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Sara Pérez y Francisco I. Madero: un amor arrasado por la revolución

Tenían todo para ser una pareja feliz, sin complicaciones y sin sobresaltos. El futuro parecía re-suelto para esta pareja que se encontró por las conexiones, las amistades que se fraguaban en los colegios costosos y exclusivos de los tiempos de don Porfirio. Pero su destino fue otro. Un torbellino los sacó de su hogar en Coahuila, los llevó por todo el país, los depositó, nada menos que en el Palacio Nacional. Ese huracán, que todos llamaron revolución, y en cuyo ojo se podían escuchar los susurros de los espíritus, los separó una mañana de febrero y la muerte arrebató a uno de esos dos, que tanto se querían.

Sara Pérez y Francisco I. Madero: un amor arrasado por la revolución

Sara Pérez y Francisco I. Madero: un amor arrasado por la revolución

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Sara, Sarita Pérez Romero. Discreta, educada, toda una dama, como correspondía a las hijas de la clase adinerada porfiriana. ¡Cómo la quería su padre! Don Macario Pérez, hacendado, dueño de tierras en Querétaro y en el Estado de México, eligió a San Juan del Río para que naciera su hija querida. Esa niña, que nacía arropada en el amor de su madre, doña Velina, y con un futuro asegurado por la prosperidad del padre, creció en las propiedades de la familia, como la espléndida Hacienda de la Cofradía, en Aculco. Los años de la infancia y la adolescencia corrieron rápido en el hogar familiar de Arroyozarco, donde la niña recibió su instrucción básica de profesores particulares.

Para completar su instrucción, cuando tenía 23 años, fue enviada a un elegante y exclusivo colegio de señoritas en Estados Unidos. Se terminó la vida apacible de Arroyozarco y Sarita se acostumbró a la disciplina del Colegio Notre Dame en San Francisco, California. Allí conoció a dos hermanas, mexicanas como ella, de familia rica, como ella. Norteñas: Mercedes y Magdalena Madero, pertenecientes a aquel clan coahuilense que era la dueña de una de las fortunas más grandes del país.

Las muchachas construyeron una estrecha amistad. Eran tan cercanas, que pasaron juntas algunos periodos de vacaciones: las chicas Madero conocieron el centro del país y disfrutaron las comodidades de la hacienda de Arroyozarco. Sarita conoció el imponente paisaje montañoso de Coahuila, y seguramente se deslumbró con la grandeza silenciosa del desierto. Fue de lo más normal que conociera a la numerosa familia Madero y a los hermanos de sus amigas: Gustavo, y Francisco, el mayor.

Los dos venían de Francia, donde habían estudiado administración, y se disponían a marcharse a California, a la Universidad de Berkeley, a complementar sus conocimientos en el Departamento de Agricultura, con miras a integrarse, un día, en los negocios familiares. Sarita era, sencillamente, la amiga de sus hermanas. No fue exactamente un flechazo, un golpe que los uniera de inmediato. Pero el trato cercano hizo que, poco a poco, Francisco se fijara en aquella muchacha, tres años mayor que él y que miraba con tanta dulzura.

Escuchemos la voz de Francisco: “Allí en el colegio apenas la conocí” —recordaría en sus memorias. “Pero intimó mucho con mis hermanas y esa intimidad fue después motivo para que me encontrara con ella en México y me prendara de sus cualidades”.

Se sabe que Sarita y Francisco entablaron noviazgo hacia 1897. Los estudios se habían terminado, y, mientras la muchacha se establecía con su familia en la Ciudad de México, él se concentraba en las empresas familiares y en algunas de sus inquietudes personales, como la homeopatía. Por aquellos días, uno de los intereses de Francisco, de acuerdo con el futuro de los intereses familiares, era el desarrollo de cultivos de algodón. Pero vivía atento de ella: le escribía constantemente, y aprovechaba cualquier oportunidad para dejar Coahuila y visitarla en la capital.

“Llevábamos muy asidua correspondencia y nos amábamos entrañablemente”, dicen las memorias. Pero, en un ejercicio de honestidad, Francisco dejó anotada una ruptura: “…pero la distancia y la vida disipada que llevaba yo en aquella época borraron poco a poco en mí esos sentimientos, y acabé por romper con ella sin motivo alguno. Para ella fue un golpe terrible, y para mí un motivo más para seguir mi vida disipada, pero a pesar de que cortejé a muchas otras señoritas, siempre, en mis momentos de calma, de serenidad, volvía a brotar de las profundidades de mi alma la imagen de Sarita”.

