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“Nadie ha sentido lo que yo”: la miseria vuelve asesina a una madre

El violento verano de 1942 recorrió todos los registros de la desesperación y la oscuridad de la condición humana. México no salía del azoro y el horror provocados por los crímenes de Goyo Cárdenas, convertido en el monstruo mayor de aquellos días, cuando ya afloraba otra historia; un drama donde la miseria como una cadena pesada y eterna, había terminado por ahogar a una mujer que, en una situación que ella percibió como límite, decidió matar a sus dos hijas, “para quitarlas de sufrir”.

historias sangrientas

Desde el porfiriato, el infanticidio era visto como uno de los peores crímenes. El orden legal emanado de la Revolución mantuvo esa tónica y del mismo modo se mantuvo la fuerte condena social, sin indagar por las causas de crímenes de niños a manos de sus madres.

Desde el porfiriato, el infanticidio era visto como uno de los peores crímenes. 

Ricarda López Rosales no tenía esperanzas de nada ni confiaba ya en nadie. Sus amores habían terminado en abandono, en hijos sin padre. Con trabajos se ganaba la vida como costurera y sirvienta. Los dos empleos que lentamente le arrancaban las ganas de vivir apenas le permitían reunir los veinte pesos mensuales que necesitaba para que sus dos hijas pudieran permanecer en un colegio del pueblo de Tlalpan, en el que la beneficencia no era suficiente para que aquellas pequeñas tuvieran un futuro mejor que el de su madre.

La rueda de la miseria que no se termina marcaba la vida de esa familia, y las cosas fueron peor cuando Ricarda se supo embarazada de Ángel Téllez, quien, no bien se enteró de que pronto sería padre, no atinó a hacer otra cosa que desaparecer.

Así entró la desesperación a la diminuta, miserable vivienda que Ricarda y sus hijas ocupaban en la vecindad marcada con el número 144 de la calle Mendelssohn.

Todo ocurrió muy rápido, pero sin camino de retorno. Después, fue la gritería, la indignación impresa en los periódicos. A Ricarda López Rosales, con esa vena literaria que todavía tenía el periodismo de nota roja en los tempranos años 40 del siglo pasado, la llamaron “hiena”. Porque a nadie se le podía ocurrir que la brutal miseria y la certeza de que no había un futuro, hubieran orillado a aquella mujer bajita, menuda, de manos delgadas, a dar muerte a sus dos niñas. Nadie pensaba que una madre pudiera agredir a sus hijos, e, incluso, quitarles la vida. No podía ser: algo muy torcido, dijo la prensa, tenía que anidar en el alma de Ricarda para convertirse en la asesina de sus hijas.

UN IMPULSO TARDÍO

Ricarda salió del cuartucho donde las pequeñas Elvira y Concepción se retorcían de dolor y pedían, a gritos, que su madre las ayudara. Un arrepentimiento desesperado llenaba a aquella mujer de 32 años, que había empleado sus últimos pesos en comprar tres frascos de barbitúricos para envenenar a las niñas.

Parecía sencillo. Era cosa de respirar profundo, de no pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Muchas vueltas le había dado a la idea. Y no hallaba otra salida. Para que las niñas no pasaran hambre, para que no acabaran viviendo en la calle con su madre, lo mejor es que ya no estuvieran en este mundo, donde la pobreza, donde la marginación era su presente, y sería su futuro. Ya no tenía modo de mantenerlas en la escuela. Sin trabajo, sin amistades, sin la posibilidad de que alguien le tendiera la mano, ¿qué le quedaba, sino ahorrarles ese sufrimiento sin fin a sus hijas?

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Pero al ver a Elvira y a Concepción gritando de dolor, se le olvidaron todas sus cavilaciones. No lo pensó más: salió corriendo a tocar las puertas de los vecinos, corrió a la calle, pidiendo a gritos que alguien, por caridad, llamara a una ambulancia. Sus hijas se le morían, alguien tenía que ayudarla.

