desviación erosiona el pacto social que sostiene la democracia. En Michoacán, donde conviven cárteles, autodefensas y grupos armados con distintos fines, la aparición de una guardia religiosa clandestina solo alimenta la confusión y la inseguridad.

Este episodio también expone un ángulo que no puede ignorarse: los derechos humanos de los propios fieles. Muchos de estos 38 integrantes de “Jahzer” probablemente actuaron bajo una convicción de obediencia ciega a sus líderes. El fanatismo, cuando se combina con la disciplina militar, transforma la fe en un mecanismo de sometimiento. No es la primera vez que se observa este fenómeno en América Latina: sectas y movimientos mesiánicos han derivado en tragedias por la manipulación de la voluntad individual. El riesgo radica en que los seguidores creen sinceramente que su deber religioso está por encima de las leyes civiles.

Tras el encarcelamiento de Naasón Joaquín García en Estados Unidos por delitos sexuales, muchos imaginaron que La Luz del Mundo entraría en un proceso de renovación interna. Sin embargo, el surgimiento de “Jahzer” apunta en dirección opuesta: en lugar de abrirse a la transparencia, se atrinchera en la defensa extrema de su liderazgo y patrimonio. Se trata de una muestra más de cómo los liderazgos religiosos, lejos de fomentar cohesión y respeto, pueden construir feudos cerrados que funcionan bajo sus propias reglas.

La reacción del Estado será clave. La justicia debe investigar quién financió y organizó este grupo, cuál es su extensión real y si existen otras células semejantes en distintas regiones. La tibieza sería un error que podría normalizar la existencia de guardias privadas disfrazadas de defensa espiritual.

La Luz del Mundo, por su parte, tiene una responsabilidad ineludible. No puede limitarse a declaraciones ambiguas ni a deslindes superficiales. Una organización de tal tamaño, con miles de templos y millones de fieles, no puede alegar desconocimiento. Si de verdad busca predicar el evangelio, debe ser la primera en condenar con firmeza cualquier práctica que la acerque a un ejército clandestino. Callar equivale a convalidar.

El caso “Jahzer” debe servir de espejo a la sociedad mexicana. Nos recuerda que las iglesias, más allá de la denominación, ejercen un poder inmenso sobre las personas. Ese poder puede orientar hacia la solidaridad y el respeto, o bien manipular y someter. La línea que separa la fe de la coerción es frágil, y cuando se cruza, se pone en riesgo no solo la legalidad, sino la dignidad humana.

La verdadera discusión es si estamos dispuestos a tolerar que en nombre de la religión florezcan estructuras que operen como fuerzas armadas privadas. La respuesta debería ser un no rotundo. La democracia mexicana no puede construirse sobre la indiferencia frente a estos fenómenos. Porque detrás de cada grupo como “Jahzer” se oculta la posibilidad de que un día, en nombre de Dios, se cometan actos de violencia que lamentaremos demasiado tarde.

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