Doña Mercedes, la madre de los hermanos Madero, enfermó gravemente de tifoidea por aquellos días. Según Francisco, aquel padecimiento, que agobió a toda la familia, lo hizo dejar atrás su “vida disipada”, porque dedicó todo su tiempo a cuidar de ella. Entonces, en aquellos momentos, propicios a la reflexión, la imagen de Sara volvió a ser importante. Se dio cuenta de que “a nadie podía amar con un amor tan grande, y difícilmente encontraría quien pudiera sentir igual cariño por mí. Muy pronto me formé el propósito irrevocable de volver a Sarita”.

Comenzó a indagar por su paradero y sus circunstancias. En junio de 1901 le escribió a su primo, Rafael Hernández, que residía en la Ciudad de México. A él le encargó averiguar qué había ocurrido con su antigua novia: “tampoco olvides darme algunas noticias de S. [Sarita], pues no sé si vive o no, y tengo muchos deseos de saber cómo está”.

Sabemos, por el propio Francisco, que inició una campaña para reconquistar a Sarita. “Mi constancia triunfó de todos los obstáculos, y al fin tuve el inmenso placer de estrechar entre mis brazos a la que debía ser mi inseparable, mi amantísima compañera, y que debía ocupar un lugar tan predominante en mi corazón”.

LA FELICIDAD MATRIMONIAL Y EL LLAMADO DE LOS ESPÍRITUS. Francisco y Sara se casaron en la Ciudad de México en enero de 1903, en el hogar de la novia, en el número 8 de la calle de Capuchinas, y que era propiedad de su tío, el abogado Agustín Verdugo.

Al día siguiente del matrimonio civil, se celebró la ceremonia religiosa, oficiada por el arzobispo Próspero María Alarcón. La participación del enlace estaba impresa en papel finísimo, con elegantísima caligrafía. El banquete de bodas, un regalo de la familia Madero, se llevó a cabo en el Hotel de la Reforma, donde la pareja pasó algunos días. Después, emprendieron el viaje a Coahuila, a San Pedro de las Colonias, donde residirían. Fueron muy felices juntos.

Francisco, Pancho, siguió escribiendo sus memorias: “Desde que me casé me considero completamente feliz… mi esposa es tan cariñosa conmigo y me ha dado tantas pruebas de su cordura, de su abnegación y de su amor, que creo no poderle pedir más a la Providencia”.

La pareja anhelaba tener hijos, pero eso no ocurrió. Hay datos de que Sarita estuvo embarazada y que sufrió un aborto en 1904. Francisco siempre manifestó sus deseos de ser padre. Perder al hijo que tanto querían los lastimó, pero no lesionó el amor que se tenían. Pancho era optimista: “no pierdo la esperanza de que Sarita se alivie por completo y tengamos la dicha que sienten ustedes de tener un hijo…”, le escribió ese mismo año a su primo Rafael, que acababa de ser padre.

Pero su vida iba a cambiar radicalmente.

Antes de casarse, Francisco, convencido creyente de la doctrina espírita, a la que se había sumado en sus años de estudiante parisino, ya había descubierto sus dotes de médium escribiente. Las voces que venían de otro mundo, aconsejaban a Francisco, y lo inducían a lanzarse de lleno a la lucha política. Los Madero eran empresarios, pero formaban parte de esa poderosa clase norteña que no se achicaba ante Porfirio Díaz, y en varias ocasiones se habían resistido o manifestado su desacuerdo con las decisiones que se tomaban en la capital. Francisco no se sustraía a la situación, y menos cuando sus prácticas espíritas le revelaron, según los cuadernos que de él se conservan, que él estaba destinado a transformar a su patria.

Corría 1908 y Francisco emprendió la escritura de un libro, La sucesión presidencial en 1910, que lo convirtió en una figura opositora importante. Y decidió aspirar a la Presidencia de la República. Y, aunque Sara se preocupó mucho por la vida de su esposo, decidió acompañarlo a todas partes; ser una militante más del antirreeleccionismo y una leal maderista, a pesar de que las mujeres no tenían derecho al voto.

Juntos, Francisco y Sarita recorrieron el país haciendo campaña. Nunca se separaron, ni siquiera cuando lo encarcelaron en Monterrey, ni cuando estuvo preso en San Luis Potosí. Muchos hablaban de fraude electoral, y Porfirio Díaz era nuevamente presidente de México. Como a Sara no le permitieron estar con él en la cárcel potosina, rentó una casa cercana al penal, para no separarse de Pancho.

