Opinión

Historias de periodistas: tragedia en Poza Rica

Hace casi 52 años, el país vivía el vértigo de la campaña electoral de Luis Echeverría Álvarez. Como era entonces, como ha sido y todavía ocurre, los reporteros seguían los pasos y los discursos de los candidatos. Pero aquella salida, de la capital mexicana hacia Veracruz, terminó en drama y luto para todo el gremio periodístico

El estruendo aturdió al jornalero Flavio Pérez, caminaba hacia la Congregación Manuel Ávila Camacho, que en las inmediaciones de Poza Rica, Veracruz, se conocía como Poblado 52. Iba por una medicina para su hija. Era temprano; acababan de dar las ocho de la mañana, y los sonidos solían ser alegres: los pájaros del campo llenaban el aire. Pero repentinamente, todo se terminó. Después de aquello que parecía un trueno, se hizo el silencio. Pérez se movió, buscando el origen de aquel ruido espantoso. Subió a un cerro. Se encontró con el horror y con la muerte: un avión se había estrellado.

Durante años, el único sobreviviente de la tragedia, Jesús Kramsky, acudió al sitio del desastre para homeajear a los muertos.

Durante años, el único sobreviviente de la tragedia, Jesús Kramsky, acudió al sitio del desastre para homeajear a los muertos.

Después, el jornalero contaría un cuadro terrible: vio cuerpos despedazados o quemados; grabadoras destripadas, maletas quebradas. Desperdigadas, máquinas de escribir portátiles, cámaras fotográficas. Los árboles estaban hechos trizas. Más allá, la cola del avión.

Pérez se acercó, con cautela, a los restos de la nave. Aguzó el oído; creyó escuchar un quejido. Cerca de la cola, halló a un muchacho, casi un adolescente, bañado en sangre. Aquel chico, gravemente herido, logró sacar de entre sus ropas un papel que tenía el membrete del Partido Revolucionario Institucional. En el reverso de aquel papel, logró escribir: “Yo, Jesús Kramsky, periodista de El Heraldo de México, pido auxilio a toda persona que me pueda ayudar. Agradezco todas las atenciones. Es urgente por amor de Dios”.

Así se revelaba una tragedia: aquel avión estaba lleno de reporteros, de fotógrafos. Formaban parte de una comitiva de periodistas que seguían los pasos del candidato a la presidencia de la República, Luis Echeverría. Era el 25 de enero de 1970, y el año comenzaba con la muerte de -después se sabría- veinte personas-

EL AZAR AFORTUNADO Y EL DRAMA

“Véngase, mi Flaco; yo le disparo el desayuno”, le dijo Moisés Martínez, del diario La Prensa, a Gregorio Ortega, que iba por la Revista de América. Ortega y Sergio Candelas, del semanario Tiempo, se habían quedado fuera del avión Convair XB-DOK, en que una parte del grupo de periodistas que acompañarían a Poza Rica al candidato Echeverría, se trasladaría. Cuando Ortega y Candelas llegaron, el Convair ya estaba lleno. El diputado Humberto Lugo Gil, que verificaba las listas de pasajeros, avisó: ya no había lugar. Los dos reporteros tendrían que irse en el otro avión, un DC-3 bautizado como Ignacio Aldama.

Ni Ortega ni Candelas lo sabían, pero aquel incidente les salvó la vida. Candelas verificó: sí había sitio para él en el Aldama; todavía regresó al Convair para entregarle sus gafetes de identificación a cuatro reporteros, un favor que le pidió Lugo Gil, y volvió a salir. “Hasta luego”, le dijo a sus colegas. Calculaba reunirse con ellos en un buen rato, para empezar el trajín que es la vida cotidiana de los reporteros, y más cuando andan cubriendo una campaña electoral.

La comitiva partió del aeropuerto de la Ciudad de México. En el avión principal, el Vicente Guerrero, viajaba el candidato Echeverría y su círculo de colaboradores. Luego, despegó el Convair y al final el CD-3. El destino, Poza Rica, Veracruz.

Para llegar a su destino, las naves debían pasar por encima de la Sierra Madre Oriental. Era un vuelo corto. Al cabo de 40 minutos, habían llegado a su destino, pero perdieron 50 minutos más en el aire. Densas nubes dificultaban el aterrizaje. Los pilotos hicieron un esfuerzo para lograr el aterrizaje. Los reporteros empezaban a inquietarse. El copiloto del Aldama salió a explicar a sus pasajeros que había problemas para aterrizar. El fotógrafo de un periódico ya desaparecido, Cine Mundial, que respondía por Leopoldo Vázquez preguntó: “Qué, ¿no hay micrófono? –“¿Para qué quiere micrófono? ¿Va a hablar?” No era eso. Se trataba de los nervios, de la canija intranquilidad. Aunque un reportero está hecho a encontrarse en las situaciones más extravagantes o insólitas, pero esos minutos de más en el aire los incomodaba. Ya nadie habló: se concentraron en sus periódicos, en el café y el desayuno que les sirvieron. Finalmente, los pilotos lograron aterrizar.

