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El atentado de Sierra y Arellano: el crimen que pudo ser perfecto

Creyeron que todo fluiría de manera sencilla, eficaz, y, lo mejor de todo, sin que nadie se diera cuenta. Todo era cosa de poner un anuncio en las secciones de avisos clasificados, ofreciendo buen trabajo y mejor paga. Lo demás era cosa de paciencia y un poco de habilidad. De esa manera, aquel par de truhanes planeó algo que, de haber funcionado, habría sido una tragedia, y, al mismo tiempo, uno de los grandes hechos de sangre del siglo XX. 

historias sangrientas

Sierra era mucho más joven que su esposa, Esperanza iris. Se dijo que había dilapidado la fortuna de la famosa

Sierra era mucho más joven que su esposa, Esperanza iris. Se dijo que había dilapidado la fortuna de la famosa "Reina de la Opereta

El avión aterrizó trabajosamente en -lo que son las cosas- la pista de la Base Aérea de Santa Lucía -sí, el actual AIFA- y de inmediato fue rodeado por un contingente de soldados. Era septiembre de 1952, y no había razón alguna para que un avión de la compañía Mexicana de Aviación descendiera en aquella instalación del Ejército mexicano, y mucho menos sin entrar en contacto con la torre de control.

De la nave descendieron una veintena de pasajeros en estado de shock. Unos minutos antes estaban seguros de que terminarían sus días en un infierno de fuego y dolor, estrellados contra las montañas de la sierra de Puebla.

Pero no, el milagro había ocurrido: gracias a la pericia y a la serenidad de la tripulación, ahí estaban, de nuevo en tierra firme, sanos y salvos, desconcertados, eso sí, por la manera en que los militares los contemplaban, con las armas en la mano, apuntándoles.

-¡Por Dios, no somos delincuentes!, gritó uno de aquellos viajeros.

-¿¿No ven que el avión se está quemando??

La actitud de los soldados cambió. De inmediato se dedicaron a apagar el fuego que ganaba terreno en el Douglas DC-3, XA-GUJ de Mexicana de Aviación. Controlado el incendio, el jefe de la base aérea explicó a aquellos asustados pasajeros que su presencia en Santa Lucía era completamente inusual, y por eso las tropas habían actuado como lo hicieron: solamente aviones de las fuerzas armadas tenían permiso para aterrizar en Santa Lucía.

Poco a poco la comandancia de la base aérea se enteró de lo ocurrido: el vuelo de Mexicana iba de la ciudad de México a Oaxaca. De pronto, una extraña explosión en la zona de transporte de equipaje sacudió el aparato, que comenzó a incendiarse. De no haber sido por la pericia y la sangre fría de la tripulación, el viaje habría terminado en una tragedia.

Salvo una pareja de estadunidenses, Henry y Getrude Markin que tenían pequeñas lesiones, todos los ocupantes del avión estaban prácticamente ilesos: algún golpe, raspones, nada más. Notificada Mexicana de Aviación, envió un avión a recoger a aquellas personas. Algunas de ellas todavía no lograban superar la impresión, pues era la primera vez que abordaban una aeronave. A mediados de los años cincuenta del siglo pasado, los viajes en avión eran, todavía, una de las cosas más modernas que podían ocurrirle a un ser humano.

Supieron los viajeros que serían devueltos a la ciudad de México. En cuanto rindieran su declaración, para dar inicio a las investigaciones para determinar el origen de la explosión, serían enviados a Oaxaca.

Aunque la Secretaría de Comunicaciones y Transportes quiso ser discreta y restringir la información sobre el incidente, los reporteros del aeropuerto y los de la fuente policiaca se enteraron muy pronto del suceso. Llegaron a Santa Lucía casi al mismo tiempo que los expertos de la SCT y representantes de la policía capitalina.

Para la tarde, los diarios vespertinos ya hablaban del “avión de la muerte” o el “ataúd volante”. Todavía estaba presente en la memoria de la gente la tragedia aérea de Pico del Fraile, ocurrida tres años antes, en el que habían muerto muchas personas, entre ellas Gabriel Ramos Millán, prominente político, y la muy popular y querida actriz Blanca Estela Pavón. Los pasajeros del XA-GUJ habían sido afortunados.

