
En 2002, México ya era otra cosa. El cambio de siglo había traído cambios de fondo: éramos ya parte de la cultura global; las computadoras ya eran parte de la vida cotidiana, los teléfonos celulares ya eran artefactos diminutos, y las intensas disputas públicas por la cultura del condón se habían disipado. Éramos, si se quiere ver así, más liberales, menos desprejuiciados, pero en las fiestas se seguía cantando El Rey, junto a los éxitos de las estrellas del momento. Había llegado la alternancia, por primera vez el país tenía un presidente, Vicente Fox, salido de las filas del Partido Acción Nacional, quien, poco a poco, iba aprendiendo que algunas cuestiones de la agenda nacional eran más complicadas de lo que había creído en sus tiempos de candidato.
Ese México efervescente fue al que María Félix, La Doña, le dijo adiós, y al partir, volvió a estremecer la sensibilidad nacional.
Murió mientras dormía; sin dolor, sin agonías penosas ni males desgastantes tanto para el cuerpo como para el alma y la dignidad. El pueblo que tantas veces la había visto en la pantalla, proyectando fuerza y pasión, se quedó con la imagen de una mujer anciana ya, pero aún segura de sí misma y de su leyenda; consciente de que cargaba en sus hombros el aura de los inmortales. La Doña inventó la actitud de “mujer empoderada” décadas antes de que en México el término se pusiera de moda.
Ese fue el recuerdo que resurgió en la memoria de muchos, el día que se anunció que María Félix había muerto: una anciana que todavía se cepillaba el cabello 100 veces al día y caminaba erguida, como le había enseñado su madre, cuando era apenas una adolescente; una anciana poderosa y lucidísima que se robó entero aquel programa, La Movida, conducido por la actriz Verónica Castro, una noche de noviembre de 1991, cuando tuvo a todo México en vilo y desvelado; bebiendo las opiniones y los desplantes de La Doña, quien, por otro lado, aprovechó para recordarle a los más jóvenes que era ella María Félix, diva de los pies a la cabeza, mujer de romances célebres, que ante las cámaras se dedicó a quejarse de que el Centro Histórico de la Ciudad de México “estaba convertido en un muladar”.
Aquella noche memorable, en la que Jacobo Zabludovsky se encargó de las preguntas delicadas y Verónica Castro se quedó con la parte más ligera, La Doña se acordó de sus amores; presumió que el Metro llegó a México gracias a ella —“Farolona, te voy a regalar el Metro”, contó que exclamó su marido francés, el empresario Alex Berger, uno de los involucrados en la concreción de aquel proyecto urbano que una vez se creyó imposible en el subsuelo lodoso de la capital—. Se acordó de sus compañeros de escenario, como Pedro Infante; se solazó en las canciones que le compuso otro ídolo, Agustín Lara, en los tiempos en que fueron pareja; recorrió el trecho que va de la abierta antipatía a la pasión, en su historia con el charro cantor Jorge Negrete. Le dio las gracias a Juan Gabriel, al que ella llamaba por su verdadero nombre, Alberto, por dedicarle canciones.
—¿Hay algún premio que aún no tenga y le gustaría obtener?
—”Estoy esperando el Nobel.”
No se achica ante nadie, no le impresiona nadie, los camarógrafos se solazan en sus ademanes, en sus gestos: exalta a Octavio Paz, y critica a Carlos Fuentes “por mujeriego”. Aunque no lo concretará en los once años que aún vivirá, manifiesta que le interesa volver a actuar. Es Enamorada, es Maclovia, es La Valentina, es Doña Bárbara, es La Generala. Sabe lo que es, lo que ha sido. Le recuerdan a Dolores del Río. Ella, tan suave, tan delicada, “y yo, siempre arrogante y mandona”. Y así sigue, hablando, por horas. Medio país sigue en el desvelo, pero no le hace: escuchar a La Doña hablando de amores y toreros, de caballos en Francia y de su hijo querido, el actor Enrique Álvarez Félix, es todo un acontecimiento.
Aquella entrevista le ha mostrado a los más jóvenes que se puede ser ídolo y no morirse joven, en un accidente o por una enfermedad mal atendida; les ha mostrado que los personajes míticos pueden tener opiniones bastante terrenales y al mismo tiempo presumir de eternidad. Así son los últimos años de María Félix, con homenajes donde quiera que se aparezca; creando pequeños y grandes revuelos con su sola presencia, porque ella, La Doña, sigue siendo deslumbrante.
UNA SALIDA DISCRETA, UNA NOCHE DE ABRIL. Es 8 de abril de 2002. Lo del momento, es que los televidentes mexicanos se están acostumbrando a esa novedad, los realities, y medio, mundo vive pendiente de esa producción llamada Big Brother, o de lo que hace aquel chavo regiomontano, Adal Ramones, en la televisión abierta, en un “show” que se llama Otro Rollo y en el que hasta candidatos presidenciales ha recibido. Bien entrada la mañana, La Doña todavía no sale de su habitación; sigue dormida y no responde a los llamados a la puerta.
Pasan las horas y la puerta de María sigue cerrada. Ya hay inquietud en su hogar. Buscan a Ernesto Alonso, el amigo entrañable de La Doña, llaman al médico. Entran en la recámara. Pero María Félix ya no está ahí. Lo que de ella queda, está en su cama, sin huellas de algún accidente o de una agonía terrible. Se ha marchado sin avisar, durmiendo; llevándose la pena nunca manifestada de haber perdido a su hijo Enrique en 1996, y de darse cuenta de que cada vez son menos sus contemporáneos, las estrellas del cine de oro nacional. Ni una queja, ni una lágrima han sido materia para la comidilla pública. Se va dejando aquella imagen de fortaleza que nunca la abandonó.