En tierra, ya estaban casi todos los integrantes de la comitiva del candidato Echeverría. El reportero Candelas miró a su alrededor, Muchos colegas ya caminaban hacia las salas del aeropuerto. Pero se dio cuenta de algo: el Convair todavía no aterrizaba. Algo oscuro y desconocido le oprimió el corazón. Se confió a su amigo Ortega. “No te preocupes. El tiempo está malo. Seguramente aún está sobrevolando, o se fueron a aterrizar a Tuxpan”.

El bullicio de la comitiva echeverrista continuaba. Para los reporteros estaba listo ya un autobús. Pero nadie conversaba, nadie “se ponía las pilas” para empezar el trabajo. Ya todos se habían dado cuenta de que faltaban los colegas del avión Convair. Pidieron al coordinador de prensa, el diputado Fausto Zapata, que enviara a alguien a preguntar por el avión faltante.

A los pocos minutos, el enviado volvió corriendo al autobús: “¡¡se estrellaron!!”, gritó.

El autobús se llenó de gritos. “¿Dónde fue?” “¿Cómo están?” “¿Están heridos?” –“¡¡Todos están muertos!!”, fue la respuesta.

Un joven reportero, Humberto Aranda, de El Sol de México, se echó a llorar. Otros hicieron lo mismo. Empezaron a mencionar los nombres de sus amigos: Pepe Falconi, de El Heraldo de México, Rafael Moya, que era el jefe de redacción de aquel mismo diario y que, por una de esas cosas del destino que nadie comprende, también iba al viaje. De El Heraldo era también el jovencito Jesús Kramsky. Iban, por El Sol de México, Mario Rojas y Hernán Porragas; iba Jesús Figueroa, de La Prensa. Estaban en aquel avión desafortunado fotógrafos: Eduardo Quiroz de El Heraldo, Rodolfo Martínez, de La Prensa, Jaime González Hermosillo, de Excelsior y una de las instituciones del fotoperiodismo mexicano, don Ismael Casasola, que en esos días hacía trabajos para el PRI y para el Heraldo. Un médico, Camilo Ordaz, completaba el cuadro. Según las primeras noticias, todos ellos eran las víctimas del desastre.

Los reporteros que habían llegado con bien a Poza Rica, se desentendieron de la campaña de Luis Echeverría. Pidieron de inmediato vehículos para trasladarse al sitio donde el avión se había estrellado, a cinco kilómetros del aeropuerto. Querían buscar a sus amigos, a sus compañeros en el apasionado oficio de informar.

EL HALLAZGO DOLOROSO

Cuando Jesús Kramsky, único sobreviviente de aquella tragedia, lograba escribir su mensaje en aquel papel membretado, sus compañeros periodistas llegaban al lugar del accidente. Eran las 12 del día cuando un helicóptero sobrevoló el sitio. En él, viajaba Luis Echeverría y el gobernador de Veracruz, Rafael Murillo Vidal. En tierra firme, había ya brigadas de la Cruz Roja, militares y voluntarios, que buscaban sobrevivientes.

Pero no los había. Trasladaron al joven Kramsky, y, después, sólo cadáveres encontraron. Tenían ya a dieciséis víctimas identificadas, entre reporteros, fotógrafos, la tripulación y el médico. Con un camión del ejército y un tendido de cables, lograron levantar la cola del avión. Ahí estaban las personas que faltaban todas muertas.

La jornada en Veracruz cambió radicalmente. De una funeraria de Poza Rica enviaron ataúdes para resguardar a los muertos, y un avión de PEMEX, el Ébano, volvió con ellos a la ciudad de México. El candidato, que era por unos momentos, lo menos importante de aquel viaje, y sus colaboradores, acompañaron los féretros en el viaje de regreso.

Al día siguiente, las primeras planas de toda la prensa mexicana tenían la misma nota: el desastre, los reporteros fallecidos. Solamente el zarpazo de la muerte había logrado opacar la omnipotencia de los viejos rituales del poder político.

LOS FUNERALES

Al joven Kramsky se le atendió en el hospital de PEMEX en Poza Rica. Sus heridas eran graves: tenía las piernas rotas, lesiones graves en la cabeza. Aquel muchacho, peleando por su vida le peguntó a una enfermera: ¿Sabía ella quién iba a mandar la nota a El Heraldo? Lo tranquilizaron, y aquel reportero pensó que su jefe de redacción, el señor Moya, lo cubriría. Ignoraba que de aquel horror, solamente él había sobrevivido.

En la capital, los ataúdes fuero llevados a la famosa funeraria de Félix Cuevas, como se suele decir en la jerga periodística. Allí, los directores de todos los diarios hicieron guardia. Una imagen que después podría ser analizada: junto a Julio Scherer, director de Excelsior, el decano de la prensa nacional, Martín Luis Guzmán, director de Tiempo, también velaba a los muertos. Scherer habló: “si la muerte es siempre dolorosa, lo es más aún cuando toca a personas en plenitud”.

Muchos años han pasado desde entonces: la mayor parte de los reporteros ya no visten de traje riguroso, como los que murieron aquella mañana de enero. Periódicos van y vienen, se apagan y renacen, se recrean, sobreviven. Los decanos de esos años también son ya memoria,r ecuerdo. Los riesgos del oficio periodístico son los mismos.

Jesús Kramsky murió apenas en 2019