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‘Para entender el deporte’

El silencio también suda

El cuerpo no exige grandes escenarios. Y, sin embargo, tu cuerpo lo gritó en silencio. Hasta dejarlo escrito, músculo a músculo, en el suelo que te sostuvo.

No necesitas gimnasio. Ni barra olímpica. Ni shorts con logotipo motivacional. Basta un suelo parejo, un rincón sin juicio, y un cuerpo que no quiera huir de sí mismo. Ahí empieza todo. En ese espacio donde el cuerpo, sin espectadores ni coreografías, se convierte en pensamiento crudo. No filosófico. No articulado. No académico. Crudo. Como una verdad que nadie pidió, pero ahí está.

NO SE ENTRENA PARA EL CUERPO: SE ENTRENA CON EL CUERPO

El entrenamiento verdadero no es rutina. Es exorcismo. Cada vez que el cuerpo se mueve sin aplauso, piensa. Sin palabras. Sin teoría. Sin likes. Piensa con los muslos. Con el ritmo del aire que entra áspero. Con la quemazón exacta de las pantorrillas. Pensar, en su forma más salvaje, es esto: estar solo con tu cuerpo, con ese ser que no miente, que no se distrae, que te dice sin adorno quién eres hoy.

Y no, no necesita un lugar especial. El pasillo entre el refrigerador y el orgullo basta. El patio que sirve de tendedero y confesionario. La azotea donde el cuerpo se agita sin permiso, sin horario y sin excusas. El cerro que se sube no para postearlo, sino para bajarle el volumen al ruido mental. El cuerpo no exige grandes escenarios. Exige honestidad.

AHÍ DONDE SE ACABA EL DISCURSO, EMPIEZA EL SUDOR

Porque ahí donde termina el discurso motivacional, comienza la conversación real. Esa que nadie oye, pero te transforma. Cuando ya no entrenas para estar más fuerte que el vecino. Ni para entrar en la talla de hace diez años. Entrenas para entender. Para no explotar. Para escuchar sin palabras lo que la mente censura. El cuerpo no juzga: registra. Y cuando lo pones en movimiento, reproduce tus verdades más íntimas. A veces, lo único que sabe hacer el cuerpo ante tanto silencio, es sudar lo que el alma no se atreve a decir.

EL MÚSCULO DE LA DIGNIDAD NO SE VE EN EL ESPEJO

Entrenar, entonces, se parece más a una carta sin destinatario. A una caminata sin ruta. A una pregunta sin signos de interrogación. Y por eso importa tanto. Porque en esta época donde todo tiene que ser útil, el cuerpo que se mueve sin propósito se convierte en acto de libertad. El que se ejercita sin que nadie lo vea, está escribiendo una poesía que no se imprime. El que suda en soledad, no esconde la vergüenza: revela la dignidad.

Hay quien va al gimnasio a grabarse. Y hay quien, sin celular, convierte cada paso en manifiesto. No contra nadie. Si no a favor de sí. Porque el cuerpo, cuando no se entrena para impresionar, se convierte en hogar. Y eso es raro. Raro y urgente.

HAZ LA LAGARTIJA Y ENTIENDE

Así que no esperes el equipo perfecto. Ni el momento ideal. Piensa con las piernas. Con los brazos. Con los glúteos que te sostienen más que tu salario emocional. No pienses para entrenar. Entrena para pensar.

Y si no lo entiendes ahora, baja al suelo. Haz dos lagartijas. No para moldear el cuerpo: para habitarlo. Escucha cómo te respiras. Cómo exhalas lo que no sabías que dolía. Ahí está la respuesta que no vas a encontrar en ningún libro.

Porque hoy, por fin, sudaste algo que no era solo agua. Era lo que te sobraba. Lo que ya no cabía adentro. Lo que nadie quiso escuchar. Y, sin embargo, tu cuerpo lo gritó en silencio. Hasta dejarlo escrito, músculo a músculo, en el suelo que te sostuvo.

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