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UNIVA: La paradoja de lo “inteligente” que en ocasiones no lo es tanto

En la era de la modernidad tecnológica, todo lo que lleva la etiqueta de “inteligente” se presume mejor y más sustentable. Casas, edificios, baños y hasta ciudades se promocionan como soluciones que reducirán el consumo de recursos principalmente de agua y energía.

Los sensores que regulan el flujo del agua en los baños públicos, los sistemas automáticos de iluminación en oficinas y calles o los controles de climatización supuestamente programados para optimizar la temperatura no siempre cumplen con su cometido. De hecho, en muchas ocasiones terminan provocando un consumo mayor que el que se tendría con un uso manual y consciente.

Los baños públicos son el escenario más evidente, los sensores en llaves y sanitarios deberían evitar que alguien deje correr el agua, pero suelen fallar. A veces no detectan las manos y es molesto para la persona estar probando de lavabo en lavabo hasta conseguir lavarse, otras veces liberan más líquido del necesario; o a quién no le ha pasado que en alguna llave del baño de las que funcionan al presionar el botón superior, sigue saliendo agua sin control hasta que el cierre automático ocurra sin posibilidades de regular el flujo ni el tiempo que permanece abierto, desperdiciando agua sin sentido, aquí no estamos hablando propiamente de dispositivos controlados por sensor, pero sí de los que han sido diseñados e instalados con el propósito de reducir el desperdicio.

Modernidad tecnológica, la etiqueta de “inteligente” que presume de mejor y más sustentable

Con los inodoros ocurre lo mismo, algunos se disparan hasta tres veces en una sola visita, un usuario consciente gastaría mucho menos con un sanitario convencional.

La raíz del problema no está en la “distracción” del ciudadano, sino en la falta de mantenimiento, llaves que gotean, flotadores defectuosos o fugas no atendidas. Los sensores no solucionan estos problemas, solo los esconden bajo un barniz de modernidad y además transmiten un mensaje equivocado, que la máquina ya se ocupa de cuidar el agua, restando responsabilidad al usuario.

En edificios, oficinas, la calle y algunas universidades abundan los sensores de movimiento para encender y apagar luces. La idea es buena, pero en la práctica basta con que alguien pase por un pasillo para que se ilumine de más, o un trabajador se quede a oscuras porque no hizo suficiente movimiento, incluso con la sala repleta de personas. La incomodidad es evidente, y el supuesto ahorro termina en gasto innecesario. Además, los encendidos y apagados constantes dañan y acortan la vida útil de las luminarias, generando más residuos y mayores costos de reposición.

Los sistemas de climatización automáticos presumen eficiencia, pero muchas veces no reflejan la realidad de quienes están dentro. Hay oficinas heladas en invierno o sofocantes en verano que son la prueba de que los algoritmos no consideran la experiencia humana. Mantener espacios vacíos a una temperatura fija contradice cualquier política de ahorro energético y aumenta las emisiones de carbono.

Secadores de aire que gastan más energía que toallas de papel, dispensadores automáticos que liberan producto de más, o elevadores “eficientes” que provocan más viajes innecesarios son solo algunas de las tecnologías que prometen ahorro, pero generan desperdicio. El problema radica en sistemas diseñados en condiciones ideales, sin adaptarse a la diversidad de contextos. Gobiernos y empresas los implementan para “dar buena imagen”, sin estudios de seguimiento que comprueben su efectividad. En muchos casos, la sustentabilidad termina siendo un negocio, más que un compromiso real.

El impacto es ambiental con más litros de agua y más kilovatios consumidos, económico con costos de mantenimiento que se disparan y social por la desconfianza ciudadana hacia todo discurso verde. Si la “tecnología sustentable” se percibe como un disfraz, iniciativas realmente valiosas corren el riesgo de perder el apoyo.

La tecnología no debe rechazarse, pero sí evaluarse y acompañarse de educación ciudadana. Un sensor puede ser útil, pero nunca sustituirá la conciencia. Una persona informada cerrará la llave o apagará la luz sin necesidad de dispositivos.

El mantenimiento constante y la retroalimentación sobre su desempeño son claves para que los sistemas cumplan su propósito. La palabra “inteligente” no garantiza eficiencia. Los sensores de agua, las luces automáticas o los climas programados muestran que lo moderno puede ser torpe si no se adapta al contexto y si no se acompaña de responsabilidad humana. El verdadero ahorro no está en delegar todo a las máquinas, sino en asumir que lo que necesitamos no son baños o edificios inteligentes, sino ciudadanos inteligentes.

*Dra. Sandra Pascoe Ortiz / Profesora Investigadora / Universidad del Valle de Atemajac, Campus Guadalajara (UNIVA)

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