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Historias de curas insurgentes: las batallas de Mariano Matamoros

No fueron pocos los sacerdotes que se unieron al movimiento insurgente. Algunos se ellos revelaron un insólito talento de estrategas militares. Uno, de ellos, desde luego, fue José María Morelos. Otro, notorio por las mismas dotes, era bajito y rubio, de voz sonora y un empedernido fumador, y dejó su parroquia para convertirse en un importante general independentista.

fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga
fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga (La Crónica de Hoy)

Lo fusilaron en la Plaza de Armas de Valladolid un 3 de febrero, y con él José María Morelos perdió a su principal lugarteniente. Mariano Matamoros, que había sido cura de Jantetelco, abandonó la vida cómoda de su parroquia para unirse al vertiginoso movimiento insurgente, a las órdenes del antiguo cura de Carácuaro, y se convirtió en un general audaz y temido. Con su captura y muerte, empezó a decaer la fuerza que había caracterizado a las tropas comandadas por El Rayo del Sur, Morelos. De entre todos los sacerdotes que siguieron el llamado de Miguel Hidalgo a la insurrección, pocos tuvieron las habilidades suficientes como para dejar de ser pastores de almas y convertirse en líderes de hombres. Matamoros fue uno de estos últimos.

Al principio, recibió licencias para “decir misa”, únicamente, en tres parroquias de la capital: Santa Ana, Santa Catarina y el Sagrario. Después, esas licencias se ampliaron: ya tenía facultades para confesar fieles, y se le concedió permiso para pronunciar sermones en la parroquia de Tepetitlán. Ése fue el inicio de su carrera eclesiástica. Allí se le asignaron tareas de vicario, y se quedó en aquel empleo —que eso era— hasta 1800, cuando se le envió, también como vicario, a la ciudad de Pachuca, donde se quedó por espacio de tres años. Pasó otros tres años como encargado de una población llamada Escanela. Lo destinaron después a la llamada Misión de Bucareli, que pertenecía al obispado de Querétaro. Era diciembre de 1807 cuando lo enviaron como interino a una parroquia en lo que hoy es el estado de Morelos, Jantetelco. Ahí se quedó hasta que, cuatro años después, lo alcanzó su destino, que le llegó en los vientos y las voces de la insurgencia.

Diversas versiones afirman que Matamoros sintió rápida simpatía por el movimiento independentista que encabezó Miguel Hidalgo en septiembre de 1810, y que, aun cuando no se unió al movimiento que arrasó el bajío novohispano, no tenía reservas para hablar de esa simpatía y de lo positivo que en él veía. Así supo del poderío de la primera campaña insurgente, y de su derrota y su debacle. En 1811 seguía en Jantetelco y sabía, como todo mundo en la Nueva España, que otro sacerdote, José María Morelos, era el gran líder de la lucha independentista.

Aquellas opiniones favorables a la insurgencia le granjearon algunas antipatías en Jantetelco, que ocasionaron que, en el día de la fiesta de la virgen de Guadalupe de diciembre de 1811, una pequeña tropa intentara apresar al sacerdote. Matamoros, alertado por sus fieles, evadió a la tropa. En esa situación, se cuenta, resolvió que lo más conveniente, era ir a “presentarse ante el señor Morelos” que se encontraba en la población de Izúcar para que lo tomase a su servicio.

Dos posibles destinos veía Matamoros en caso de unirse a las fuerzas de Morelos: una, como párroco a cargo de alguna parroquia dentro de los territorios que controlaban los sublevados. Tal vez no lo pensó Matamoros en aquel momento, pero si tal hubiese sido su destino, incluso lo habrían podido acusar de cismático, pues es sabido que Morelos, en algunos casos, nombró vicarios y asumió la recolección del diezmo en zonas bajo su control, pues todas esas funciones eran facultades de obispos, no de curas convertidos en poderosos generales.

Pero en diciembre de 1911, Matamoros pensaba que él estaría mucho más conforme si el general Morelos lo destinaba “al servicio de las armas”. De manera que, con un par de amigos del pueblo, su sirviente Ignacio Noguera y Apolonio su hijo —de quien unos dicen que era adoptivo y otros aseguran que no—, se marchó al encuentro de Morelos.

¿A quién vio el poderoso general? A un hombre bajito, delgado, de pelo claro y, se cuenta, de ojos también claros, que fumaba constantemente y que tenía el rostro picado de viruelas y una voz que unos describieron como “gorda y hueca”; que, cuentan algunos, solía permanecer, con aire tímido y la mirada fija en el suelo. Pero Morelos resultó ser un buen juez de hombres, porque decidió que aquel cura no estaba para andar atendiendo parroquias, sino para mandar hombres en combate.

Ciertamente, el talento estratégico de Matamoros era uno de sus grandes méritos. Estaba tan seguro de que una cabeza fría y una cuidadosa planeación eran claves para la victoria en combate, que al vencer en San Agustín del Palmar, según contó  después a Morelos, se enfrentaron a los realistas “a campo raso”, para que se supiera que “las armas americanas se sostienen no sólo en los cerros y emboscadas, sino también en las llanuras y a campo descubierto”, mostrando a sus adversarios que la insurgencia podía ser eficaz peleando como un ejército tradicional y no como una fuerza guerrillera.

Después del fracasado intento de Morelos por apoderarse de Valladolid vino un desastre aún mayor: Puruarán.

Allí cayó preso Matamoros por la gente de la escolta de Agustín de Iturbide. Se le trasladó a Valladolid, donde se le procesó y se le degradó del estado eclesiástico. Después se le condenó a morir fusilado en la Plaza de Armas, a donde llegó caminando y rezando en voz alta. Se sabe que no estaba excomulgado, porque en su camino al paredón pudo confesarse. Querían que muriera arrodillado, pero él se negó.

La mala puntería del pelotón que le disparó hizo necesarias dos descargas para quitarle la vida. Después de exhibir por varias horas su cuerpo destrozado, los hermanos de la Tercera Orden franciscana lo llevaron a sepultar en una capilla, hoy desaparecida, contigua a la iglesia del convento de San Francisco.

Morelos lamentó y sintió profundamente la pérdida de Matamoros. De aquellos desastres militares sufridos en las cercanías del “jardín de la Nueva España”, como llamaba a su ciudad natal, ya no se recuperaría.

Los restos de Matamoros llegaron al final de la reunión de tanto muerto ilustre, y empacados “en un baulito enlutado”, en el cual se llevaron a la cripta de la Catedral Metropolitana. Allí se quedaron hasta que, en 1895, al trasladar a todos los insurgentes a la capilla de san José, el “baulito” se les andaba quedando olvidado. Pero, finalmente, aquellos restos recibieron honores y acabaron, con los demás, en la cripta de la Columna de la Independencia. Sólo hasta 2010, los antropólogos forenses del INAH descubrieron, al abrir la urna, que Mariano Matamoros nunca había estado en ningún sepulcro de honor: los restos rescatados en 1823 eran los de una mujer.

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