Opinión

Reformas reformadoras

Todo en la vida es mutable. Es natural que todo cuanto conocemos cambie, se actualice o sufra alguna transformación, bien sea por un proceso evolutivo natural, por el simple transcurso del tiempo o incluso por la conducción humana que pretende dar respuesta a sus condiciones emergentes. El Derecho, desde luego, no es la excepción al proceso de cambio. De hecho, las leyes experimentan tantos cambios, que muy poco de su texto original queda de ellas.

No todos los cambios son, sin embargo, precisamente positivos o arrojan resultados satisfactorios o los esperables. Las reformas jurídicas tienen su propia lógica de creación, permanencia y/o modificación. De forma recurrente nos gusta afirmar que como la vida es dinámica, el Derecho debe serlo también y actualizarse constantemente. Cierto siempre y cuando el parámetro sea el adecuado, pues en no pocas ocasiones las reformas son motivadas por factores ajenos a una genuina necesidad o interés social. Así también sucede con las normas jurídicas que muchas veces son instrumentalizadas, haciendo de ellas un medio o mecanismo para ganar popularidad, sin considerarlas como una política pública con utilidad colectiva, como si su simple emisión o aprobación fuera el fin en sí mismo.

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Aunque es cierto que nuestro Código Penal local es relativamente joven, también lo es que le tocó nacer en un nuevo milenio, una época pletórica de necesidad de cambio y generaciones pujantes hacia ese fin. En otro contexto de poder público centralizado en la Federación, como asiento de los poderes de la Unión y capital del país, el Distrito Federal estuvo siempre supeditado a los designios del Ejecutivo y Legislativo federales, ostentando así una naturaleza jurídica sui generis, si se le compara con la de otras entidades federativas y es que, entre otros aspectos de su integración y organización política, careció de un Congreso local y el órgano legislativo del que entonces disponía -Asamblea Legislativa- tenía atribuciones limitadas. Fue hasta el 22 de agosto de 1996 que se reformó el artículo 122 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, concediendo para la Asamblea Legislativa la facultad de legislar en materias civil y penal, con vigor a partir del 1 de enero de 1999.

En el caso particular -pero no exclusivo- al Código Penal para el Distrito Federal (aún llamado así, a pesar de la entrada en vigor de la reforma política de 2016 a la Constitución General y de la Constitución Política de la Ciudad de México de 2017) le caería muy bien una revisión y adecuación integral -comenzando por su nombre- pues, como es de esperarse, luego de su veinteañera vigencia, tiene en su haber un importante número de reformas que no han sido armonizadas unas con otras.

Al haber sido aprobadas sin tener como parámetro el contenido global del Código, suelen ser en extremo semejantes e incurrir en el supuesto indeseable de la sobre regulación que, lejos de lo que se pretende con las modificaciones normativas, producen un espacio de oportunidad para la interpretación sesgada por parte de las y los operadores jurídicos o, en el mejor de los casos, de una antinomia normativa que ha de superarse por medio del juicio, del prejuicio, del sano arbitrio o la interpretación subjetiva de quien aplica la norma. El mejor intérprete de la norma debería ser su propio emisor. Si esta labor se encuentra de origen viciada, su producto lo estará también.

El filtro para que las iniciativas de reforma trasciendan y se constituyen en derecho vigente, tendría que ser el de su vocación transformadora, bien sea para identificar y sancionar un fenómeno hasta entonces ignorado; para adecuarse a las circunstancias imperantes tratando de impedir que el delito se reproduzca y, como última de sus aspiraciones, para disponer del marco normativo que permita imponer medidas para quienes transgredan la norma, que se traduciría en el reconocimiento tácito del fracaso de sus dos primeros propósitos. Aun así, la norma será transformadora, por lo menos en espíritu, siempre que esté orientada a propiciar un proceso de cambio, con independencia de que se cristalice o no; por el contrario, una reforma legislativa motivada por intereses mezquinos, aun si algún resultado favorable alcanzara, ameritaría como máximo calificarse como una afortunada coincidencia.

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