El pasado 7 de agosto la Corte Interamericana de Derechos Humanos señaló que el cuidado constituye “una necesidad básica, ineludible y universal, de la cual depende tanto la existencia de la vida humana como el funcionamiento de la vida en sociedad” y, por tanto, lo reconoció como un derecho: a ser cuidados, a cuidar. En consecuencia, los Estados deben legislar al respecto y generar sistemas con medidas necesarias para garantizarlo.
En la actualidad, el 40 por ciento de los trabajos remunerados en México están ocupados por mujeres; pero tras conquistar el derecho a trabajar de manera remunerada, nos percatamos de que se nos había triplicado la jornada: el hogar, los cuidados y las horas laborales. Algunas, las más privilegiadas, pudieron externalizar parte de esas “obligaciones” con trabajadoras domésticas. Otras, incluyendo a esas trabajadoras domésticas, les tuvieron que hacer frente como pudieron.
A pesar de los esfuerzos en la lucha por la igualdad, los cuidados y el trabajo doméstico son realizados por las mujeres en un 71.5 por ciento que equivale al 24.3 por ciento del PIB de México, según el Inegi. Sin embargo, los cuidados permanecieron invisibilizados, disfrazados bajo el manto del amor maternal y filial, donde atender a los seres queridos se interpreta como la puesta en práctica de ese amor, y nada más. Ni como trabajo, ni como obligación, ni como carga añadida, simplemente la vida de las mujeres, sucediendo.

Además, no todas las mujeres somos iguales y el cuidado que se realiza tampoco lo es: la clase social, el lugar donde vives o la pertenencia a un pueblo indígena puede implicar distintas necesidades o, incluso, una forma diferente de entender el cuidado, trascendiendo el hogar y la familia. Hay lugares donde también toca cuidar al territorio y la comunidad.
A medida que el Estado del bienestar ha sido desmantelado por el neoliberalismo, los cuidados se complican: por la dificultad creciente para acceder a vivienda digna, los trabajos sin flexibilidad, las jornadas escolares reducidas, las pocas o nulas opciones públicas para la atención de adultos mayores o con necesidades especiales, contextos comunitarios inseguros y crecimiento exponencial de hogares monoparentales con mujeres al frente.
¿Por qué estas tareas recaen prioritariamente en las mujeres? En el tema de los cuidados confluyen muchos de los problemas que nacen del patriarcado capitalista, empezando por la creencia de que “por naturaleza” nos corresponde ser las cuidadoras principales. Al mismo tiempo, cuidar —eso que nos define como seres humanos— es en sí mismo un acto de resistencia al sistema: lo opuesto a la violencia, al extractivismo y al individualismo.
El derecho al cuidado reconoce esa labor invisibilizada, el deseo genuino de que como personas, y no en tanto mujeres, podemos cuidar y ser cuidadas, así como las escasas condiciones que existen para que los cuidados se compartan y sean garantizados por los Estados, colectivizados por la comunidad y antepuestos a la explotación laboral y personal.
Al mismo tiempo, este derecho llega en un momento de retradicionalización, en el que se reivindica abiertamente, por parte de actores muy privilegiados, que lo “ideal” es que el hombre trabaje fuera y la mujer en casa. Y claro, si él lleva el dinero, lo lógico es que ella se encargue del hogar. Que cuide a los niños. Que limpie…
Cuidado. Ya sabemos cómo acaba esta historia. El derecho al cuidado debe ser un proyecto colectivo de justicia social, de generar comunidades más fuertes. De ninguna forma puede ser una excusa para imponer el rol tradicional a las mujeres.

*Mariana Espeleta Olivera y María de la Concepción Sánchez Domínguez-Guilarte, académicas del Centro Universitario por la Dignidad y la Justicia del ITESO.