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De la cacería a San Juan de Ulúa: el fin de Chucho el Roto

A aquel hombre, Jesús Arriaga, le apodaron “El Roto” por su habilidosa manera de disimular su oficio de ladrón de altos vuelos. Seguramente Arriaga no conoció las novelas de ladrones-caballeros que en algún momento estuvieron de moda en la Europa de fines del siglo XIX, porque tal vez se habría reconocido un poco: él también disimulaba su condición humilde bajo ropajes “adecuados” para internarse en el México donde había dinero para tener joyas, relojes y comer todos los días algo más que atole y tortillas. De ahí venía el sobrenombre con el que llegó, inevitablemente, a prisión.

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Trasladado a San Juan de Ulúa, porque no se hubiera evitado su fuga de una cárcel capitalina, Jesús Arriaga, Chucho el Roto, terminó vencido por la insalubridad del penal veracruzano./

Trasladado a San Juan de Ulúa, porque no se hubiera evitado su fuga de una cárcel capitalina, Jesús Arriaga, Chucho el Roto, terminó vencido por la insalubridad del penal veracruzano./

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Sin duda, confirmó exaltado el español Zabalgoitia, dueño del Bazar del Coliseo. “¡Ese es el collar robado!” gritó al ver la joya que el teniente coronel Pedro José Ocampo mostraba en la mano. Por fin, después de semanas de búsqueda de una pista, un indicio, la policía capitalina estaba en una ruta firme para dar con el autor del asalto al famoso comercio, el hábil ladrón Jesús Arriaga, conocido en toda la ciudad de México como Chucho el Roto.

Brillantes. Un espléndido collar de brillantes, una de las piezas más deslumbrantes del botín arrancado por los ladrones. Zabalgoitia no tuvo problemas para probar que pertenecía a su comercio: lo había comprado a una acaudalada señora -de la que, por caballerosidad, la prensa no divulgó su nombre- quien no tuvo inconveniente en confirmar el dicho del español.

Por fin, Ocampo se sintió satisfecho. Había transcurrido todo noviembre de 1879 sin que la policía de la ciudad de México tuviera nada serio, solamente a sus tres mejores agentes de la reservada, rondando, encubiertos, por piqueras, antros de mala muerte y pulquerías, buscando, con disimulo a quien vendiera joyería “de chueco”. Quiso el destino que al agente Becerril le tocara en suerte que, habituado ya a su presencia, el dueño de cierta pulquería le presentara a un fuereño que decía andar vendiendo unas “joyitas de familia”, entre las que estaba el collar que había ido a parar a la inspección de policía. Había costado mucho trabajo que el vendedor se sintiera a sus anchas, lo suficientemente cómodo y seguro para llegar finalmente con la “joyita”, que originalmente formaba parte de un botín calculado en cuarenta mil pesos. Una fortuna.

El agente Becerril estuvo a la altura de las circunstancias con su vendedor. Dijo que le parecía un poco caro el precio del collar, pero estaba ben para iniciar una relación de negocios, porque lo que deseaba, dijo el policía encubierto, es que le presentaran a más vendedores de alhajas “chuecas” para comprar en la capital y él irse a hacer negocio en provincia. El tipo del collar, ya confiado, le dijo que le parecía un “hombre de buena fe” y que pronto le podría ofrecer más mercancía.

Así empezó la policía capitalina a empedrar el camino que llevaría Chucho El Roto a la peor prisión de todo México: San Juan de Ulúa.

No era un hombre viejo cuando la policía le echó el guante, a fines de 1880. Chucho el Roto sería recordado como un charro bien vestido y aún gallardo/

No era un hombre viejo cuando la policía le echó el guante, a fines de 1880. Chucho el Roto sería recordado como un charro bien vestido y aún gallardo/

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TRAS EL LADRÓN… ¿Y CHUCHO EL ROTO?

El vendedor de joyas creyó que ya había agarrado buen cliente. A grado tal que en ese frío fin de año de 1879, le vendió al agente Becerril otras tres piezas, que resultaron ser, también, del botín del Bazar del Coliseo. Más aún, le confió su dirección al policía disfrazado: una enorme vecindad en lo que entonces era el Callejón de Pajaritos, cercano a la Ciudadela y que es hoy una calle con el mismo nombre.

Allí llegó el teniente coronel Ocampo, con dos policías e irrumpieron en la vecindad. Agarraron al vendedor y a su mujer, y en la vivienda hallaron otras alhajas que también pertenecían, según se comprobó, al Bazar del Coliseo. El detenido se negó a dar información sobre su persona, pero al ser llevado a la comisaría no faltó quien lo reconociera y lo señalara como de apellido Inzunza.

Por los informantes de los bajos fondos de la ciudad, supo la policía que Inzunza tenía un pariente cercano, cuya casa catearon con detalle, sin encontrar nada. Al retirarse, Ocampo tuvo la ocurrencia de registrar la cartera del pariente, y se encontró con papeles que hablaban de compras y ventas de… alhajas en el estado de Veracruz.

Un poco de presión, y el familiar de Inzunza despepitó todo: eran vendedores de confianza de Chucho el Roto, “colocaban” las piezas hurtadas y le entregaban al ladrón famoso el resultado de las ventas “chuecas”. Ocampo se movió con rapidez: telegrafió a Veracruz y puso a correr a la policía de allá, con tanta buena suerte que aprehendieron a los compradores y recuperaron las joyas.

