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José María Morelos y sus amores

Nuestra colaboradora afirma, a través de la biografía del cura del humilde pueblo de Carácuaro: tuvo sentimientos y tuvo familia. La fuente principal para contar esta historia, son las propias palabras del autor de Los Sentimientos de la Nación: están consignadas en su proceso inquisitorial

José María Morelos y sus amores

José María Morelos y sus amores

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La declaración no deja lugar a dudas: es el 25 de noviembre de 1815, y José María Morelos, el gran general insurgente, arriero de oficio, párroco de Carácuaro y Nocupétaro, ha caído en manos de la corona española. Su destino está cantado; morirá ejecutado como murieron los primeros caudillos del movimiento independentista que estalló en la Nueva España cinco años antes. Este cura,

nacido en Valladolid, seguirá el mismo camino que Miguel Hidalgo, quien, en aquel fugaz encuentro de 1810, le encomendó tomar el puerto de Acapulco para la insurgencia, y extender la rebelión por todo el sur del reino.

Un lustro después, Morelos ha cumplido con creces la misión, y ha conocido días de gloria: su talento militar fue una revelación, y con él al frente, los sublevados han extendido su dominio. A Morelos se le debe el Congreso del Anáhuac, se le deben grandes victorias. Su buena estrella ha declinado, y finalmente, la derrota y el desastre se ha enseñoreado en las campañas. Escribe una carta a su hijo Juan

Nepomuceno, que es al mismo tiempo reseña del desastre y resignación: “El 5 de este mes de [l día de los] muertos, he sido tomado prisionero por los gachupines, y marcho para ser juzgado por el caribe [por salvaje] de Calleja”.

Aunque se ha puesto en duda la escritura espontánea de aquella carta, esos son los hechos. A finales de mes, lo interroga José Antonio Tirado y Priego, promotor fiscal del Santo Oficio. El golpe inicial el brutal: Morelos, se le echa en cara, ha “abandonado enteramente sus obligaciones de cristiano y sacerdote, y pospuesto el santo temor de Dios y de su divina justicia, con positivo desprecio de la siempre

recta y respetada del Santo Oficio, con grave ruina de su alma y lamentable escándalo de innumerables del pueblo cristiano”.

El Santo Oficio tiene varias cuentas qué cobrarle a José María Morelos: no solo el liderazgo insurgente y el abandono de su parroquia: sabe que en el tiempo en que el sur del reino ha estado en sus manos, el antiguo cura se ha encargado de la recolección de diezmos, y, sospechan, hasta ha nombrado vicarios.

Así, se desgrana el interrogatorio. Morelos resume su existencia; labrador en Apatzingán en su niñez, estudiante a los 25 años de edad; cura interino de Churumuco, y de Carácuaro “en propiedad”. Cuenta su entrada en la rebelión, ignorando todas las advertencias y las amenazas de excomunión. Se le considera

sospechoso de grave herejía.

A medida que el interrogatorio avanza, es mencionado, en diversas ocasiones, Juan Nepomuceno, su hijo. A la Inquisición le parece muy sospechoso que en junio de ese 1815 haya enviado al muchacho, que tiene 13 años, a estudiar en Estados Unidos, tierra, desde luego, de herejes. El fiscal es despiadado: “se deja inferir de los sentimientos de este reo, que su ánimo ha sido que su pobre hijo estudie los libros corrompidos, que con tanta libertad corren en dichos estados y se forme un libertino y un hereje, capaz de llevar un día adelante las máximas de su sacrílego padre”.

Todo en las palabras de Morelos es usado en su contra. Se le critica su origen, sus declaraciones concretas: “Ni dice quiénes eran Manuel Morelos y Juana Pavón, sus padres, ni acierta a dar el nombre de su abuela paterna, ni se poder afirmar en el de su abuela materna, y sus costumbres se indican bien en su ingenua confesión de que tiene dos hijos, uno de trece años y otro de uno”. Es decir, si hay hijos, hay, hubo mujeres que tuvieron peso en su ánimo y en su corazón.

El interrogatorio tiene veredicto echado de antemano: Morelos morirá y todas sus respuestas al interrogatorio están destinadas a apuntalar la decisión. Ha declarado durante dos días, y al final, ese lado del alma, donde están los amores y las emociones, lo hace hablar una vez más: es un hombre como todos, con flaquezas y sentimientos. “Su padre era un honrado menestral en el oficio de carpintero y el

padre de su madre tenía escuela en Valladolid”. Quizá, la más honda de sus confesiones es esta, breve, sencilla: sus costumbres no han sido edificantes, pero tampoco escandalosas”. Se refiere, en buena parte, al hecho de vivir con mujer y procrear hijos, circunstancia que no era insólita en una Nueva España donde la carrera eclesiástica es una de esas opciones para escapar a la miseria, y la vocación sacerdotal no necesariamente anida en el ánimo de quienes visten sotana. No ha ocultado la verdad, afirma Morelos. Por eso, su declaración final, que toca su vida más íntima, no deja de tener esa ingenuidad de la que hablan sus jueces: “Le queda el escrúpulo de que sólo ha declarado dos hijos, teniendo tres, pues tiene una niña de edad de seis años, que se halla en Necupétaro [Nocupétaro, el otro poblado que estaba en la jurisdicción de Carácuaro]”.