Cuando los Madero en pleno iniciaron la fuga hacia adelante, sumándose al levantamiento convocado por Francisco, ella ya estaba involucrada por completo. Estaba muy orgullosa de su marido. “Siento una gran satisfacción, porque realmente es el único que ha hecho algo en beneficio de la patria”, le escribió, en mayo de 1910, a Carolina Villarreal, su concuña, esposa de Gustavo Madero.

Cuando los revolucionarios se concentraron en la frontera norte, ahí estaba Sarita junto a Pancho: él en su traje de campaña, ella en trajes que le permitían moverse sin dificultad pero que seguían siendo curiosos y elegantes.

Cuando Francisco llegó a la Presidencia, Sara asumió tareas de ayuda social. Presidió un club llamado Caridad y Progreso, y en 1911 fundó, junto con Elena Arizmendi, la Cruz Blanca Neutral por la Humanidad, organización benéfica destinada a prestar auxilio a los heridos en batalla y a las víctimas de accidentes. La misma prensa que atacaba a su marido le acomodó un apodo que algunos juzgan burlón y a otros les parece cariñoso: “El sarape de Madero”, jugando con su nombre: Sara P. de Madero.

EL CUARTELAZO Y LA MUERTE. Cuando Francisco abandonó, a caballo, el Castillo de Chapultepec, el 9 de febrero de 1913, Sara ignoraba que no volvería a verlo con vida. A medida que el gobierno maderista se desmoronaba, amigos leales, como los representantes de Japón en México la cobijaron. Una anécdota cuenta que Sara miró el momento en que una turba golpista incendiaba el hogar de los Madero en la colonia Juárez, y que sólo la intervención del embajador Horiguchi, envolviéndola en una bandera japonesa, la puso a salvo.

Pero nadie puede salvar a Francisco. El 22 de febrero, él y el vicepresidente Pino Suárez son asesinados. Los cuerpos se resguardan en la penitenciaría de Lecumberri mientras el gobierno de Victoriano Huerta hace correr la versión de que han muerto cuando sus partidarios intentaban arrebatárselos a sus custodios. Nadie cree la versión. Sara, con el corazón hecho pedazos y haciendo acopio de valor, se presenta en Lecumberri para solicitar el cadáver de su esposo.

Sólo hasta el 24 de febrero, la tenacidad y el valor de los diplomáticos extranjeros consiguen que Huerta acceda a que Sara Pérez, ahora viuda de Madero, recupere el cadáver.

Una película de esos días la muestra de luto riguroso, sacando fuerzas de flaqueza, limpiándose las lágrimas del rostro, mientras camina hacia la entrada de la Penitenciaría. Le han rechazado las ropas que lleva para vestir a su esposo, a su Pancho. Lo amortajaron con la tela que en la cárcel usan para los presos que fallecen. Sara siente que ella también se muere cuando se acerca al cadáver. Sólo puede verle el rostro. Lo besa en la frente.

La familia vende el caballo del Presidente para pagar su funeral. Sara, igual que el resto de la familia Madero, se acoge al asilo que en Cuba les ha conseguido el embajador Márquez Sterling. Allí vivió algún tiempo, y después pasó a Estados Unidos. Pero no bien Huerta fue derrocado, Sara decidió volver. Pisó tierra mexicana en 1915, y fue a vivir a una casa, comprada para ella por sus hermanos, en el número 88 de la calle de Zacatecas, en la colonia Roma, cerca del Panteón Francés de la Piedad, donde había sepultado a su esposo.

Con los años, Sara hablaría para contar algunos detalles estremecedores, como su entrevista con el embajador estadunidense Henry Lane Wilson, quien llamó “loco” a Francisco delante de ella, y se negó a intervenir ante Huerta para salvarle la vida al presidente Madero.

Sosteniéndose con una pensión vitalicia que le otorgó Venustiano Carranza, Sara Pérez de Madero sobrevivió a su Pancho 39 años. Murió el 31 de julio de 1952. Tenía 81 años, y había visto a México transformarse. Con ella terminaba una época. Toda la prensa habló de la muerte de la “Primera Dama de la Revolución”, como la llamaron.

Antiguos revolucionarios, expresidentes, algunos de sus parientes, los Madero, que todavía vivían, la acompañaron al Panteón Francés de la Piedad, y la depositaron en la misma tumba donde ella, 39 años antes, había sepultado a Francisco. Su imagen llegaría a las generaciones que vinieron luego en la pluma de José Emilio Pacheco que rescataba la visión de su infancia, aquella anciana “dignísima, siempre de luto por su marido asesinado.