Pero al volverse parte de la eternidad, el país se apresta para despedirse. Mientras los noticiarios del medio día mueven cielo y tierra para obtener los detalles de su muerte, los Notables se preparan para compartir, por unos minutos, un pedacito de la gloria de María Félix. Como se verá a la vuelta de unas pocas horas, el dinero y el poder político, se rinden ante la huella de La Doña.
¿ESTÁ VIVA MARÍA? Dos de los noticiarios radiofónicos que se pelean el liderazgo al mediodía, los que conducen Jacobo Zabludovsky y Joaquín López-Dóriga, protagonizan una extraña tensión: Jacobo entra al aire; asegura que María no ha muerto, que él la tenía al teléfono hace unos minutos, pero la comunicación se ha cortado. Promete ponerla al aire en breve. Pero, en otra frecuencia, y al mismo tiempo que Zabludovsky pronuncia esas palabras, López-Dóriga confirma: La Doña está muerta. Buen reportero, Zabludovsky escucha a su antiguo alumno al mismo tiempo que conduce. Se percibe en la voz del experimentado periodista un punto de fastidio, de exasperación: le están ganando la nota, y él tiene larga amistad con la estrella. Cuando por fin restablece la comunicación, habla con la asistente de María, quien le confirma el deceso. Jacobo reclama: no le habían dicho, y le dieron a entender que se la pondrían al teléfono. “Es que nosotros tampoco sabíamos qué hacer”, le confiesan al otro lado de la línea.
Como doliente importantísimo en que se ha convertido, Ernesto Alonso se vuelve vocero: La Doña ha muerto, de un infarto, hacia la una de la mañana. Se le harán homenajes y se le enterrará en el Panteón Francés de San Joaquín, junto a su hijo y junto a sus padres. No ha pedido reposar junto con alguno de sus grandes amores, y siempre fue su voluntad que su ataúd no se abra bajo ninguna circunstancia. No quiere que miren a la anciana de 88 años que será enterrada en aquella caja de madera fina. Que la recuerden espléndida, con su voz profunda, sus grandes ojos, su sonrisa entre la ironía y el reto. Sólo un cinéfilo muy atento puede ver la mirada del amor en los ojos de la Félix en aquel episodio del filme Reportaje (1953), donde actúa junto al que casi es su esposo, Jorge Negrete, y esa es la imagen, enérgica, impactante, que María Félix quiere dejar a la posteridad. No, que nadie abra el ataúd.
EL ADIÓS DE LOS ADMIRADORES. De la casa de Polanco, el féretro de La Doña viaja, con escolta de patrullas y motocicletas, hacia el Palacio de Bellas Artes, donde se quedará por espacio de 22 horas. Allí recibe el homenaje del tout Mexique: lo mismo la gente humilde que la ha visto por años en las películas que una vez fueron éxitos de taquilla y que en los tiempos recientes son indispensables en la programación televisiva, que los hombres más poderosos del país: peculiar foto es esa, donde hacen guardia ante el ataúd, el presidente Vicente Fox, con su inseparable Martha Sahagún, el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, el líder de Televisa, Emilio Azcárraga Jean, y el empresario mexicano libanés Carlos Slim.
No hay nadie que se considere de alguna importancia en el escenario nacional que no se apersone al homenaje. En este México de 2002, mucho más plural y crítico, no falta quien se queje de que en torno al féretro se ha montado un espectáculo mediático. No está La Doña para decirlo, pero seguro que le habría encantado. Se va como quería: por la puerta grande, por todo lo alto; con el país entero a sus pies. Después de Bellas Artes, se la llevan a la ANDA, al Teatro Jorge Negrete, y después de la despedida de sus compañeros actores, allá parte el cortejo, rumbo al Panteón Francés de San Joaquín.
En la rumbosa despedida, poco caso le hacen al último hombre en la vida de María Félix, el pintor francés Antoine Tzapoff, 31 años más joven que ella. Ha pasado con La Doña los últimos 19 años. Volverá a escucharse de él cuando, muy pronto se conozca el testamento de la diva.
Pero ahí está ella, llegando al cementerio, rodeada de autos, de escoltas, de patrullas, de cientos de personas que se asoman, más por curiosidad que por dolor, al sepelio de la Félix. Allí se queda, instalada en la eternidad.
El dinero, el canijo dinero, da la nota: se conoce el testamento. El grueso de su fortuna es para Luis Martínez de Anda, que había sido secretario de su hijo Enrique y de ella misma. Tzapoff recibe una cantidad decorosa de dinero, pero nada como para impresionarse. Nadie de la familia Félix es beneficiada con la generosidad de La Doña.
Uno de sus hermanos, Benjamín, considera que hay cosas oscuras en la muerte de la actriz y en la rapidez con la que se le entierra. Interpone una querella, sospecha que su hermana ha muerto envenenada y pide una orden de exhumación, que, finalmente, se hace con todo cuidado, para que la prensa sensacionalista no vaya a colarse y las fotos del cadáver de La Doña anden por ahí. El veredicto es preciso: María Félix murió a causa de un cuadro de insuficiencia cardiaca. Nada raro hay. El hermano retira la querella. Corren algunas consejas extrañas acerca de cómo la amortajaron que si traía amuletos al cuello, que si acaso creía en raras magias oscuras. Los chismes se apagan, la calma vuelve al Panteón Francés. María Félix se convierte en una imagen brillante, la de la pantalla del cine, la del mito que ella nos heredó.
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