Nacional

Así llegó la ópera a la Nueva España

El surgimiento del género operístico se establece, convencionalmente, hacia el año 1600, cuando en el espléndido Palacio Pitti de Florencia se estrenó “Eurídice”. Como se sabe, la ópera se convirtió en emoción y pasión en Europa. Pasaron ciento once años antes de que el género resurgiera en estas tierras, nada menos que renacido de las manos y la sensibilidad de un novohispano.

Ampliar Así llegó la ópera a la Nueva España

Descripción de la imagen

Fernando de Alencastre, duque de Linares, era un personaje peculiar, sensible, aficionado a la música. Hombre de confianza del rey Felipe V. había tenido muchos encargos importantes antes de que se le enviara a gobernar la Nueva España: había sido también virrey del Perú, y gobernador del reino de la Toscana. Es posible que en aquella estadía en tierras que hoy forman parte de Italia, se aficionara a ese género que a lo largo del siglo XVII se había fortalecido en la cultura europea, generando verdaderas pasiones y creando ídolos: la ópera. Hombre de mundo, don Fernando disfrutaba la música y pensó en que hacía falta, por tierras novohispanas, un poco de movimiento en la materia. Había en el reino, según le contaron, compositores talentosos que bien podrían acometer la empresa de componer una ópera, que diera lustre y prestigio a aquel gobierno que apenas empezaba: el duque de Linares había llegado a la ciudad de México el 15 de enero de 1711.

Mucho tenía por delante el nuevo virrey, en materia de trabajos pendientes. Lo primero que hizo fue acometer la reconstrucción del palacio virreinal, dañado en parte, a causa de un incendio ocurrido en 1692.

Rehacer el palacio implicaba, de alguna manera, rehacer la vida de la corte. Las hablillas que nunca faltan aseguraban que al duque le gustaba mucho la música, y pensaba que instituir ese tipo de actividades haría que, poco a poco, los habitantes de la Nueva España se dieran cuenta de la clase de virrey que había llegado. No lo sabía en 1711 el duque de Linares, pero en los años que pasaría en el reino, ocurrirían cosas tan insólitas como sismos de los fuertes, e incluso una nevada en la ciudad de México, y de muchos de aquellos sucesos saldría airoso, incluso costeando de su bolsillo la ayuda a víctimas y damnificados.

Pero nada de eso asomaba por el horizonte en enero de 1711. En cambio, el virrey tenía presentes algunas fechas relevantes, como, por ejemplo, el cumpleaños de su señor, el rey Felipe V de España. Aunque estuviera al otro lado del mar, era necesario festejar a aquel hombre, de cuyas decisiones y confianza provenían los altos cargos que había recibido y los viajes insólitos realizados a lo largo de los once años que ya duraba el reinado de aquel hombre, el primer Borbón que ocupaba el trono de España.

Era tan evidente el talento del joven Manuel de Sumaya, que fue becado para formarse al amparo de la estructura musical de la Catedral Metropolitana

Era tan evidente el talento del joven Manuel de Sumaya, que fue becado para formarse al amparo de la estructura musical de la Catedral Metropolitana

¿Cuál sería la forma más adecuada de celebrar el cumpleaños del rey? Debería ser un acontecimiento hermoso y aplaudido, para que se conociera en la corte real y Felipe V recordara cuánto afecto le profesaba el duque de Linares. ¿Qué era lo adecuado? ¿Qué resultaría memorable?

El virrey sonrió cuando dio en el clavo: se necesitaba una ópera, el estreno de una ópera, en el palacio virreinal de la ciudad de México.

Aparece en escena Manuel de Sumaya

El duque de Linares tuvo el buen tino de pensar en que la función de ópera con el que celebraría el cumpleaños real debería ser un estreno, y para nada consideró la posibilidad de enviar mensajeros a buscar a alguno de los afamados compositores europeos que causaban furor en aquellos días. Para nada: si lo hacía de esa forma, acabaría festejando a Felipe V… pero en 1712.

De manera que empezó a indagar. Ya le habían contado que en la Nueva España había compositores lúcidos y talentosos, muchos al servicio de los cabildos catedralicios, que gastaban tiempo y dinero en producir para Dios las más bellas músicas que se escuchaban en estas tierras.

El elegido para el encargo musical fue Manuel de Sumaya (O Zumaya), un hombre que, a sus 33 años, ya tenía un bien ganado prestigio. Había comenzado en la carrera musical como cantante de coro. Eran tan grandes sus dotes, que aquel jovencillo había sido becado para recibir la mejor educación musical que se podía conseguir en la Nueva España.

