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Anatomía de una tragedia: después del suicidio de Antonieta

Muchos mexicanos conocen la tormentosa ruta emocional que llevó a Antonieta Rivas Mercado, una de las sorprendentes mujeres de hace un siglo, a suicidarse de un tiro en la catedral de Notre Dame de París. También es sabido que uno de los detonadores de esa crisis interna se llamaba José Vasconcelos. Era el abandono, era la soledad, era la angustia. Y en alguna parte, una culpa diminuta, en algún punto del corazón del hombre que quiso ser presidente de México.

historias sangrientas

Antonieta Rivas Mercado fue una mujer sobresaliente en los años 20 del siglo pasado. Audaz, llena de inquietudes intelectuales, mecenas y creadora, era natural que se interesara en la política, y unió así su destino al de José Vasconcelos.

Antonieta Rivas Mercado fue una mujer sobresaliente en los años 20 del siglo pasado. Audaz, llena de inquietudes intelectuales, mecenas y creadora, era natural que se interesara en la política, y unió así su destino al de José Vasconcelos.
Antonieta Rivas Mercado fue una mujer sobresaliente en los años 20 del siglo pasado. Audaz, llena de inquietudes intelectuales, mecenas y creadora, era natural que se interesara en la política, y unió así su destino al de José Vasconcelos.

Antonieta Rivas fue una mujer sobresaliente en los años 20. Audaz y  llena de inquietudes intelectuales, era natural que se interesara en la política, y unió así su destino a Vasconcelos.

Los testimonios que levantaron la prensa y la policía francesas la describieron como una mujer alta, esbelta, vestida con elegancia y completamente de negro; seda negra en las piernas. No se le veía el rostro, llevaba un largo velo. Había terminado la misa; apenas quedaban unas cuantas personas en la Catedral de Notre Dame.

Un cura joven pasó, con un mensaje que llevaba a la sacristía; advirtió a la mujer, de pie ante una imagen de Cristo crucificado. Ella se acercó a un reclinatorio y se arrodilló. Parecía orar. Luego, sacó de su bolso una pistola y se la llevó al pecho. Disparó.

El sonido del tiro rebotó en los antiguos muros medievales y se mezcló con las campanas, que marcaban las 12 y media del día. Uno de los feligreses volteó y lanzó un grito, al ver cómo la mujer se desplomaba. Llegó corriendo el sacerdote que unos momentos antes había visto a la dama enlutada.

-¡Cierren las puertas!

Alcanzaron a administrarle la extremaunción a la moribunda. Con un abrigo improvisaron una almohada; alguien la arropó con un chal. Apareció el párroco, que mandó a todo mundo a su casa, advirtiendo que a la brevedad se realizaría el oficio de reconsagración del templo: la grandiosa Notre Dame, joya de la Ciudad Luz, había sido profanada por la voluntad suicida de una mujer que, luego se sabría, era mexicana. No sabían quién era. Murió sin decir nada acerca de su nombre o su familia. Llevaba colgada al cuello una medalla de la Virgen de Guadalupe.

DRAMA Y PASIÓN DE ANTONIETA

De esa manera, el 11 de febrero de 1931, Antonieta Rivas Mercado entró en la estadística de suicidios de la catedral de Notre Dame en París. No era la primera, no fue la última. Fuentes policiacas francesas indicaban, a fines del siglo XX, que el espléndido templo, junto con el Arco del Triunfo y la Torre Eiffel, eran sitios que atraían a un segmento de quienes pretenden acabar con sus existencias. Notre Dame, de hecho, a lo largo del siglo XX, padeció tres o cuatro suicidios por año. Hasta antes del incendio que la destruyó en 2019, el último suicida documentado en Notre Dame es un historiador y activista de la extrema derecha francesa, Dominique Venner, en 2013.

Los motivos de la decisión suicida de Antonieta Rivas Mercado se han contado muchas veces: hija de un arquitecto famoso y rico, Antonio Rivas Mercado, Antonieta es una de las mujeres más conocidas de los locos y trepidantes años 20 del siglo pasado. Inquieta y audaz, su posición privilegiada le abrió camino hacia actividades y oportunidades inusuales para las mujeres de su época. Hoy se le considera una de las pioneras en ese trabajo que hoy llamamos “promoción cultural” y parte relevante de las vanguardias artísticas que dieron nuevos rumbos a la creación intelectual de hace un siglo. Amiga y mecenas del grupo conocido como Los Contemporáneos, los favorece y crear el Teatro Ulises donde sus amistades puedan hacer y deshacer a sus anchas. Por encima de todas las cosas, es una mujer que ambiciona la libertad y la novedad que caracterizan al siglo XX.

