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‘Es martes y el cuerpo lo sabe’

Relojes en el desierto deportivo

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Atletas exactos, brillantes, inútiles

El boxeador que repite mil golpes al costal y en la pelea conecta todos… en los guantes del rival. El maratonista que corre como metrónomo y se queda sin medalla porque no supo cuándo dejar de ser metrónomo. Exactos, brillantes, inútiles.

El gimnasta que borda la rutina perfecta frente al espejo y, en la competencia, se le resbala un pie. El nadador que rompe récords en las eliminatorias y en la final se hunde como si el agua llevara años esperando ese momento. El clavadista que ensaya saltos impecables en la fosa de entrenamiento y, cuando toca, se enreda en el aire y cae de panza. La disciplina convertida en chiste involuntario. Precisión que llega a tiempo… para la derrota.

EL PÚBLICO Y LOS SABIOS DEL PALCO

El espectáculo no estaría completo sin los espectadores, relojes descompuestos con garganta.

El vecino que grita a la pantalla como si el delantero lo escuchara desde Qatar. El señor que insulta al árbitro de la tele convencido de que lo intimida a 10 mil kilómetros de distancia. El aficionado que canta como si el gol dependiera de su afinación. Exactos, brillantes, inútiles.

En el banquillo, los entrenadores hacen lo suyo. Gritan fórmulas mágicas que sus jugadores entienden como insultos. Agitan las manos como si fueran control remoto. El resultado: un ballet de malentendidos.

Y arriba, los directivos. Esos relojes de lujo que convierten cada derrota en PowerPoint. Calculan el costo de un pase, de un gol, de una derrota digna. Todo cierra en la hoja de Excel, menos el marcador. Matemática del fracaso: el único cálculo que nunca falla.

EL ERROR COMO GLORIA INESPERADA

La ironía es ésta: el esfuerzo disciplinado casi nunca se convierte en gloria. El deporte vive de accidentes.

El jugador de barrio que patea al aire y sin querer da el pase del gol. El voleibolista que se resbala y deja la pelota justo en la línea. La corredora que tropieza y, al intentar no caerse, rompe la marca mundial. El error, en el sitio exacto, se vuelve profeta.

Mientras tanto, el esfuerzo minucioso se guarda en bodegas. Los que se matan en la pretemporada terminan en la banca. Los que madrugan cada día acaban olvidados en la lista. Exactos, brillantes, inútiles.

ARENA AGRADECIDA

Todos hemos sido relojes en el desierto. El que entrena un año para el maratón y amanece con gripa. El entrenador que dibuja jugadas que sus jugadores no entienden ni jugando solos. El aficionado que deja la garganta en la tribuna mientras el marcador permanece inmóvil. El papá que paga la escuela de futbol convencido de que tiene al próximo Messi… y el niño solo quería ser portero.

Brillamos para nadie, salvo para la arena. La arena siempre agradece la puntualidad con su silencio.

El deporte mide tiempos, distancias, estadísticas. Y se define en un segundo chueco, en un error convertido en milagro. La gloria no está en la exactitud del reloj, sino en la casualidad que se burla de todos.

El reloj en el desierto sigue marcando la hora. Y en los estadios, a veces, esa hora coincide con el gol más absurdo, la jugada más torpe, la caída más ridícula. Y son esas, las equivocaciones con gracia, las que terminamos llamando inolvidables.

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