Aún en el peor momento de su existencia, José María Morelos abriga en su corazón el amor filial, y, desde luego, guarda en algún punto de su alma, la imagen de las madres de aquellos niños, mujeres que fueron queridas en algún momento.

ELLAS, LAS SOMBRAS AMOROSAS DE MORELOS
En tiempos en que rasparle el bronce a los próceres de la patria podía ser visto con sospecha, los biógrafos de José María Morelos esbozaron algunas disculpas a la transparencia con la que los testimonios exhiben parte del alma del cura convertido en general. Hay quien lo juzga un católico regular, pero buen cristiano; un “hombre sensual, nacido para actuar, crear, mandar y dirigir". Poco a poco, el
interrogatorio le dio nombre a las madres de sus hijos. Ellas estaban vinculadas a las tierras en las que Morelos vivió y ejerció su sacerdocio.
En cuanto habla de sus hijos, la confesión es clara y precisa: al mencionarlos, el fiscal pide más datos. Quiere saber la edad de los muchachos y “si los hubo en matrimonio o fuera de él".

Morelos es sincero: “el primero tiene trece años y el segundo uno, y ambos los tuvo fuera de matrimonio porque no fue casado. Que el primero lo tuvo en Brígida Almonte, soltera, vecina de Carácuaro, difunta, y el segundo, en Francisca Ortiz, que aún vive, vive en Oaxaca, de estado soltera….” Francisca, a la que la voz popular describe como una mujer de gran belleza, cuya fama le ha valido un sobrenombre: “la Orquídea del Sur”.

Cuando, al final del interrogatorio, cuando reconoce la existencia de una hija, Morelos es mucho más parco: ni menciona el nombre de la niña ni el de la madre, solamente la población en la que viven o vivían.

Pero, al paso de los años, como en el caso de Hidalgo, se multiplican las historias. Aparecen nuevas historias; algún escritor afirma que Morelos no tuvo tres, sino siete hijos: le adjudica a Juan Nepomuceno Almonte un hermano, Eligio. Al niño de un año, José, le agrega otro hermano, tal vez llamado José Francisco, hijo de Francisca Ortiz. La niña puede llamarse María, y su madre Juana Rodríguez, y

agrega otros dos hijos: Luciano y Jesús María, habidos con una mujer oaxaqueña llamada Manuela de Aponte.

Esta versión extendida de los amores y la descendencia de Morelos no es fiable. “El interés tiene pies”, reza un dicho popular, y cuando en 1823 el gobierno del nuevo país independiente reivindica a sus caudillos, ejecutados en el fragor de la guerra como delincuentes, el decreto que los honra anuncia que concederá pensiones a sus descendientes. Entonces aparecerán numerosos mexicanos que

dicen descender de alguno de aquellos padres de la patria. No es extraño que ese momento aparezcan impostores. Es Juan Nepomuceno Almonte quien se queja y denuncia a un sujeto, que dice apellidarse Morelos, y que haciéndose pasar por hijo del generalísimo, “andaba robando y engañando a muchas gentes de la provincia de Puebla”.

En lo que coinciden varios de los biógrafos de Morelos es que el hijo más amado del cura fue Juan Nepomuceno Almonte, y en ese hecho se ha querido ver el “destello del amor a la madre”, como asegura un clásico, Ernesto Lemoine, o un rastreador de la genealogía moreliana, como Ignacio González-Polo, quien rescata las circunstancias de la muerte de Brígida Almonte, dando a luz, acaso, a un tercer

hijo.

Pero de las otras, nada se sabe. De Francisca, “la Orquídea del Sur”, conocemos que murió en 1819, Tepecoacuilco, donde está enterrada. Años después, en 1840, cuando el hijo más amado, Juan Nepomuceno, contraiga matrimonio, lo hará con Dolores Quesada, con dispensa eclesiástica de por medio, y atestigua María Guadalupe Almonte, presunta hermana de Juan Nepomuceno. De ahí viene la

historia, según la cual, Dolores era sobrina de su prometido. Pero los libros de la parroquia de San Miguel Arcángel, aunque asienta el hecho de la boda, no habla de la historia personal de los novios: no se dice quiénes son sus padres, dónde han nacido. Solamente consigna que son “vecinos de la ciudad de México”.

Pero en la biografía de Almonte, una presunta hermana llamada Guadalupe, aparece en varias ocasiones. ¿es esta la línea familiar, la de los Almonte, la que sobrevive de entre las diversas historias que se le adjudican a José María Morelos”, Otra historias, igualmente con poco sustento, aseguran que, con otro

apellido, otros hijos de Morelos crecieron y dejaron descendencia. Pero seguimos hablando de fantasmas, de nombres apenas susurrados, de un espacio en la biografía de José María Morelos, que, a pesar de los intentos, todavía se nos escapa.