Opinión

Perlas: gloria y pasión de la Nueva España

Hernán Cortés miraba fascinado la perla gris que le pusieron en las manos. Incapaz de estarse quieto, bordeando la costa pacífica, había subido hasta la bahía a la que bautizó como de Santa María por haber llegado a ella el día de la fiesta de La Asunción. Se acababa de encontrar con un tesoro que lo emocionó tanto como el oro con el que había soñado al llegar a Tenochtitlan. Allá, en la bahía, estaba la isla que él bautizó como “De las Perlas”. Allá se quedaba la nueva población que, con los años acabaría llamándose La Paz.HTal fascinación no duró mucho tiempo. Se terminaba 1535, y desde la ciudad de México le llegaba el aviso: don Antonio de Mendoza, con el nombramiento de virrey de la Nueva España, acababa de llegar. La ambición política de Cortés era más fuerte que todo, y dejando atrás las maravillas que sus ojos de explorador audaz habían encontrado, se regresó para resistirse, cuanto pudo, a la autoridad del recién llegado. En realidad, había varios interesados en que don Hernán se dignara regresar a casa: su esposa, Juana de Zúñiga, ya estaba inquieta por la larga ausencia, y al virrey de Mendoza le interesaba sobremanera enterarse qué clase de bicho era Hernán Cortés y someterlo, por la buena, a la estructura de gobierno y de administración de la corona española.

Pero al volver al altiplano, Cortés llevaba, seguramente, un buen tesoro de espléndidas perlas grises. Había visto cómo los naturales de la zona sacaban del mar las rugosas ostras y consumían su carnoso contenido, sin hacer caso a las fabulosas perlas de raro fulgor.

Una tradición, sin fundamento alguno, asegura que Cortés envió a la reina de España una enorme perla que sería la famosa llamada “La Peregrina”, joya en torno a la cual bullen diversas leyendas y anécdotas. Otras versiones aseguran que “La Peregrina” fue hallada en aguas de lo que hoy es Panamá. Aunque la perla acabaría en el joyero de la actriz Elizabeth Taylor después de correr numerosas aventuras, incluido el robo perpetrado por José, el hermano de Napoleón Bonaparte, lo cierto es que diversos retratos muestran a varias reinas de España luciendo la perla americana, y eso es quizá lo más importante: además del oro ambicionado por todos los que miraron y viajaron a los nuevos reinos, las perlas eran un tesoro más, ganado para la corona española.

A mediados del siglo XVIII y antes de ingresar al convento de Corpus Christi para indias cacicas, doña Sebastiana Inés Josefa de San Agustín se hizo retratar. Traía, como muchas de sus contemporáneas, perlas hasta en el cabello.

A mediados del siglo XVIII y antes de ingresar al convento de Corpus Christi para indias cacicas, doña Sebastiana Inés Josefa de San Agustín se hizo retratar. Traía, como muchas de sus contemporáneas, perlas hasta en el cabello.

PERLAS NOVOHISPANAS

La autoridad virreinal no echó en saco roto los hallazgos de Cortés. Hacia 1596, Felipe II emitió un mandato, según el cual deberían emprenderse nuevas expediciones hacia los mares y tierras de la llamada California, por haber en ellas “gran número de perlas”. Meticuloso como era, el rey español dio algunas instrucciones precisas: no serían los indios quienes bajaran a las profundidades en busca de las perlas. Habrían de llevarse esclavos negros, de constitución más fuerte. La orden parece extraña, puesto que Cortés había visto como los naturales de California buceaban para extraer las ostras. Pero la instrucción real no se limitaba a la Nueva España, sino que debería aplicarse a todos los reinos conquistados por los españoles. Si las perlas californianas eran de gran esplendor, es cierto que no eran las únicas que interesaban a la corona de España.

La ambición por las perlas era tal que las ordenanzas que siguieron llegando a la Nueva España iban normando, poco a poco, la manera en que tales riquezas deberían llegar, indefectiblemente, a las arcas reales. Las Leyes de Indias dispusieron que, si los nativos de las tierras que se exploraban daban regalos, debería ser “de propia voluntad”, y si se trataba de “oro, plata y perlas”, debían resguardarse bajo tres llaves.

Muy pronto, la California novohispana adquirió fama de rica zona perlífera. Después de Cortes, otros exploradores dieron cuenta de la gran riqueza que había en los mares de California. Pero el que verdaderamente tuvo visión comercial y empresarial para la cuestión de las perlas de la Nueva España, fue Sebastián Vizcaíno, un personaje de vida de lo más aventurera, que en Europa había participado de la conquista de Portugal, y que luego se había hecho rico en las empresas de los viajes a Oriente. Vizcaíno llegó a ser perito de los viajes a Filipinas, y como muchos otros audaces se enriqueció con las mercaderías que llevaba a Acapulco desde el otro lado del mundo.