Ya llegaban a la ciudad de México cuando los peritos de la SCT y el detective Silvestre Fernández removían los restos de la zona incendiada del avión. Entre cenizas, ropas y maletas quemadas, encontraron lo que parecía un reloj y restos de cables que no pertenecían a la instalación de la nave.

De inmediato se empezó a hablar de sabotaje.

LOS INDICIOS DE UN PLAN PERVERSO

Fue, en efecto, la pericia de la tripulación la que evitó la tragedia. Se trataba del capitán Carlos Rodríguez Corona, su copiloto, Agustín Jurado Amilpa, y la aeromoza Lilia Novelo Torres. Pero las indagaciones mostraron que aquel asunto era, nada menos, que un intento de destruir el avión con todos los pasajeros a bordo. Un factor adicional que fue decisivo para que todos salvaran la vida, es que el todavía desconocido autor del atentado resultó ser un “dinamitero” chambón: el explosivo de fabricación casera no tuvo la suficiente potencia para despedazar la nave.

Muy pronto, en la prensa se habló de un “atentado dinamitero”. La policía sometió a un interrogatorio intenso a todos los pasajeros. Mandos superiores recordaron que, unos pocos días atrás, había ocurrido un caso similar en Estados Unidos. Se pidió información a Interpol, pensando que, acaso, personajes involucrados en desastres aéreos en otros países pudieran estar detrás del caso de Mexicana de Aviación.

Los interrogatorios mostraron que seis de los veinte pasajeros tenían en común algunas cosas que llamaron la atención de las autoridades: todos viajaban a Oaxaca a ocupar nuevos y ventajosos empleos. Todos estaban contratados por un rico empresario -al que nadie conocía en la capital- llamado Eduardo Noriega, quien, por medio de anuncios en el periódico ofrecía plazas en un nuevo negocio, un “campamento turístico”, que sería novedoso y exclusivo, destinado solamente para visitantes extranjeros. La apertura era inminente, y los nuevos empleados debían viajar de inmediato a Oaxaca.

Ellos eran seis: un colombiano, Ezequiel Camacho, y cinco mexicanos: Esther Magallanes y su hijo Juan Vargas; Esther Castillo y su esposo Jesús Flores, y la sobrina de la pareja, Yolanda Hernández. Completaba el cuadro un hombre mayor: Ramón Arellano. A todos los unía la pobreza y la falta de oportunidades. El aviso en el periódico les cambió la vida.

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Fueron convocados en el Hotel Gillow, en la avenida Cinco de Mayo. Ahí conocieron al ingeniero Eduardo Noriega, quien les contó del fabuloso proyecto oaxaqueño. Les prometieron maravillas. Sus contratos estarían listos en un par de semanas.

El famoso ingeniero Noriega se tardó más de lo prometido, pero cuando los empleados ya estaban desesperados, reapareció, les adelantó, como prueba de buena voluntad, 250 pesos a cada uno. Nuevamente se retrasaron las cosas, pero en la siguiente reunión, Noriega les dijo que los contratos se firmarían en Oaxaca para ahorrar tiempo, y que, debido a la premura. Se irían en avión. “Todos los que viajan contratan un pequeño seguro”, les dijo a los azorados empleados. “mero formulismo, pues los aviones son modernos y seguros”. Noriega se las pagaría y pidió a cada uno de ellos, nombres de beneficiarios.

No podía ser posible tanta bondad: aparte de la póliza de seguros, los viajeros recibieron, como detalle de agradecimiento y bienvenida, valiosos obsequios: pulseras y esclavas de plata -algunas versiones aseguran que eran de oro- con las iniciales de cada uno grabadas.

Era el colmo de la buena suerte. Ninguno de los seis contratados lo podía creer.

Tenían razón. Era demasiado bueno para ser verdad.

DOS TRUHANES DE CATEGORÍA

También la policía se extrañó por la generosidad del presunto ingeniero Noriega. Decidieron rastrear las pólizas de seguro, pues, al saberse en la capital del fallido sabotaje, el espléndido empleador había desaparecido. Mientras, la Procuraduría General de la República informaba a la sociedad del resultado de los peritajes. Un par de cartuchos de dinamita habían estallado. Estaban atados a un fino reloj de fabricación alemana. No habían sido suficientes para despedazar al avión.

