Deportes

‘Para entender el deporte’

La ciudad que no sabe jugar

. .

Crónica del país que desalojó al cuerpo y fingió no escuchar el portazo

Hubo un tiempo, no tan remoto, pero ya irrecuperable, en que las calles eran repúblicas autónomas gobernadas por la infancia.

Bastaba que un balón golpeara una barda para que el vecindario entero se reorganizara sin necesidad de permisos ni adultos obsesionados con el orden. La luz del día era el reglamento; la imaginación, la Constitución.

Jugábamos coladeritas, donde la coladera oxidada de la banqueta era portería homologada por la FIFA imaginaria del barrio; jugábamos bote pateado, bolillo, canicas, y cuanto ritual motriz inventara la cuadra entre el polvo y la libertad. No buscábamos medallas: buscábamos territorio.

La ciudad era nuestra primera maestra. Enseñaba ángulos, fugas, desacuerdos, trayectorias. Era un aula indisciplinada, pero lúcida: ahí descubríamos que el cuerpo también piensa.

Y entonces, sin decreto ni despedida, la maestra se retiró. El juego no fue prohibido: fue desalojado. Las calles se endurecieron, y lo que se endurece deja de sentir.

Geografías del miedo, urbanismos del cansancio

Hoy los niños no juegan en la calle porque la calle dejó de ser un espacio practicable. Las banquetas, antes terrenos de iniciación motriz, hoy enseñan miedo antes que equilibrio. La coladera que antes invitaba al tiro raso ahora advierte riesgos.

Los parques —cuando existen— no están llenos: están abandonados. Pasto ralo, luminarias rotas, silencio. No hay instructores, ni ligas, ni promotores. Los espacios están ahí, pero el Estado no. Los deportivos, que deberían ser centros de vida comunitaria, sobreviven como infraestructuras sin alma: canchas sin clases, gimnasios sin horarios, programas que dependen del voluntarismo y no de la política pública.

La inseguridad completa la lección: el espacio público no prohíbe el juego, pero lo vuelve improbable. Y la ciudad reescribe la gramática del cuerpo: correr parece huir, trepar parece invadir, gritar parece subvertir. Jugar se vuelve una forma de desobediencia civil.

Lo paradójico es que el país exige atletas, presume medallas y se emociona con sus corredores… mientras diseña ciudades donde ningún niño puede moverse diez metros sin pedir permiso al semáforo. Celebramos maratones internacionales y destruimos el kilómetro cero de toda cultura física: la cuadra donde uno aprendía que tenía un cuerpo.

Lo que se perdió no fue solo el juego: se perdió su epistemología, ese pensamiento encarnado que nace del movimiento. El juego era intuición antes que teoría, negociación antes que civismo, democracia antes que reglamento. Era política espontánea en shorts. Hoy es arqueología sentimental.

Una ciudad sin juego no es moderna: es literal. Funciona, sí. Pero vibrar, ya no. Habitantes tiene; vida, no.

Recuperar el juego: la política pública que nadie formula

El juego podría volver, si la ciudad recordara que alguna vez fue patio. No es nostalgia, la nostalgia es perezosa, es reconstrucción cultural. Es permitir que el cuerpo vuelva a existir sin pedir disculpas: calles donde correr no sea temerario, parques donde la infancia no sea intrusa, deportivos que operen de verdad y no como bodegas del movimiento.

México no necesita discursos sobre bienestar: necesita ciudades habitables para el cuerpo. Necesita devolverle a la infancia su territorio, y al movimiento su ciudadanía. Necesita entender que el juego no es un lujo: es una tecnología cultural de supervivencia.

Porque una ciudad que no juega no está cansada ni vieja:está deshabitada por dentro.Respira, sí.Pero vivir, lo que se dice vivir, hace mucho que no lo intenta.

Tendencias