Todas lo hemos visto. Emula a un termómetro de mercurio, de esos que ya no se usan tanto. Está presente en innumerables espacios públicos, escuelas y oficinas.
Es el ingenioso instrumento gráfico inventado en 2009 por la doctora Martha Alicia Tronco Rosas, del Politécnico Nacional, para visibilizar las formas de violencia que viven las mujeres en relaciones de pareja.
Esas que de tanto estar normalizadas en la cultura machista se vuelven invisibles, o incluso —como los celos— se romantizan. En el marco del 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, parece un buen momento para reflexionar sobre su difusión y pertinencia.
Desde su aparición en 2009, el violentómetro ha sido increíblemente exitoso por su claridad: la violencia también se manifiesta en pequeños actos aparentemente inofensivos, es gradual y puede tener consecuencias muy graves si no se actúa a tiempo. Las principales expertas en el tema nos hablan del “círculo de la violencia”, en términos de Leonore Walker, quien demostró cómo momentos de aparente “reconciliación” se alternan con otros de agresividad y van escalando a medida que el círculo se repite.

En el violentómetro, sin embargo, la representación de la violencia es lineal y va acompañada de un código de colores que indica el incremento del riesgo. La escala más baja empieza en “bromas hirientes” y la más alta es el “feminicidio”, mientras por el camino va describiendo una serie de actos violentos como humillar, patear o incluso violar, ya en las últimas escalas. Esta linealidad tiene varios problemas, ya que mezcla distintos tipos de violencia —como la psicológica, la física o la sexual— y, además, ¿cuáles son los criterios para calificar esas acciones como de mayor o menor peligrosidad? La evidencia nos señala que un feminicidio puede suceder inclusive si no se dieron las conductas calificadas como intermedias por el instrumento, como “manosear” o “destruir artículos personales”.
Otro de sus problemas es que centra la responsabilidad de tomar acción en las víctimas, alentándolas a “reaccionar”, “tener cuidado” o “actuar” cuando precisamente una de las características de las relaciones codependientes violentas es la imposibilidad material, emocional y/o física de romper con la relación. Es más, el momento que describen como de “actuar”, es decir, romper una relación, irte de casa o poner una denuncia, es uno de los más peligrosos para las víctimas de violencia de género.
Sin duda alguna, el violentómetro ha servido para reflexionar y desnormalizar situaciones que son culturalmente aceptadas, y ponerlas en tela de juicio, pero no existen estudios respecto del impacto del instrumento en mujeres víctimas de violencia, y sobre todo en quienes ejercen violencia y no tienen representación dentro del violentómetro, pues este no les menciona ni se dirige a ellos.
El uso omnipresente que se da al violentómetro también genera una relación perversa con las instituciones, quienes, dentro de sus obligaciones de prevenir y atender, desplazan el foco de un problema público y comunitario, a uno familiar y de pareja. Así, el Estado adquiere un papel de observador, con una mínima injerencia que no aporta soluciones a las circunstancias de violencia previas a la fase final, esa donde corre peligro la vida.
No hay ninguna oficina, ningún protocolo para atender “celos” o conductas como “humillar en público” o “golpear jugando”. Entonces, ¿a cuento de qué viene el “reacciona, no te dejes destruir”? ¿Cómo reaccionas? ¿A dónde corres?

*Por Concepción Sánchez Domínguez-Guilarte y Mariana Espeleta Olivera, académicas del Centro Universitario por la Dignidad y la Justicia del ITESO