Deportes

‘Para entender el deporte’

El museo de medallas oxidadas

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Las vitrinas del deporte parecen templos. Pero son cementerios. El polvo no cae: se posa como si rezara. Las medallas, esas monedas falsas de la gloria, se manchan en silencio, como si supieran que ya no hay misa. El espectáculo no termina en la ovación. Termina en Tepito, donde un campeón como Rubén “Púas” Olivares ofrece sus cinturones de campeón mundial para sobrevivir. La vitrina se convierte en tianguis. El héroe, en vendedor ambulante de sí mismo.

RELIQUIAS EN SALDO

Un cinturón que fue símbolo de un país entero se coloca sobre la mesa como mercancía. No hay luces. No hay presentador. Hay regateo. Hay necesidad. El “Púas” Rubén Olivares, que alguna vez fue dueño del ring y de los aplausos, vende las reliquias que lo coronaron. Y el comprador, más que coleccionista, parece enterrador: adquiere recuerdos que ya no arden, que solo pesan. Trofeos que no brillan: estorban.

No es caso único. Hay clavadistas que, sin beca, ofrecen trajes y preseas como si fueran licuadoras usadas. Hay futbolistas retirados que subastan camisetas firmadas para pagar cuentas atrasadas. Hay entrenadores que venden medallas escolares como si fueran estampitas. Hay corredores que cambian sus trofeos por vales de despensa. Reliquias que nacieron como símbolos se degradan en inventario de segunda mano. El museo de la gloria se transforma en bodega de empeño. Y el oro, en remate.

LA MEMORIA OXIDADA

Algunos venden por necesidad. Otros por olvido. Y otros porque ya nadie pregunta. La vitrina se convierte en caja de cartón. El trofeo, en estorbo. La gloria, en saldo. En el fondo, todo objeto deportivo parece condenado a un mismo destino: terminar en el anaquel polvoso de una casa de empeño, entre guitarras rotas y televisores que ya no prenden. La medalla se vuelve chatarra. El diploma, papel reciclado. El uniforme, trapo de cocina.

Lo cruel no es que las medallas se manchen. Lo cruel es que la memoria se borra más rápido. El récord que arrancó titulares se olvida antes de que amarillee la tinta. El trofeo, que en la vitrina parecía eterno, termina en cajas de cartón, junto a fotografías desteñidas y diplomas que ya no impresionan ni a un niño. El héroe sobrevive. Pero su símbolo muere dos veces: primero cuando deja de importar al público, después cuando se pone en venta.

EL OLVIDO COMO DESTINO

El aplauso es un préstamo sin contrato. Y cuando se extingue, el campeón queda con los restos: chatarra sentimental que nadie sabe dónde guardar. En el fondo, los trofeos siempre fueron de cartón disfrazado de oro. Lo único que brillaba era el reflejo de la multitud. Y la multitud ya no está.

La memoria deportiva tiene fecha de caducidad. Y no viene impresa: se nota cuando el nombre ya no aparece en las quinielas, cuando el rostro ya no se reconoce en la calle, cuando el trofeo ya no cabe ni en la sala. El olvido no llega con silencio: llega con indiferencia. Y cuando llega, no pregunta. Solo barre.

Las vitrinas son altares del olvido. Ahí descansan medallas que ya nadie mira, trofeos que ya no pesan, cinturones que se cambian por billetes arrugados. El deporte promete eternidad. Pero entrega desgaste. Y el héroe, que alguna vez creyó ser eterno, termina regateando con su propia biografía. No vende objetos: vende capítulos.

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