
Se dice que es un proverbio turco: “Cuando un payaso entra al palacio, no se convierte en rey. El palacio se convierte en circo.”El deporte, en muchas ocasiones, no lo cita. Lo actúa. Semana tras semana, con boleto pagado y aplauso automático.
EL ESTADIO CONVERTIDO EN CARPA
Un delantero llega como emperador de catálogo. Lo presentan entre humo y reflectores, como si el gol se pudiera comprar en cuotas. Apenas toca la pelota, revela lo que es: un payaso con botas lustrosas. El estadio, que soñaba con liturgia, termina convertido en carpa.
No es la falla lo que duele, sino la impostura. No es que pierda la jugada: es que sonríe como si hubiera inventado el futbol. Y de pronto, la catedral del esfuerzo se derrumba en sketch barato. Nadie fue a misa. Todos fueron a función.
EL BANQUILLO COMO PISTA DE FERIA
En el banquillo, la nariz roja es invisible, pero se escucha. El entrenador mediocre habla como profeta y repite lo obvio con gravedad de juez: “hay que meterla”, “hay que correr más”. Sus jugadores lo miran con la misma fe con que uno escucha un anuncio de radio.
El boxeo tiene los suyos: el de la esquina que grita “¡arriba las manos!” como si hubiera descubierto la pólvora. El basquetbol también: el técnico que exige “más intensidad” mientras traza garabatos en la pizarra que parecen recetas de cocina. El banquillo, que alguna vez fue trono, se degrada a pista de feria. La táctica se convierte en eco hueco.
EL PALCO CON CORBATA Y ALMA DE SERRÍN
En los palcos, la farsa es de lujo. Directivos que confunden balances con victorias. Presentan fichajes como si fueran coronaciones, y acaban en la banca más larga que una temporada de telenovela. Inauguran estadios inteligentes… sin agua en los baños. Firman contratos con solemnidad, como si rubricar un papel sumara puntos al marcador.
Exactos en lo irrelevante, ciegos en lo esencial. Creen dirigir un reino, pero lo único que administran es un circo. Corbata fina, alma de serrín.
EL PÚBLICO COMO CORO DE LA FARSA
El público aplaude. Porque en el circo siempre se aplaude.
Aunque el trapecista caiga, aunque el domador tiemble más que el león, aunque el malabarista pierda todas las pelotas.
El vecino que grita a la pantalla convencido de que su voz atraviesa satélites. La porra que canta noventa minutos para un marcador inmóvil, como si el ruido fuera marcador alternativo. El padre que compra entradas para que su hijo vea reyes del deporte y le termina mostrando payasos sudorosos con uniforme entallado.
El palacio no ennoblece al espectador. Lo convierte en cómplice. Todos con su nariz roja invisible, todos en coro, todos celebrando el ensayo general de la farsa.
EPÍLOGO CON LUCES APAGADAS
El proverbio lo dijo primero: cuando un payaso entra al palacio, no se convierte en rey. El palacio se convierte en circo.
El deporte lo confirma: el impostor no se eleva al trono, arrastra al trono hasta su nivel. No fracasa por humano, fracasa por farsante. Y lo más incómodo es que, entre tanto ruido, a veces ya no sabemos si el payaso está en la cancha, en el banquillo, en el palco… o en la grada donde aplaudimos nosotros.
La función termina, las luces se apagan, y queda un eco agrio. No es risa dirigida al otro, sino a uno mismo. Porque quizás el payaso nunca entró al palacio. Quizás siempre estuvo en nuestra silla.