
Cuando Fray Servando Teresa de Mier volvió a pisar la Ciudad de México, en agosto de 1817, se quejó airadamente: sus pertenencias y las de los hombres que se encontraban en la fortificación de Soto La Marina, habían sido saqueadas. Su equipaje, alegó, valía más de mil pesos –un dineral en 1817– y eso sin contar los tres cajones de libros que traía consigo desde Europa. De esta manera inició un juicio interesantísimo, con momentos que mueven a risa, dado el peculiar perfil del protagonista: audaz, inteligente, muy inteligente, con desplantes egocéntricos y con una mitomanía que bien podría calificarse de intensa. Fray Servando daría de qué hablar, y mucho, cuando el Tribunal del Santo Oficio decidió enjuiciarlo.
Los inquisidores conocían bien los antecedentes del padre Mier: talentoso muchacho nacido en Monterrey, en 1765, había ingresado a la orden dominica a los 16 años. A los 29 estaba convertido en un brillante doctor en teología, cuya fama traspasaba los muros conventuales. Por eso a nadie extrañó que el 12 de diciembre de 1794, fuese Fray Servando el encargado del sermón, nada menos que en la solemne misa con que se celebraba la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Allí empezó la cadena de aventuras que lo llevó a recorrer Europa.
Para escándalo de sus superiores, Servando afirmó que la tilma del indio Juan Diego, donde la tradición aparicionista decía que se había estampado la imagen de la Virgen de Guadalupe, no era tal. Se trataba, nada menos, que de la capa de Santo Tomás, a quien los indios habían rendido culto bajo el nombre de Quetzalcóatl. ¿A dónde iba parar todo esto? Con toda esta historia, Fray Servando pretendió demostrar que nada debían los naturales de estas tierras a España en materia de evangelización, pues ya eran cristianos desde antes de la Conquista. ¿Qué pretendía demostrar con tales argumentos? Se trataba de una reivindicación del orgullo criollo y, soterradamente, aportar ideas a las discusiones sobre la independencia de la América española.
El célebre sermón, que escandalizó a toda la Ciudad de México, fue pronunciado por Servando en presencia del virrey Miguel de la Grúa y del arzobispo Antonio Núñez de Haro, españoles ambos. Al día siguiente se le abrió proceso eclesiástico, le quitaron el grado de doctor y lo condenaron a diez años de exilio en España, encerrado en un convento.
Así comenzó su azarosa vida de gestiones para probar su inocencia, alternada con fugas y encarcelamientos, que lo llevaron a viajar por España, Francia, Italia, Portugal e Inglaterra a lo largo de 23 años. Cuando regresó a la Nueva España, a bordo del barco de Xavier Mina, estaba convertido en un decidido partidario de la causa independentista, ya había escrito, con seudónimo, su Historia de la revolución de Nueva España, y numerosos papeles y documentos sobre el tema. Era todo un conspirador.
Como los libros eran esenciales para procesar a fray Servando, la Inquisición empezó un jaloneo con las autoridades militares para recuperarlos. Mientras llegaban, el dominico comenzó, a los cuatro meses de prisión, a dictar de memoria el inventario de su biblioteca. Se acordó de 113 títulos con un detalle que aún asombra, pues recordaba no sólo el nombre de la obra y los autores; también pudo decir en cuántos volúmenes estaba cada una de ellas, el tamaño, la lengua en que estaban escritas y hasta detalles de la encuadernación. Si Servando se aplicó tanto en el inventario fue porque, según confesó después, consideraba que ese era el modo, valiéndose de la Inquisición, de recuperar sus amados libros de las garras de los militares.
Fiel a su método, la inquisición interrogó a algunos compañeros de viaje de Mier. De ello concluyó que en los famosos tres cajones abundaban los libros prohibidos, apuntes para un tercer tomo de la “Historia de la Revolución” (que llegaba hasta 1813), cartas llamando a la independencia, dirigida a sus paisanos del reino de Nuevo León, documentos donde analizaba el casamiento de religiosos, el nombramiento de obispos por el pueblo y muchos libros de francmasonería. El cuadro perfecto para justificar el juicio.
Cuando le demostraron que, ciertamente, algunos de sus libros estaban en el famoso Índice donde se catalogaban todos los libros “peligrosos”, aseguró que tenía licencia para leerlos. Cuestionado acerca de un texto contra el celibato de los sacerdotes, argumentó que lo tenía precisamente para escribir contra él. Afirmó, con la frescura que siempre le fue característica cuando decía mentiras, que efectivamente había algunos títulos prohibidos en su biblioteca, y los definió como “dos o tres libritos que compré equivocado con el título”. Agregó en su defensa que esos libros tendrían que seguir siendo de su propiedad, pues “había que conocer los libros prohibidos para poder combatirlos”. Si no hubiese otro remedio, añadía, pedía que le dejaran volver a ver el inventario total de sus libros, pues “acaso podré defender algunos”.
Los auditores de la Inquisición eran lentos e ignorantes, de modo que cometieron muchos errores al analizar libros e impresos en francés y en inglés. De hecho, no alcanzaron a darse cuenta de que lo verdaderamente peligroso de la biblioteca de fray Servando eran los folletos, periódicos y cartas en otros idiomas, donde se discutían las ideas independentistas. Literalmente, el fraile y sus libros “se les fueron vivos”.
No le valió, porque lo devolvieron a la jurisdicción militar y lo guardaron medio año en la prisión de San Juan de Ulúa para llevarlo a España. Se escaparía nuevamente en el trayecto y regresó a Nueva España para convertirse, a la consumación de la independencia, en una incomodísima conciencia crítica para Agustín de Iturbide.
¿Y los libros? Hasta agosto de 1822, el Congreso del flamante Imperio Mexicano respaldó el reclamo de Servando para recuperar su biblioteca. Los tres cajones con sus amados libros, un tanto saqueados, regresaron a su propietario hasta abril de 1823.
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