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En Antonieta Rivas Mercado, el amor es siempre una perpetua búsqueda. Su matrimonio con el estadunidense Albert Blair termina en divorcio; su pasión no correspondida hacia el brillante y muy complicado pintor Manuel Rodríguez Lozano la tensa y la lastima, pero prefiere intentar cultivar una amistad y una especie de relación maestro-alumna con la que evade sus sentimientos y la homosexualidad del artista. Y entonces conocerá a José Vasconcelos.

Antonieta, como muchos otros, se prenda del discurso encendido del fundador de la Secretaría de Educación Pública: se vuelve su promotora, su cronista, su asistente, y también costea, en buena parte, la campaña de este hombre que desea llegar a la presidencia de la República; Álvaro Obregón no lo apoyó cuando quiso ser gobernador de Oaxaca; pero ahora, a contracorriente del gobierno de Plutarco Elías Calles y de su sucesor, Emilio Portes Gil, se atreve a desafiar el poderío del recién fundado Partido Nacional Revolucionario, que tiene por candidato a Pascual Ortiz Rubio.

La campaña vasconcelista, aquí se ha contado, es también una brutal persecución política. Antonieta, que por un lado pelea su divorcio y la custodia de su hijo, Donald Antonio, siente presión por todos lados: su fascinación por Vasconcelos desemboca en amor apasionado, y eso aumenta su angustia durante el proceso electoral. ¡Es tan probable que deseen asesinar al candidato!

El día de las elecciones, Antonieta no está en México. Buscando su seguridad y la de su hijo, se marcha a Estados Unidos. Desde ahí se entera de la derrota de Vasconcelos, de los infructuosos llamados a la insurrección y a la defensa de una victoria que muchos creen razonable. Son tan absurdas las cifras oficiales de los votos que le favorecen, que todo mundo las mira con recelo. Mientras México se mueve en una ruta de violencia política, Antonieta y Vasconcelos optan por el autoexilio. Se reúnen en París. Ella lleva consigo a su hijo Donald Antonio.

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Todo le parece oscuro: no tiene dinero, en los hechos ha secuestrado a su hijo para sacarlo de México y ponerlo fuera del alcance de su esposo Albert que reclama la custodia del niño. La actitud de Vasconcelos no mejora las cosas; ella lo siente lejano, los días de pasión parecen ocurridos hace mucho, mucho tiempo. Él le sugiere que regrese a México, donde, de alguna manera, logrará sobrevivir. Ella desea quedarse en París, a su lado, trabajar en una nueva revista, ayudarlo, confortarlo. La respuesta es como agua helada: No, Antonieta. No puedo pagarte tu trabajo; tomará un tiempo levantarla. Vete a casa.

Dolida, Antonieta hace una de esas preguntas que uno nunca debe hacer, si no quiere escuchar respuestas desagradables: “¿De verdad me necesitas? Debo saber si me necesitas”.

Ensimismado en su fracaso, en el derrumbe de sus sueños de poder, José Vasconcelos responde. Sus palabras suenan a evasión, a pasión enfriada, a indiferencia:

-Ninguna alma necesita de otra, nadie, ni hombre ni mujer, necesita más que de Dios. Cada uno tiene su destino ligado solo con el Creador.

En su diario, donde escribe hasta poco antes de morir, Antonieta intenta justificarse a sí misma lo seco, lo distante de la respuesta, a la que no sabe si se debe a que Vasconcelos “percibe la desesperación de ella o es un exceso de sinceridad”. Se siente atormentada: “No me necesita. Él mismo lo dijo”. Toma la decisión de morir.

El amor por su hijo no basta para detenerla. Sin que su amante se percate, roba de la maleta la pistola que, entre libros y ropa, ha acompañado al candidato en su campaña y en su derrota. Vasconcelos jamás empleó el arma. La llevaba consigo, por si en algún momento se veía obligado a defender su vida. Silenciosamente, Antonieta la oculta en su bolso. Se siente enferma, nada le importa ya.

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No pudo dormir la noche del 10 al 11 de febrero de 1931. Siente que la cabeza le estalla, pero ha dejado todo listo. Envió una carta a Arturo Pani, cónsul mexicano en París. A él le confía la tarea de recoger al pequeño Donald y preparar su viaje de regreso a América, para que viva con su padre. Tendrán que decirle que ella, su madre, está enferma y ha sido hospitalizada. “Es mejor para el futuro de mi hijo…”, anota.