Buena gente reaccionó de inmediato. Pero inevitablemente surgieron las preguntas, las averiguaciones. Desquiciada, Ricarda acabó por confesar que ella había envenenado a las niñas con barbitúricos.

Entonces, la buena fe se tiñó de agresividad. Latía en las cabezas de aquellos, los vecinos de la calle Mendelssohn la emoción contenida que les había despertado, como al resto de los mexicanos, los asesinatos cometidos por Goyo Cárdenas apenas unos pocos días antes. Una niebla roja teñía las páginas policiacas de los periódicos en aquellos días. Era “eso de la guerra”, el aspecto casi inofensivo del asesino de Tacuba, las historias estremecedoras de la descuartizadora y abortista de la colonia Roma. Acaso era la suma de tantas narraciones terribles a las que venía a sumarse esa, que ocurría a las puertas de aquellas personas humildes, sencillas: la vecina había querido matar a sus hijas, y luego, movida por el amor materno, ese que nunca se termina y siempre es inmenso, como solían decir los partidarios de las celebraciones del diez de mayo y de las madres prolíficas, había corrido en busca de alguien que la auxiliara.

Pero para Ricarda no hubo compasión, ni siquiera en ese momento terrible: empezaron a llover los insultos, las palabras que también cortaban como navajas. Pero Ricarda López no reaccionó, no intentó defenderse. No faltó el que, exasperado, intentara soltarle una bofetada, darle un empellón para tirarla al suelo. La ira de los vecinos fue contenida por la llegada de gendarmes, que, apenas fueron informados del hecho, detuvieron a aquella mujer, que era la más desdichada, en esos momentos, de toda la ciudad de México.

Mientras la madre de Elvira y de Concepción era aprehendida, una ambulancia de la Cruz Verde llegó a la calle de Mendelssohn. Los socorristas se apresuraron a recoger a las niñas que gemían de dolor, ya casi sin fuerzas, porque los barbitúricos habían actuado con rapidez. Era ya tal la pobreza de su madre, que se los había hecho ingerir con agua; alguna versión, con dos gramos de piedad, afirmó que Ricarda, para disimular el sabor amargo de los medicamentos convertidos en veneno, había conseguido un poco de café con el que engañar a las pequeñas.

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Y aunque el conductor partió a toda prisa, nada había ya qué hacer. Las hijas de Ricarda López Rosales murieron a bordo de la ambulancia que las llevaba al hospital de la Cruz Verde. Como había esperado su madre, Elvira y Concepción nada sabían ya de pesares y de miseria. Para ella, para Ricarda, empezaban los peores días de su existencia, y no obstante, su voz se levantaría en algún momento de su proceso para hablar de un México que a nadie le gustaba: el de los muy pobres, el de aquellos a quienes la Revolución no les había hecho justicia, los que todavía no tenían acceso a salud, a escuela, a oportunidades de empleo. Porque ese era el mundo sin esperanza en el que había crecido Ricarda y en el que sus niñas habían nacido.

SIN UNA MANO AMIGA

Una vez detenida Ricarda López, la maquinaria de la nota roja se echó a andar: la prensa se escandalizó una vez más. Se habló de gente de a pie, de hombres y mujeres tan humildes como aquella mujer desesperada, que aguardaban a las puertas de la delegación donde procesarían a la madre asesina. Ninguno de ellos vacilaba en condenar a esa desdichada, aunque nunca la hubieran visto y no tuvieran la menor idea de lo que ocurría dentro de su cabeza.

Poco a poco, los periódicos desgranaron la historia. El gran amor de Ricarda había sido el padre de sus hijas, un sujeto de apellido Romero, en el que ella pensaba con frecuencia. Como le dijo al juez Emilio César, a lo mejor lo seguía queriendo, a pesar de que él se hubiera marchado poco después del nacimiento de la hija menor, Concepción. En el momento de su muerte, las niñas tenían ocho y diez años.

