
Estados Unidos avanza con la inquietud de quien siente que el tablero se vuelve inestable y que sus recursos estratégicos ya no alcanzan para sostener todas las piezas en su sitio. La operación “Lanza del Sur”, anunciada por el secretario de Guerra, Pete Hegseth, no aparece en el vacío: coincide con un clima político en el que congresistas, gobernadores y aspirantes presidenciales repiten, con creciente estridencia, que es hora de intervenir directamente en México para “acabar con los cárteles”. No se trata solo de declaraciones altisonantes, sino de un discurso que gana tracción y que busca habilitar acciones militares sin pedir permiso.
El arribo reciente del USS Gerald Ford al sur del Caribe —el portaaviones más grande y sofisticado de la historia estadounidense— añade un subtexto evidente. Ese despliegue no solo es un acto de poder; es un mensaje flotando en aguas cálidas: Estados Unidos está dispuesto a usar su fuerza donde considere que sus intereses, o incluso sus narrativas internas, lo exigen. En Washington, la seguridad nacional se ha convertido en un concepto tan elástico que puede abarcar desde rutas marítimas hasta la política migratoria, pasando por la lucha contra el narcotráfico y, ahora, por la idea de “neutralizar” a los cárteles mexicanos fuera de su territorio.
El discurso político estadounidense actual es revelador. Hay congresistas que exigen designar a los cárteles como organizaciones terroristas extranjeras; otros piden autorizar operaciones armadas dentro de México; algunos, más temerarios, llaman a “bombardear laboratorios”. Tales declaraciones, antes marginales, hoy se discuten en comités legislativos, aparecen en plataformas de campaña y se repiten en medios masivos con una naturalidad inquietante. En este ambiente, “Lanza del Sur” parece el complemento operativo de una presión política que ya se asume legítima en buena parte del espectro estadounidense.
La narrativa de cooperación, asistencia y lucha bilateral luce cada vez más tenue. Nombrar “terroristas” a los grupos criminales no es una ocurrencia técnica, sino una llave para abrir un abanico de acciones extraterritoriales que permitirían a Estados Unidos actuar sin el consentimiento formal del país afectado. Para México y América Latina, aceptar ese lenguaje implica riesgos: una vez que se adopta la etiqueta, detener las consecuencias resulta casi imposible.
La historia continental ofrece suficientes ejemplos: operaciones presentadas como temporales que se volvieron permanentes; misiones humanitarias que derivaron en intervenciones directas; alianzas de seguridad que, con el tiempo, devinieron tutelas. Por eso preocupa que “Lanza del Sur” sea presentada como una operación quirúrgica. La región conoce bien que las cirugías externas rara vez cicatrizan sin dejar cicatrices profundas.
El USS Gerald Ford, con su capacidad de proyectar fuerza a miles de kilómetros, actúa como recordatorio para todos: a los cárteles, que Washington no tolerará escenarios donde perciba una amenaza a sus ciudadanos o intereses; a los gobiernos latinoamericanos, que espera alineamiento y resultados; a potencias como Rusia, China e Irán, que esta zona del continente no será terreno neutral para su influencia creciente. A esta ecuación se suma la coyuntura interna estadounidense: elecciones próximas, discursos de “mano dura” que dan votos y la necesidad de culpar a factores externos por las crisis de consumo de fentanilo y otras drogas sintéticas.
En ese contexto, México se vuelve blanco predilecto. Se mezcla la dependencia económica, la frontera compartida, la presión electoral y la narrativa de que “el problema viene de afuera”, omitiendo deliberadamente que el mercado, el dinero, las armas y buena parte de la cadena operativa del narcotráfico nacen y se sostienen dentro de Estados Unidos.
Para Washington, “Lanza del Sur” será presentada como un gesto de cooperación multinacional. Pero detrás del envoltorio diplomático subyace un objetivo claro: ampliar su margen de acción militar y política en la región, especialmente sobre México. Los países latinoamericanos recibirán capacitación, inteligencia y equipo, sí, pero también presiones, condicionamientos y la sombra de una dependencia reembolsable en términos de soberanía.
La disyuntiva vuelve a colocarse en el centro del continente: o se fortalecen los mecanismos regionales propios, o la región quedará sujeta al diseño estratégico de una potencia que hoy se siente con derecho —y necesidad política interna— de intervenir donde juzgue conveniente.
La pregunta es sencilla, aunque su respuesta no lo sea:
¿Podrá América Latina defender sus propios intereses mientras Estados Unidos utiliza la lucha contra los cárteles como argumento para extender su influencia militar?
Porque cada vez que una potencia alza una lanza, la región debe preguntarse si será objetivo, aliado… o instrumento.