Sumaya, nacido en la ciudad de México, tenía 16 años cuando comenzó a estudiar órgano con uno de los grandes organistas de su época, José de Idiáquez. Afianzó su carrera y se integró a los músicos de la capital novohispana en calidad de alumno y luego asistente de Antonio de Salazar, que era el maestro principal de la Escoleta de la Catedral Metropolitana. Las enseñanzas de don Antonio, que había llegado al reino a ordenar todo el trabajo musical hecho en épocas anteriores, fueron esenciales para la carrera de Sumaya: con él aprendió contrapunto y armonía, recursos esenciales, cuyo dominio era indispensable para convertirse en un compositor reconocido. Manuel de Sumaya aprovechó todas las oportunidades que recibió, y se convirtió en un muy digno alumno de don Antonio, lo que ya era decir mucho: Salazar era muy conocido en todo el reino por rescatar y ordenar partituras y libros de coro, maltratados o dispersos, y por ser un formidable maestro. El joven Manuel se convertiría, a la larga, en alguien tan importante como Salazar.

Muy probablemente, la decisión del virrey de encargar el trabajo a Manuel de Sumaya vino de un hecho concreto: tres años antes, el compositor había producido el que es el primer trabajo musical-dramático hecho por un novohispano. Aquel drama se llamaba “Rodrigo”, montado en el palacio virreinal para festejar el nacimiento del príncipe Luis, el hijo de Felipe V y María Luisa de Saboya. Es muy posible que, considerando que eso ya implicaba alguna experiencia, el duque de Linares enviara por aquel talentoso joven, y lo pusiera a trabajar en el proyecto.

Nace “La Parténope”

Se decidió que la ópera a desarrollar contaría la historia mítica de la sirena Parténope, que, con sus hermanas, fue despreciada y vencida por Ulises. Las sirenas se arrojan al mar para morir, y el cuerpo de Parténope llega a las costas de Campania, donde se fundaría la ciudad de Nápoles.

Para componer su ópera, Manuel de Sumaya seleccionó un libreto del italiano Silvio Stampiglia, que era muy famoso en aquellos años. Algunos de los grandes compositores barrocos como Scarlatti, Häendel y Vivaldi, habían producido grandes óperas a partir de los libretos de Stampiglia, de modo que recurrir a sus trabajos era garantía de calidad y fama, justo como quería el virrey duque de Linares. Además, Stampligia le había acabado de dar respetabilidad al género operístico: trataba temas históricos o provenientes de las narraciones míticas de la antigüedad clásica y jamás introducía escenas cómicas en sus libretos de obras serias, ni para hacer concesiones al público.

Hubo mucho cuidado en la producción de la “Parténope”. Se sabe que la obra fue mandada a imprimir en el mismo taller, la Imprenta de Ribera, que tres años antes había puesto en papel y tinta el “Rodrigo”. Este tipo de detalles confirman que Manuel de Zumaya era conocido y respetado por su talento musical en las esferas más altas del poder virreinal. Quien se asome a las páginas del la famosa Gazeta de México, verá que, cuando se le mencionaba, siempre era como “el célebre maestro Sumaya”, y que se le empezó a conocer como un entusiasta promotor de la música italiana.

El estreno, la oscuridad y la carrera de un hombre

Se sabe que la “Parténope” fue estrenada el 1 de mayo de 1711 en el palacio virreinal y que el virrey Fernando de Alencastre, duque de Linares, quedó muy satisfecho. Dos puntos oscurecen esta historia: uno, que a aquella función solamente acudió la corte virreinal, porque no fue un asunto público. Eso sí, el rey Felipe V fue informado de aquel estreno en su honor. La ópera como actividad pública llegaría hasta el siglo XIX.

El otro punto, oscuro y lamentable, es que la “Parténope” es una de las obras perdidas de Manuel de Sumaya: no sabemos nada de los detalles de la obra y no sabemos cómo sonaba.

En cambio, sabemos bastante de la luminosa carrera de Sumaya: llegó a organista mayor de la Catedral, y luego ganó el puesto de Maestro de Capilla de Catedral, con un sueldo formidable para la época: ¡500 pesos anuales!

Veintisiete años después de aquel encargo, Tomás Montaño, que era deán de la catedral, fue nombrado Obispo de Oaxaca, y se llevó consigo a Manuel de Sumaya. Allá, además de seguir haciendo música, fue párroco de la catedral oaxaqueña, querido y admirado por sus feligreses, por el resto de su vida.