La investigación fructificaba, y eso tenía tranquilas a las autoridades del Distrito Federal. Pero pasaron los días, y los días se volvieron semanas. Se acabó 1879 y la policía no logró llegar a Chucho el Roto, que, una vez más, se les había escurrido de entre las manos.

DE LA CECA A LA MECA… Y TRIUNFAR, AL FIN

Transcurrieron seis meses desde aquellas investigaciones, y una noche de junio de 1880, Estrada, un agente con fama de vivo, llegó con el dato: le habían contado que esa misma noche, Chucho el Roto tenía una reunión con un amigo, a las puertas del ex convento de Santa Inés, a pocos metros de Palacio Nacional.

Ocampo no quiso correr riesgos. Embozado, como un lépero cualquiera, se acomodó cerca de Santa Inés. Vio pasar a un hombre al que luego describiría como “robusto, de buena estatura”, vestido con fino traje de charro, con botonadura de plata, y abrigado en un muy lujoso sarape de Saltillo. Efectivamente, el charro, que luego coincidiría con otras descripciones de Chucho el Roto, se encontró en Santa Inés con otro sujeto, arropado en una amplia capa española. Los dos hombres echaron a andar hacia San Lázaro, moviéndose por los numerosos callejones del poniente de la ciudad de México. Ocampo, decidido a que el ladrón no se le escapara de nuevo, los siguió, y recogiendo un trozo de carbón del suelo, empezó a dejar diversas marcas que le ayudaran después a ubicar el escondite.

Los embozados penetraron en una accesoria que abrieron con una vieja llave. Ocampo marcó el lugar con tres cruces y se fue volando por refuerzos. Su estupor era inmenso cuando volvió, poco después con varios policías, y encontrarse, al entrar a la accesoria, que era “un cuarto redondo” donde nadie podía ocultarse. La mujer que se encontraba ahí le dijo que deliraba, que nadie con esa descripción vivía en ese lugar. El policía dudó de sí mismo. Pero ahí estaban las marcas. Una vez más, el criminal había desaparecido. Un registro a la luz del día mostró una puerta trasera disimulada, por la cual había escapado el bandido.

En la cacería, no hay duda de que la policía reservada de la ciudad de México operaba sustentada, en buna parte, con los datos y chismes que les pasaba su red de informantes y soplones. Ellos fueron quienes confirmaron que el charro robusto y bien vestido era Chucho el Roto, y quienes contaron, después, que tenía una mujer, conocida como Pachita, viviendo en una vecindad de la calle del Cuadrante de San Miguel, cercana al templo que todavía existe en las calles de Pino Suárez e Izazaga.

Naturalmente, la policía cayó en la casa de Pachita, quien los echó con cajas destempladas. Pero la policía no cejó y procedió a registrar todo: un muro falso puso al descubierto la verdad: ahí estaban los disfraces, las ropas buenas, las botonaduras de plata, el legendario guardarropa de disfraces de Chucho el Roto, desde los trapos de campesino hasta los trajes de etiqueta. Sobresalían los ricos trajes de charro. Y claro que eran del bandido: ahí estaban las llaves, las ganzúas, los tornillos para quebrantar cerraduras y chapas: lo último de lo último. Lo más moderno en materia de apertura de cajas de seguridad.

Pero otra vez, del ladrón, ni sus luces. Curioso, Ocampo mandó valuar la herramienta y el vestuario. Nada menos que seis mil pesos. Vaya que el ladrón invertía en su oficio.

LA CAÍDA Y LA REPENTINA MUERTE

Quiso el destino que no fuera la policía de la capital la que dio, finalmente con Chucho el Roto. Un soplo más aseguró que estaba oculto en el número 16 de la calle de Chihuahua, en la ciudad de Puebla. Ocampo salió disparado hacia allá. Pero el delincuente se le escapó de nuevo, huyendo por las azoteas. En la fuga, abandonó su sarape, la rica pieza que Ocampo había visto el año pasado.

Como sabueso empecinado, el teniente coronel Ocampo siguió, por informes, el paradero de su presa. Lo encontró meses después, viviendo en Orizaba, bajo nombre falso y trabajando en una fábrica de jabón. Con mil precauciones Ocampo viajó y por fin logró atraparlo. No hubo manera de sacarlo de Orizaba hasta que hiciera un testamento, pues Arriaga estaba seguro de que no llegaría vivo a la capital, de que le aplicarían la ley fuga.

Pero Ocampo lo trajo vivo a la ciudad de México: una multitud se arremolinaba en la estación para conocer a Chucho el Roto; toda la prensa quería hacer la crónica de la caída del famoso ladrón, que fue llevado a Belem para ser juzgado. Sesenta robos en su haber, decía su expediente. Solamente por el robo del Bazar del Coliseo le tocaron 12 años de cárcel y a sus vendedores, cinco.

La policía concluyó que en Belem no había seguridad suficiente para evitar una fuga del Chucho el Roto, de modo que se le envió a la nefasta e insalubre prisión de San Juan de Ulúa, donde, dos años después, por casualidad, se descubrió que ya había limado los barrotes de su celda y tenía todo listo para evadirse del islote. Se le trasladó a las famosas bartolinas, húmedas e infectas, donde era fama que arrojaban a los presos políticos. Dos meses de estancia en aquellos agujeros fue suficiente para que Chucho el Roto, con fiebre y diarrea, muriera en prisión.

Ocampo recordaría, con un punto de rencor, que, cuando la prensa dio la noticia de la muerte del bandido, se narraban con admiración sus hazañas, y se contaban, con burla, todos los fallidos intentos por atraparlo.