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Trabajo infantil agrícola: los niños que no existen

El día del niño, Leo y sus amigos de generación de cortadores no recibieron regalo porque estaban trabajando

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Trabajo infantil en un ingenio.

Trabajo infantil en un ingenio.

Martha Garciia Ortega.

Como a las ocho de la noche cientos de pueblos del México rural ya duermen. Uno puede imaginar las escenas nocturnas de esos ejidos cansados por la jornada del día. El silencio de panteón sepulta el trajín de la zafra nacional: por lo menos 70 mil cortadores y cortadoras de caña cayeron rendidos envueltos en la bruma translúcida de la luna nueva, de las lámparas públicas y caseras de los hogares dedicados a fabricar azúcar.

Las bestias mecánicas también descansan, se aceitaron alzadoras de caña, camiones y remolques estorban el paisaje plácido de las calles campesinas. Las cosechadoras, lo último en tecnología para sustituir a la mano de obra, también quedaron listas. Aunque el trabajo es arduo, todo el mundo es feliz porque hay empleo por casi seis meses en 15 estados cañeros que aportan diario el dulce de los atoles matutinos y los interminables cafés.

Estados productores de caña en México

Campeche   Morelos         San Luis Potosí

Chiapas        Nayarit           Sinaloa

Colima         Oaxaca           Tabasco

Jalisco          Puebla            Tamaulipas

Michoacán Quintana Roo Veracruz

En esas regiones, el reposo se interrumpe en plena madrugada por el silbato del transporte alertando a la gente. Los machetes empiezan el día, se afilan, chocan, el sonido metálico se mezcla con la bulla de los cortadores y las órdenes de las mujeres en zapoteco, tsotsil, náhuatl, mam, huichol, cora, rarámuri, tlapaneco o chinanteco, incluso en inglés por los llegados de Belice. Las cocineras contratadas o familiares llevan hora y media despiertas echando la tortilla para los itacates o “lonches”, según el argot local muy al estilo espanglish por las costumbres de quienes han ido al norte.

Hacia las cuatro de la mañana los fantasmas deambulan, son figuras delgadas y de otros gruesos; aun portando ropa limpia, el tizne los delata como jornaleros cañeros; son señores grandes, curtidos, de rostros agrios forjados en el monte y los surcos de varias milpas y enésimas cosechas en enclaves agroindustriales dentro y fuera del país. “Bien trabajados”, dicen que están.

En medio del barullo en las galeras varias siluetas resurgen con sus faldones, pantalones y paliacates, van bien forradas para soportar el calor de más de 30 grados. Tales mujeres son parte del ejército femenino empleado en la zafra. Unas van con su séquito infantil cargando a sus crías y guiando el camino con la punta del machete tumbando caña, improvisando un refugio en la rala sombra.

Niños cortadores

En equis pueblo cañero, en ese desfile de almas madrugadoras resaltan sombras menos duras, más ágiles y parlanchinas, unas son diminutas. Ahí está Leo, un niño cortador de caña con 12 años, aunque aparenta diez. Todavía con sueño y frío se cuelga del brazo atrás del camión para ver la salida del sol. Desde hace tiempo corta caña con su familia y tiene enquistadas las sentencias del abuelo inculcando la disciplina del jornalero para enseñarse a ser hombre, igualito al papá, a sus hermanos y al resto de los trabajadores del pueblo, una comunidad -entre cientos- abastecedora de la fuerza laboral para la cosecha del único cultivo mexicano con una ley.

Leo pertenece a esos grupos de corte de caña desplazados desde las sierras de Veracruz, Guerrero, Puebla, Chihuahua, Nayarit, Oaxaca o Chiapas; del norte de Guatemala o de los distritos fronterizos beliceños. Hace más de medio siglo, sus antepasados inauguraron la tradición de migrar para trabajar llegando cada año a los ingenios azucareros.

Posiblemente, este niño estará en el cañal más de ocho horas, cortará sus toneladas de caña por 60 pesos cada una, quizá corte tres. Estará a las seis am, en “la pegada”, pedazo de surcos para cortar ese día; desayunará tortillas con frijol y chile con refresco, y a la una comerá. El mismo Leo lleva un radio con su música favorita, su ánfora con agua que cuidará del sol en las extendidas hectáreas de caña a cielo abierto.

Una tarde lo reconocí de regreso a la galera con su cuadrilla de trabajadores, venía sentado con sus pies colgando atrás en la camioneta, lleno de tizne, “sucio, sucio”, como dice su madre. El día del niño, Leo y sus amigos de generación de cortadores no recibieron regalo porque estaban trabajando. Ellos y otros cientos en las más de 50 regiones cañeras quedan fuera de cualquier lista altruista. Tampoco están en las estadísticas que los borran del mapa porque califican en las “malas prácticas” de los indicadores internacionales.

Familias y empleadores los esconden, los niegan por muchas razones: esos menores de 18 años son padres de familia, encabezan hogares con la madre sin presencia paterna, escaparon de hogares con violencia, necesitan una computadora, un celular, un balón, uniformes, zapatos, “ayudar a la familia”. Tal experiencia se extiende ocasionalmente a adolescentes cortadoras.

El destierro de estos infantes del mercado laboral carece de un destino final, algo omitido en los indicadores del programa Cero tolerancia al trabajo infantil en el corte de caña aceptado por el gobierno mexicano en 2016. ¿Qué hacer con los millones de niños y niñas desempleados de la agricultura amenazados en su desarrollo integral y sano? En zonas de riesgo, hasta se teme su reclutamiento por grupos delictivos.

Una vez vi a Leo jugar a los carritos en el solar polvoriento de su casa, me había acostumbrado a reconocerlo con un machete limpiando y cortando caña, un trabajo de alto riesgo, según los parámetros mundiales. La ONU tiene razón, pero este preadolescente se forjó ahí con una larga historia de aprendizaje familiar y comunitario como dicta la costumbre para hacer personas de bien. Después de todo, no hay escuela que valga si no le gusta leer, si el maestro no va a la comunidad o humilla a estudiantes, si hay castigos por hablar el idioma original, si no hay para ir a las clases.

Los grupos de cosecha indígenas mexicanos, guatemaltecos y beliceños son parte de la historia de explotación en la producción de un producto, el azúcar mexicano, del que se podría estar orgulloso si se abandona la madeja interminable de abusos que empaña tristemente las victorias agrarias y políticas, y las buenas prácticas de algunos en el sector.

Pararse en los campos cañeros en pleno siglo XXI y hablar del trabajo infantil nos acerca al México Profundo y a las clásicas escenas del cine nacional con sus caciques despiadados, no muy alejadas de estos tiempos de avances tecnológicos y científicos, apenas imaginables en las mentes jornaleras por el acceso al internet y sus redes transnacionales.

En su universo, Leo seguirá regresando a la galera cada tarde colgado en un camión de cortadores de caña viendo algún ocaso con el tizne en la cara. Y mientras, avanzamos hacia otro siglo de vergüenza global con las peores formas de trabajo y, en otras latitudes, con ideas para erradicar el trabajo infantil con indicadores ignorados por las familias trabajadoras.

* Investigadora de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR)

mgarciao@ecosur.mx