En Marte un día dura 24 horas y 39 minutos. No parece gran cosa a primera vista, apenas una treintena de minutos más antes de terminar el día. Pero basta imaginarlo repetido durante semanas, meses, años, para entender que en algún momento las palabras “mañana”, “cumpleaños”, “fin de semana” dejarán de significar lo que significan en la Tierra. Y quizá ese día descubramos que siempre creímos que el tiempo era una línea uniforme, cuando en realidad es un concepto que inventamos para darle orden a nuestra vida.
Desde que Einstein formuló la relatividad general y especial sabemos que el tiempo no es absoluto. Que puede estirarse o comprimirse según la velocidad a la que viajemos o la fuerza gravitacional que nos rodee. Cerca de un agujero negro, los segundos se alargan casi hasta detenerse; a velocidades extremas, quienes viajan envejecen más lento que quienes permanecen quietos. Todo esto es física, sí, pero también es un desafío filosófico: si nuestros relojes dejan de coincidir —si unos avanzan más despacio, otros más rápido, o si algún día incluso pudieran ir hacia atrás—, ¿qué pasará con nuestra idea de pasado y futuro, de juventud y vejez, de memoria colectiva?
Imaginemos colonias humanas en Marte, o en estaciones espaciales donde el Sol no sale ni se pone. ¿Qué calendario seguirán? ¿El terrícola, con días exactos de 24 horas, o el marciano, con esos 39 minutos extra que desordenan la rutina? Durante miles de años hemos medido nuestra vida en ciclos: amaneceres, lunas, estaciones. Ligamos la edad a una órbita de la Tierra alrededor del Sol, como si fuera un estándar universal. Pero ¿qué pasará cuando un niño marciano cumpla “un año” y ese año dure casi el doble que el nuestro? ¿Será más joven o más viejo que un niño terrestre de la misma edad cronológica? Y aún más extremo: ¿qué sucederá cuando un niño en una luna de Júpiter celebre su cumpleaños? Un año joviano equivale a 11,86 años terrestres. ¿Qué significará entonces cumplir años?
El tiempo es más que relojes. Marca rituales, fiestas, aniversarios, incluso la idea misma de la vejez. Si en otro planeta la biología envejece distinto por la gravedad, la radiación o el clima, nuestra noción de “ser viejo” también tendrá que cambiar. Quizá un colono marciano de sesenta años sea considerado joven, porque su cuerpo se desgasta más lento. Quizá en una estación orbital alguien celebre tres cumpleaños terrestres en lo que para él han sido solo dos años locales. Con el tiempo, podríamos perder incluso un lenguaje común para hablar de la infancia, la juventud, la vejez.
Y aquí es donde surge otra inrigante pregunta: si cada planeta moldea el paso del tiempo y las condiciones de vida de manera distinta, ¿podría la humanidad fragmentarse no solo culturalmente, sino biológicamente? Con generaciones expuestas a gravedades, atmósferas y radiaciones distintas, ciertos genotipos podrían adaptarse mejor que otros a cada entorno. Tal vez en Marte la menor gravedad favorezca cuerpos más altos y delgados, mientras que en mundos con gravedad extrema sobrevivan mejor quienes tengan huesos más densos o corazones más potentes. Sumemos a esto ciclos de sueño alterados, distinta nutrición, radiación cósmica… y, con los siglos, no sería extraño que aparecieran rasgos físicos, mentales e incluso conductuales específicos de cada colonia. Al cabo de muchas generaciones, la humanidad podría divergir en ramas distintas, no por guerras o migraciones, sino por la simple adaptación al planeta en el que habitan.
La física relativista dice que el tiempo se curva. Pero tal vez sea nuestra especie la que termine doblándose, creando no solo nuevos calendarios, sino también nuevas formas de ser humano. Y cuando eso pase, tal vez descubramos que lo importante no es cuánto duran nuestros días, sino qué hacemos con ellos… aunque no todos vivamos bajo el mismo Sol.