Poco a poco, sin el padre de sus hijas, Ricarda se buscó la vida. Trabajaba de sirvienta, se consiguió un trabajo en un taller de maquila de ropa. Logró colocar de internas a sus niñas en una escuela benéfica en el pueblo de Tlalpan. Allí, mediante el pago de veinte pesos al mes, las pequeñas estaban seguras y tenían sus tres comidas al día, mientras su madre trabajaba a todas horas para reunir el dinero que garantizaba un sencillo pero adecuado pasar para Elvira y para Concepción.

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Pero un día, Ricarda conoció a Ángel Téllez, quien le habló al oído, le hizo concebir nuevas esperanzas. A lo mejor sí había hombres buenos, gente en la qué confiar. Aquellos amores duraron varios meses, hasta que Ricarda se supo embarazada. Cuando se lo contó a Ángel, más tardó aquel hombre en darse por enterado que en salir para nunca regresar a esa vivienda pobrísima.

Poco a poco, el vientre de Ricarda creció. Tenía cuatro meses de embarazo cuando le contó su situación a la mujer que la empleaba como costurera. Si esperaba algún tipo de solidaridad, de apoyo, un gesto generoso, Ricarda se equivocaba. Su patrona le pagó todo lo pendiente y le dijo que, cuando hubiese lugar y encargos, la buscaría. Como declaró Ricarda ante el juez, eso fue suficiente para darse cuenta de que, repentinamente, se había quedado sin ese empleo que tanta falta le hacía.

Lo peor llegó después: la directora de la escuela que albergaba a sus hijas la mandó llamar. Elvira y Concepción habían rebasado la edad reglamentaria para ser alumnas internas en aquel sitio: tendrían que abandonar el colegio.

Elvira rogó, suplicó. Narró su triste condición, su falta de empleo, su miseria. Si las niñas no se quedaban en la escuela, ¿qué sería de ellas? La directora fue inflexible, y Ricarda se volvió a su pobre hogar con sus hijas.

Los raquíticos ahorros se fueron acabando. Ninguna puerta se abría; nadie quería emplear a Ricarda. El tormento creció. Llegaba a su cuartucho solamente para escuchar a sus hijas llorar de hambre.

Entonces la desesperación llamó a la muerte y ambas empezaron a hablar al oído de aquella mujer completamente desamparada.

LA VOZ DE RICARDA

Muy probablemente asesorada a fondo por su defensor, el abogado Eduardo Casasús, Ricarda levantó la voz. Había confesado, no había atenuantes para el delito de infanticidio. Algo había “en el alma oscura” de aquella mujer que la volvía indescifrable, inquietante, como escribió José Revueltas en la primera plana del diario El Popular. Sí, era la pobreza, era la falta de esperanzas. Pero también era un impulso violento que a los mexicanos de 1942 simplemente les parecía inexplicable.

El juez intentó ahondar en la vida de Ricarda. Descubrió un padre frecuente consumidor de alcohol. Supo de una enfermedad que los reporteros no definieron pero que sí señalaron como consecuencia de una vida poco honorable. Se quiso averiguar si el crimen de Ricarda había estado teñido por la adicción a la bebida. En este caso y a diferencia de otros ocurridos en aquellos años, no se recurrió al dictamen siquiátrico que se puso de moda a raíz de los asesinatos de Goyo Cárdenas. 

Simplemente se trataba de una mujer “desnaturalizada”, carente de amor materno. Así la juzgaría la ley.

Pero antes de ir a Lecumberri, donde meses después daría a luz a un niño, Ricarda se hizo escuchar: nadie, dijo, podía entender lo que le había ocurrido, el motor de su decisión. La ley, si fuera más sensible, dijo, si quisiera en verdad hacer justicia, “tendría que interiorizarse perfectamente de las causas que me llevaron al delito, tendría que ver cómo se provocó mi desesperación de madre y tendría que condenar también al hombre que me abandonó”.

La historia de Ricarda López Rosales se diluyó en el mar de tragedias y horrores que albergó la Penitenciaría de Lecumberri. Al terminar su proceso, ella fue rotunda: nadie más, sino su hijo, tendría la autoridad para juzgarla.

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