La policía, entretanto, había rastreado también los boletos de avión. Los de los seis contratados por Noriega habían sido comprados por un tal Emilio Arellano Schetelige, a quien buscaron en un domicilio de la avenida baja California, en la colonia Roma. Arellano había desaparecido. Se le buscó en otra dirección, sin éxito. Los seis contratados identificaron a Arellano como el que conocían como “el ingeniero Noriega”. En la oficina de la calle de Baja California, se encontraron papeles a nombre de un personaje del mundo del espectáculo: Francisco Sierra, tenor de ópera y esposo de la famosísima Esperanza Iris.

Como todos los datos eran publicados por la prensa, Sierra decidió presentarse a declarar, para que no se le involucrara en el atentado. Aseguró que conocía de tiempo atrás a Arellano, y que habían sido socios en diversos negocios, fracasados todos. De hecho, él estaba disgustado con Arellano por las muchas pérdidas y estaban distanciados. Lo había visto, brevemente y días antes: quería que le prestara algún dinero, y le dejaba en garantía un sobre con “documentos cobrables”.

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Los “documentos” eran, nada menos, que las pólizas de seguros de los empleados del Ingeniero Noriega. Cada uno de ellos estaba asegurado por 300 mil pesos. Los beneficiarios no eran los parientes de cada uno de ellos, sino el propio Arellano y conocidos de él y de Francisco Sierra.

DIMES Y DIRETES

Emilio Arellano se había esfumado, mientras el escándalo crecía. Paco Sierra fue detenido, ante la desesperación de Esperanza Iris, que contrató a los mejores abogados que pudo para demostrar la inocencia de su esposo. A los pocos días, Arellano se entregó a la policía, agotado física y emocionalmente. A ambos se les acusó de homicidio en grado de tentativa, con el agravante de premeditación.

Lo que siguió hizo las delicias de los reporteros de nota roja, quienes aseguraron que ambos personajes estaban coludidos: ninguno tenía un peso por sus malos negocios, y Sierra había empezado a dilapidar la fortuna de su famosa esposa, que lo adoraba y le perdonaba todas sus barbaridades. Habían planeado un negocio fraudulento, “Post Mortem, S.A.”, con el que estafarían a personas que desearan contratar, con pequeños pagos, servicios funerarios a futuro.

Careados, Sierra y Arellano iniciaron lo que a muchos les pareció un número dramático: se echaron la culpa mutuamente; Sierra juraba no saber nada, Arellano afirmaba que el tenor mentía. Sierra dijo haber comprado el reloj para obsequiarlo a su padre, y que las cosas compradas con Arellano eran para un “nuevo negocio”: una “máquina para predecir temblores”. Pero aparecieron testimonios según los cuales, ambos personajes fueron, juntos, a comprar la dinamita y el reloj con los que pretendían destruir el avión para cobrar los seguros de las víctimas. El famoso obsequio de las costosas pulseras, con las iniciales grabadas, tenía el propósito de poder identificar a las víctimas cuando el avión se estrellara.

Parecía el crimen perfecto. Pero la poca habilidad de Arellano, a quien se señaló como el fabricante de la bomba, se convirtió en una oportunidad para sobrevivir. La bomba explotó, pero no deshizo la maquinaria del avión, y eso hizo posible el aterrizaje de emergencia en Santa Lucía.

A pesar del intercambio de acusaciones mutuas, las autoridades juzgaron culpables a Sierra y a Arellano: los sentenciaron a treinta años de prisión.

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Las leyes de Remisión Parcial de la Pena, que entraron en vigor en el sexenio de Luis Echeverría, permitieron que los dos personajes salieran en libertad en 1971. Arellano, anciano y enfermo, fue a vivir con su familia. Sierra, que había enviudado de Esperanza Iris en 1962, salió y volvió a casarse. La fama de truhanes y de “dinamiteros” jamás dejó de ser una pesada losa para ellos.