
En un mundo sacudido por guerras prolongadas y diplomacias agotadas, pocos habrían apostado a que Donald Trump —sí, el mismo que fue sinónimo de confrontación y nacionalismo extremo— terminaría asumiendo el papel de mediador global. Sin embargo, el actual presidente de Estados Unidos parece decidido a reescribir su legado, impulsando acuerdos de paz donde antes predominaban la desconfianza y el fuego cruzado.
Trump ha pasado de ser un líder percibido como impredecible y beligerante a presentarse como un actor pragmático que entiende que el poder también se ejerce mediante la paz. Lo demuestra su reciente intervención en los dos conflictos más delicados del planeta: la guerra entre Israel y Gaza, y el enfrentamiento entre Rusia y Ucrania.
El cambio no es menor. Por primera vez en años, Israel y Hamas aceptaron volver a la mesa de negociación gracias a la mediación estadounidense. El intercambio de rehenes israelíes y prisioneros palestinos abrió una rendija de esperanza en un escenario dominado por la desesperanza. Según analistas internacionales, la clave estuvo en el nuevo tono del mandatario: menos estridente, más enfocado en resultados.
Trump no ha dejado de ser Trump —su discurso sigue siendo directo y sus frases calculadas para impactar—, pero su narrativa ha girado hacia la conciliación. “La paz no es una concesión de los poderosos, sino una inversión en la estabilidad del planeta”, declaró ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Una afirmación que, viniendo de él, habría sonado vacía años atrás, pero que hoy encuentra sustento en gestos concretos de distensión.
El mismo patrón se repite en su manejo del conflicto en Ucrania. A diferencia del apoyo incondicional a Kiev que marcó la administración anterior, el republicano apuesta por el diálogo con Moscú y ofrece incentivos económicos a cambio de una desescalada militar. Su reciente encuentro con Vladimir Putin en Ginebra y las posteriores conversaciones con Volodímir Zelenski revelan una estrategia clara: reposicionar a Estados Unidos como árbitro, no como parte.
No se trata, sin embargo, de un viraje ideológico, sino de una maniobra pragmática. Trump parece haber comprendido que el desgaste militar y financiero derivado de los conflictos bélicos amenaza la estabilidad económica global y la de su propio país. Así, la paz deja de ser un gesto moral para convertirse en un instrumento de poder.
En esta lógica, Washington busca recuperar legitimidad frente a la expansión de China y a un orden internacional en transformación. Trump ha intuido que el mundo está cansado de la guerra, y que la diplomacia —bien utilizada— puede ser el camino para reconstruir el liderazgo estadounidense.
Los resultados iniciales avalan esa lectura. La tregua entre Israel y Gaza, aunque frágil, permitió el ingreso de ayuda humanitaria y el inicio de conversaciones sobre la reconstrucción de la Franja. En Europa del Este, la distensión diplomática impulsada por la Casa Blanca ha frenado temporalmente la escalada de ataques en Donetsk y Járkov.
No faltan los críticos que atribuyen sus gestos de paz a cálculos electorales. Otros advierten que tras su aparente moderación persiste el interés de condicionar los acuerdos a beneficios estratégicos para Estados Unidos. Pero incluso si tales sospechas fuesen ciertas, los efectos tangibles —una reducción de la violencia y el restablecimiento del diálogo— son difíciles de desestimar.
Trump ha demostrado una notable capacidad para reconfigurar su imagen pública. Aquel mandatario que en su primera gestión encendía tensiones hoy parece entender el valor político de la serenidad. Si logra consolidar la paz en Gaza y acercar posiciones entre Kiev y Moscú, podría pasar de ser recordado como un líder polémico a ser reconocido como un estadista eficaz.
El reto, claro, será mantener la coherencia. No bastan los acuerdos preliminares ni los discursos bien formulados; la verdadera prueba será sostener la estabilidad cuando resurjan las presiones internas o las tentaciones del viejo unilateralismo. La paz no se decreta: se construye con paciencia, credibilidad y constancia.
Estamos ante un punto de inflexión. Si esta etapa de la política internacional prospera, Estados Unidos podría recuperar su papel de líder global no desde la imposición, sino desde la capacidad de persuadir. En esa transición, Trump encarna una paradoja: el mismo hombre que simbolizó la fractura podría convertirse en el arquitecto de un nuevo equilibrio mundial.