“…será preciso que disimule…”, sigue escribiendo en su diario. “Voy a bañarme porque ya empieza a clarear. Después del desayuno, iremos todos a la fotografía para recoger los retratos del pasaporte. Luego, con el pretexto de irme al Consulado, que él [Vasconcelos] no visita, lo dejaré esperándome en el café de la Avenida. Se quedará Deambrosis acompañándolo… No quiero que esté solo cuando le llegue la noticia…”

Y procede. Ya en la calle, camino a Notre Dame, llama al cónsul Pani: “En este momento, ingeniero, voy a pegarme un tiro”. Ninguno de sus conocidos vuelve a verla con vida.

DETRÁS DE UN SUICIDIO

Aún en la puerta de la muerte, Antonieta Rivas Mercado cuidó de Vasconcelos, sin guardarle rencor por el alejamiento. Le fabricó una coartada, para que la policía de París no lo mirara como un sospechoso de asesinato: cuidó de que estuviera acompañado, para que hubiera testigos de la ubicación de Vasconcelos en el momento de su muerte. Era muy lógico: la pistola pertenecía al político exiliado, la autoridad haría preguntas, una vez que hubieran identificado el cadáver de la suicida de Notre Dame.

Otros elementos consolidan la inocencia de Vasconcelos, que, en realidad, ni siquiera se había dado cuenta de la desaparición de la pistola. La carta al cónsul Pani, la posterior llamada telefónica. Todo estaba encaminado a dejar protegido al niño, pero, todavía más: a alejar cualquier sospecha del hombre que había amado. Eso no evitó que Vasconcelos se viera envuelto en la investigación policiaca y el funeral de Antonieta. Hubo de enterarse de la muerte por boca del cónsul:

—Tiene usted llamado urgente del consulado de México. —Nada tengo que ver con el consulado —dije a Deambrosis—: ¡Que se vaya a paseo! Además, lo que menos quería en las circunstancias era que el consulado se enterase del estado de Valeria [sus malestares y su depresión]. Subimos a mi habitación; al cuarto de hora llamó el teléfono. Era el consulado: el cónsul en persona, Arturo Pani: —Hace más de una hora trato de comunicarme con usted… ¿Ya sabe lo de Valeria [Antonieta]? —No, ¿qué? Es decir, temo algo, ¿qué sucede? A Pani también le temblaba la voz, y balbuceó: —Pues ya, ya, acaba de expirar; me lo avisaron de una comisaría y quiero que vayamos juntos… Paso por usted en seguida. —Sí, muy bien; lo espero. Muchas gracias…

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Atónito, desconcertado, se movió como autómata. En sus memorias reconocería que, a bordo de un taxi, en compañía del cónsul Pani, rompió en llanto. “Hace unas horas, antes de mediodía, me llamó por teléfono; me dijo con naturalidad, como si se tratara de tomar un tranvía: «En este momento, ingeniero, voy a pegarme un tiro.» Algo en el tono de su voz me alarmó y pretendí detenerla, diciendo: «Dónde está, dígame dónde está para ir a verla, quiero hablarle»… «No, no», repuso, y añadiendo: «¡Adiós, adiós!», se retiró del teléfono…. Media hora después me avisó la policía…”

En el Hotel Dieu estaba el cadáver de Antonieta. Pani presentó a Vasconcelos: escritor mexicano, recién llegado a París, ex candidato a la presidencia. Ambos declararon ante la policía. Pani, lo que tocaba a su empleo de cónsul: “es ciudadana mexicana, aunque casada con extranjero; me dio ese aviso simplemente como cónsul de su país…” . Fue el turno de Vasconcelos. Él acababa de llegar a París. —¿Y la señora cuándo llegó? —Hace cuatro meses. Y continuó el comisario: —La señora fue su partidaria en las elecciones; era natural que al llegar usted a París viniese a ver...

En vista de la forma en que Antonieta había preparado su muerte, ninguna sospecha caía sobre Vasconcelos. La policía propuso asentar que la causa de la muerte de la señora Rivas Mercado había sido un suicidio cuya causa aparente era “una perturbación mental momentánea, ocasionada por dificultades matrimoniales”. Esas mismas palabras se repitieron en el boletín que la policía de París repartió entre la prensa. Así “circuló por el mundo”, en palabras de Vasconcelos. Así fue nota de primera plana en la prensa de la capital francesa. Era, se dijo a sí mismo el exiliado, “la versión menos desfavorable para su memoria”.