Vizcaíno se asentó en la ciudad de México, y aquí formó una sociedad con otros nueve caballeros que solicitan al virrey Luis de Velasco una licencia para formar una empresa “de pesquería de perlas”. La propuesta agrega que también se pretende pescar “atún, sardina, bacalao” y otros tipos de peces, y explotar yacimientos de sal; si hubiera el caso, también beneficiarse de vetas de oro y plata. Los metales preciosos estaban enumerados en la propuesta al final, como algo contemplado “por si acaso”. Vizcaíno no podía saberlo: faltaban siglos para que brotara la “fiebre del oro” que enloquecería a miles.

Casos como el de Vizcaíno -al que en una de sus expediciones le mataron 18 hombres porque uno de ellos arrebató de mala manera una hermosa perla a un indio- permiten ver que la visión de la corona española sobre estos bienes se normó con suma precisión: las perlas eran consideradas en el siglo XVI y XVII “minerales”, de modo que la corona se reservaba su posesión y dominio, a menos que los particulares consiguieran las licencias para explotar los yacimientos.

El paso de los años no hizo disminuir el encanto de las perlas de California. En el siglo XVIII, Miguel del Barco, uno de los jesuitas que abrieron misiones y exploraron la región, dedicó parte importante de su “Historia Natural y Crónica de la Nueva España” a la riqueza perlífera de California, que, presumió, había hecho célebre en todo el mundo a la zona. California era, describió, “una grandísima pesquería de perlas”. Del Barco narraba cómo, en la centuria anterior, a Isidro de Atondo, uno de los muchos que persiguieron a las perlas, los nativos le llevaron algunos regalos, primero, “perlitas”. Luego, “perlotas: no pigmeas sino gigantescas”. Todo aquel que viajó durante los siglos virreinales por tierras de la California supo de las perlas maravillosas que daban sus mares, y de las más espléndidas, las más fabulosas, las perlas grises, dignas de las coronas de las reinas.

Como era inevitable, la explotación de perlas se volvió algo perfectamente novohispano. En aquellos siglos, las perlas empezaron a llegar a las otras grandes ciudades del reino, y luego al resto del mundo, y como los indios californios no solían perforar las perlas, propiciaron que los joyeros de otras latitudes se dieran vuelo pensando en aderezos, pendientes, diademas, broches, indispensables collares, todo para alimentar la fantasía de los caballeros y el lujo de las mujeres.

GALERÍA DE RETRATOS

Cualquier interesado en ver hasta dónde llegó, en la Nueva España, la pasión por las perlas, puede averiguarlo con ojo atento: basta con mirar los retratos que el orden virreinal dejó al México moderno. Ahí están: doña María Esquivel y Serrato, que se hizo retratar hacia 1786, traía ruedos de perlas sujetos hasta en la peluca; las imágenes de las vírgenes milagrosísimas de las parroquias de la ciudad de México, tenían en las manos ricos rosarios de perlas, en las ropas hilos nacarados cosidos amorosamente, y en sus coronas, grandes piezas de deslumbrante oriente.

A las niñas de familia rica, retratadas con traje de adulta, les colgaban docenas de perlas en el ajuar. Los inventarios de los nobles novohispanos, como el de los condes de Xala, enumeran docenas de “calabazos, calabacines (pendientes en forma de calabaza), garbanzos, pimientas”, por describir los tamaños de las perlas que poseían.

Pero si se piensa que las perlas eran exclusivas de los novohispanos ricos, se caerá en el error: había perlas para todos: los adinerados podían tener perlas grises de la California, perlas blancas de Oriente, compradas en el Parián y traídas por la Nao de China. Pero mujeres de mediano o escaso pasar también podían tener sus perlas; hasta las sirvientas y esclavas. Perlas pequeñas, “de agua dulce”, se explotaban en Oaxaca, en Chiapas. Y no se usaba un modesto collar de un hilo, no: muchas vueltas, para el cuello o para las muñecas.

La afición por las perlas disminuyó cuando, en los últimos años del siglo XVIII, la marquesa de Branciforte, esposa del virrey que mandó a hacer nuestro Caballito, aseguró que lo último de lo último en materia de joyas eran los corales. Docenas de ricas novohispanas se apresuraron a deshacerse de sus perlas, que la comprensiva marquesa les compró a muy bajo precio. No era cierto; fue una estafa exitosa, producto de la eterna pasión por la moda.