
La idea suena audaz: usar bitcoin para cubrir parte de la deuda pública estadounidense. Desde que el expresidente Donald Trump sugirió que el gobierno podría “pagar la deuda con bitcoin”, el debate se encendió. En marzo de 2025, la Casa Blanca creó la Strategic Bitcoin Reserve, un programa para custodiar los BTC incautados en procesos judiciales y mantenerlos como reserva estratégica. No se compró nada nuevo con dinero público, pero el gesto bastó para abrir una pregunta mayor: ¿qué significa que el país del dólar empiece a tratar a bitcoin como un activo soberano?
No es la primera vez que Estados Unidos busca una nueva ancla de confianza. En 1971, Richard Nixon cerró la ventana del oro y marcó el inicio de la era del dinero fiduciario. Antes, el patrón oro había ofrecido disciplina, pero también rigidez. Cada transición monetaria ha sido un intento de reconciliar dos pulsos opuestos: la necesidad de control y la necesidad de flexibilidad. La idea de una reserva digital responde al mismo impulso, solo que esta vez el ancla no sería el oro, sino un código.
El gesto importa más por su símbolo que por su magnitud. Aun si el gobierno mantuviera unas 200 000 monedas bajo custodia, su valor es ínfimo frente a una deuda superior a los 34 billones de dólares. Aun así, el solo hecho de que el Estado decida guardar bitcoin en lugar de subastarlo cambia la narrativa. Valida la infraestructura, legitima la custodia institucional y normaliza la presencia de un activo sin emisor dentro del balance soberano. Lo que antes era marginal ahora es parte del discurso fiscal.
El problema es que la aritmética no cede ante la narrativa. Convertir deuda pública en exposición a bitcoin no elimina el riesgo, lo transforma. El país dejaría de depender de las tasas de interés para depender de la volatilidad de un mercado que no controla. En una fase alcista, el valor de la reserva podría subir y mejorar la posición contable. En una fase bajista, podría desplomarse justo cuando el Estado necesite estabilidad. Un Tesoro no puede basar su solvencia en un activo que responde más a expectativas tecnológicas que a fundamentos macroeconómicos.
Algunos imaginan un escenario intermedio: emitir una pequeña fracción de deuda vinculada al precio de bitcoin para atraer inversión cripto. En el papel suena innovador. En la práctica, introduce una prociclicidad peligrosa. Cuando el mercado suba, la medida parecerá brillante; cuando caiga, el costo se multiplicará. Lo que promete diversificación puede convertirse en dependencia.
El interés por bitcoin también refleja algo más profundo. En un país fatigado por déficits crónicos, inflación acumulada y disputas políticas sobre el techo de deuda, el atractivo de un activo “independiente” no es financiero, sino emocional. Representa la esperanza de un orden que no dependa del Congreso ni de la Reserva Federal. Sin embargo, la estabilidad de una nación no se construye con desconfianza, sino con instituciones que funcionen y ciudadanos que crean en ellas.
Trump lo entendió como narrativa política. Hablar de pagar la deuda con bitcoin es una forma de decir que la disciplina puede venir de fuera, que la tecnología puede sustituir la responsabilidad. Pero la historia económica muestra lo contrario. Ninguna ancla externa reemplaza una cultura fiscal sana. Ni el oro en su tiempo, ni el dólar digital mañana, ni bitcoin hoy.
La Strategic Bitcoin Reserve no va a cambiar el rumbo fiscal de Estados Unidos, pero sí marca un punto de inflexión simbólico. Reconoce, quizá sin quererlo, que la confianza ya no se da por sentada. Que los ciudadanos buscan transparencia y límites reales al poder monetario. Esa es la deuda más grande de todas: la de credibilidad.
Pagarla no requerirá más satoshis, sino más coherencia. Ningún protocolo puede sustituir la voluntad política de ordenar las cuentas. Al final, la solvencia de un país no se escribe en una blockchain, sino en su manera de asumir responsabilidad. Si el debate sobre bitcoin logra recordarlo, entonces habrá valido la pena.