
Han pasado dos años desde aquel 7 de octubre de 2023, cuando el grupo extremista Hamas lanzó un ataque sin precedentes contra territorio israelí. Más de mil 200 civiles fueron asesinados, centenares secuestrados y un país entero quedó marcado por el terror. La respuesta de Israel fue inmediata y devastadora: una ofensiva militar que arrasó Gaza y multiplicó el sufrimiento de millones de palestinos. Dos años después, la región sigue atrapada en la violencia, con heridas que ni el tiempo ni la política han logrado cerrar.
El atentado no fue un hecho aislado, sino el resultado de décadas de desconfianza, ocupación y retaliación. Hamas, que se presenta como defensor del pueblo palestino, cruzó una línea de brutalidad que conmocionó al mundo. Israel respondió con una fuerza que muchos consideraron desproporcionada, justificándola como un acto de defensa nacional. En ese intercambio de fuego y odio, la población civil quedó nuevamente en medio del desastre. Gaza está hoy en ruinas, con más de dos millones de desplazados, sin servicios básicos ni esperanza real de reconstrucción.
El gobierno israelí, encabezado por Benjamin Netanyahu, se enfrenta todavía al trauma interno y al escrutinio internacional. La promesa de seguridad absoluta derivó en una sociedad más dividida y temerosa. El liderazgo palestino, fracturado entre la Autoridad Nacional Palestina y Hamas, no ha sabido ofrecer una alternativa viable que encauce la indignación hacia un proyecto de Estado pacífico. En ambos lados predominan los extremos, y el precio lo pagan los inocentes.
El atentado del 7 de octubre marcó un punto de inflexión geopolítico. Estados Unidos reforzó su apoyo militar a Israel, lo que reavivó tensiones con el mundo árabe y con buena parte de la opinión pública global. En las calles de Europa y América, millones protestaron por la violencia en Gaza, mientras otros defendían el derecho israelí a protegerse. Las redes sociales se convirtieron en trincheras ideológicas donde cada quien eligió su versión del conflicto. El resultado: un planeta polarizado entre la condena y la justificación, incapaz de construir una narrativa común de paz y humanidad.
La comunidad internacional, una vez más, se mostró impotente. Ni la ONU ni las potencias regionales han logrado diseñar una estrategia efectiva para detener el derramamiento de sangre. Irán, Rusia y China aprovecharon el conflicto para fortalecer su influencia en Medio Oriente, mientras Arabia Saudita suspendió indefinidamente su acercamiento con Israel. El atentado, en suma, reacomodó el tablero global y profundizó las grietas entre Oriente y Occidente.
Pero más allá de los cálculos geopolíticos, la tragedia es profundamente humana. Las imágenes de hospitales colapsados, niños mutilados y familias buscando entre ruinas son una herida abierta para toda la humanidad. Israel ha sufrido el peso del miedo y la pérdida; Palestina, el castigo colectivo y la desesperanza. En ambos pueblos, la desconfianza ha echado raíces, alimentando el círculo del odio. Los jóvenes israelíes crecen viendo a los palestinos como enemigos; los niños palestinos, asociando a Israel con la destrucción. Así se perpetúa un conflicto sin fin.
El liderazgo político tampoco ha estado a la altura. Netanyahu ha utilizado el conflicto como escudo frente a sus problemas internos y judiciales, mientras los grupos palestinos más radicales se fortalecen con el dolor de su pueblo. En este escenario, la paz no solo parece lejana: parece inconcebible. Los acuerdos, cuando se mencionan, suenan vacíos, repetidos y sin respaldo real. La guerra se ha vuelto costumbre, y eso es quizás lo más peligroso.
A dos años del atentado, Gaza sigue bajo asedio, Israel vive con miedo, y la paz sigue siendo una palabra ajena. Las consecuencias del 7 de octubre no se limitan a una región: afectan a todo un orden mundial cada vez más dividido y deshumanizado.
No obstante, entre tanto dolor aún surgen destellos de esperanza. Hay organizaciones israelíes y palestinas que colaboran para llevar ayuda humanitaria, médicos que atienden sin preguntar origen y jóvenes que promueven el diálogo. Son esfuerzos pequeños, pero necesarios. Representan la resistencia moral frente a la barbarie, la voluntad de demostrar que no todo está perdido.
El atentado de 2023 fue un punto de quiebre. Pero este aniversario debería recordarnos que la paz no es un milagro: es una decisión. Mientras el odio siga dictando la política y el miedo siga guiando las respuestas, la tragedia se repetirá con nuevos nombres y nuevas víctimas. El desafío está en romper ese ciclo. En entender que no hay vencedores en una guerra donde mueren los inocentes.