
En el trajín del Centro Histórico de la capital mexicana, miles de personas van y vienen en torno a un gigante arquitectónico; una construcción del siglo XVIII, hogar de una institución educativa que forma parte de la vida del rumbo desde hace 250 años. Se trata del Colegio de San Ignacio de Loyola Vizcaínas, fundado por comerciantes vascos, y que por generaciones ha sido conocido, sencillamente, como “Las Vizcaínas”.
¿Quiénes fueron esos personajes de la comunidad española? Los viandantes encontrarían la respuesta, tan sólo con mirar los nombres de las callejuelas que circundan al formidable edificio: Aldaco, Meave, Echeveste: son los nombres de los caballeros vascos, comerciantes que dieron impulso al proyecto.
“Tenían una posición importante en el mundo del comercio novohispano, y se interesaron en el bienestar de su nueva patria”, señala Ana Rita Valero de García-Lascuráin, directora del Archivo Histórico de Vizcaínas. “Decidieron enfocarse en el apoyo a las mujeres: en aquellos tiempos, era palpable la necesidad, el desamparo de ciertos sectores femeninos en la Nueva España. Fundaron el Colegio para dar instrucción y amparo a niñas y jóvenes necesitadas. Así ha ocurrido, de manera ininterrumpida, desde hace 250 años. Las Vizcaínas ha sobrevivido a los altibajos de la historia de México”.
El panorama novohispano no era el mejor. Las leyes de Indias disponían ese trabajo de protección y apoyo, “pero la verdad es que las autoridades del virreinato no se daban abasto. Entonces la comunidad vasca se involucró y construyó este sitio, que es soberbio”, narra la Dra. Valero, hasta hace unas pocas semanas presidenta de la Sociedad Bascongada de los Amigos del País en México. “Ellos pusieron capital e intelecto para ayudar a ese sector de la sociedad”.
No fue poca cosa crear el Colegio de San Ignacio de Loyola: el capital inicial aportado por la comunidad vasca sumó un millón de pesos en oro —una fortuna enorme en el siglo XVIII— que costeó la construcción del edificio y los ingresos de las primeras colegialas. El edificio, planeado por Pedro Bueno Basori y ejecutado por el arquitecto Miguel José de Rivera, abrió sus puertas en 1767.
No es extraño que algunas de las bodas notorias de la socialité mexicana tengan por escenario el espléndido patio de las Vizcaínas. El dinero que el Colegio recibe por esas actividades tiene aplicaciones muy precisas: “Agradecemos esos donativos, porque como institución de asistencia que somos, trabajamos a base de donativos, que se emplean para becas de niños y para el mantenimiento del edificio.”
Sostener un gigante de 250 años que ha soportado guerras y terremotos, y mantenerlo funcional para el funcionamiento del colegio, no ha sido, no es cosa sencilla: “El esfuerzo es mayúsculo”, detalla Ana Rita Valero: “siempre estamos entregados al tema de la seguridad estructural”. El Colegio tiene, además del seguimiento de un despacho de estructuralistas, un arquitecto de planta, responsable de monitorear la salud de la construcción. “Solamente impermeabilizar es un trabajo tremendo. Es un gigante muy demandante”.
¿Qué aprendían las colegialas de hace dos siglos y medio? Lo que en aquellos tiempos se denominaban “tareas mujeriles”: coser, bordar, labores domésticas. Aprendían a escribir, a contar y, desde luego, el catecismo. En Las Vizcaínas aprendían música, a tocar algún instrumento y a cantar. Eran niñas y muchachas que tenían dos posibilidades de vida: o esposas y amas de casa, o monjas en un convento. Saber música era un valor adicional: una novicia sería mejor recibida en un convento si cantaba bien o sabía música, y una señorita versada en ese arte podría ser una novia más apreciada.
“Al avanzar el siglo XIX, fue evidente que las alumnas necesitaban aprender más cosas. Hoy, como en todas las escuelas mexicanas, se estudia física, química, matemáticas. El objetivo de la escuela es trabajar desinteresadamente por México y eso ha obligado a hacer los ajustes que se han necesitado, a medida que cambia el país, en los programas educativos”. Ése fue el origen de la decisión de volver mixto el Colegio: se discutió y se analizó con detenimiento; en los años 80 del siglo XX, se llegó a la conclusión de que seguir siendo un colegio de niñas resultaba ya anacrónico con respecto a la realidad del país.
En una esquina del edificio opera una pequeña oficina que constituye la extensión de aquella misión social iniciada hace 250 años para dar refugio a “niñas, doncellas y damas viudas en desamparo”. Se trata de ProEmpleo Vizcaínas que asesora y apoya a adultos interesados en iniciar una microempresa.
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