“UN TRISTE RECUERDO”

Quiso Vasconcelos hacerse cargo de los gastos del funeral y el sepelio de Antonieta. Tenía en la bolsa el dinero que había acordado con Antonieta darle para que volviera a México. El cónsul Pani lo detuvo: “¿Por qué ha de hacer usted ese gasto? Usted no dispone de fondos en abundancia. Yo me hago cargo de todo por cuenta del consulado y pasaré la cuenta a la familia”. A los parientes de Antonieta habría que pedirles instrucciones por teléfono o por telegrama, tardarían unos días… “No importa”, intervino el comisario de policía. “Tenemos en la morgue un frigidaire que conserva íntegramente los cuerpos. Podemos esperar”.

No habiendo materia de investigación más allá de lo ya ocurrido, el comisario quiso, al despedirse, devolver a Vasconcelos la pistola. “¡Es suya!” “¡No, no la quiero conservar!, fue la respuesta. “¡Ah! Tiene usted razón… es un triste recuerdo…”

¿Todo había pasado? Vasconcelos quiso cenar solo. ¿Sentía culpa? “Las diligencias policiacas habían concluido, pero empezaba el calvario de mi propia conciencia” Pasó la noche revisando los papeles de la muerta, buscando los rastros de la pasión que los había unido, enterándose de la forma en que ella planeó su muerte. ¿Era culpa? Tal vez, lo mordía el frío, tenía el alma destemplada, imaginándola muerta: “…ella estaba en la morgue, en el frigidaire, a no sé cuántos grados bajo cero, dentro del vestido negro que tan bien le sentaba por la mañana. ¡Qué fríos estarían sus huesos! Con razón los míos, contagiados, no hallaban sosiego.”

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Al tercer día sepultaron a Antonieta. Vasconcelos le llenó el féretro de flores, sacó su chaqué, se compró sombrero nuevo, presidió el duelo. A ratos le daban ganas de llorar. Lo persiguieron los corresponsales de los diarios mexicanos. Accedió a hablar, solamente con el enviado de El Universal. Aparentemente, estuvo presente en la reconsagración de Notre Dame, y escribió un relato titulado “Misa Solemne”, dedicado “a la memoria de una muerta”. No mencionó en él a la suicida. Ahogando su culpa, si la tenía, empezó a olvidarla. Cuando en 1936 los restos de Antonieta Rivas Mercado fueron llevados a la fosa común, porque nadie se ocupó de refrendar los derechos de su tumba, José Vasconcelos ya estaba muy lejos.

EPÍLOGO

Al niño Donald Blair Rivas Mercado no se le dijo, en lo inmediato, que su madre estaba muerta. Mucho menos que se había suicidado.

Fue a vivir con su padre, con la idea de que Antonieta estaba enferma, internada en un hospital. Después le dijeron que había fallecido. Al paso de los años, el niño que se hacía adulto llevaba en su memoria la imagen de una mamá amorosa pero casi siempre ausente. Cuando su esposa, Kathryn S. Blair, a fuerza de indagar, recuperar la memoria familiar e investigar, contó la historia de Antonieta Rivas Mercado, Donald fue escéptico:

-Estás inventado a mi mamá. Ella no hizo nada importante. Todos sus proyectos se quedaron en eso: proyectos.Para ese libro, Donald Blair contó su último encuentro con Vasconcelos, acaso un cierre adecuado para una historia trágica.

A fines de 1958, Blair Rivas Mercado acudió a una reunión en la embajada de Colombia. José Vasconcelos asistía también. Donald lo vio sentado en un sillón, un tanto apartado de la concurrencia. Se le acercó:

-Soy el hijo de Antonieta.

El antiguo secretario de Educación Pública se levantó y abrazó al hijo de Antonieta Rivas Mercado. Tenía lágrimas en los ojos.

Los dos hombres cambiaron un par de frases. Vasconcelos invitó a aquel hombre a visitarlo en su oficina de la Biblioteca de México, en la Ciudadela. “Tengo mucho qué decirte”, aventuró el anciano.

Pero Donald Antonio Blair Rivas Mercado no acudió a la cita. Tal vez, para él no había nada qué hablar con el viejo que reinaba en aquella biblioteca.

José Vasconcelos murió el último día de junio de 1959.