De acuerdo con el aclamado texto Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de sueños 2010), de Silvia Federici, el paso a la era industrial y al capitalismo moderno no hubiera sido posible sin la implementación de un modelo de persecución y exterminio conocido como “la caza de brujas” en Europa, principalmente en los siglos XV y XVI.
En ese periodo se consolidó una narrativa según la cual las mujeres somos moralmente débiles y potencialmente peligrosas, en tanto somos susceptibles de caer en las tentaciones del maligno. Supuestamente las brujas mataban niños, producían pócimas para dañar a sus enemigos y además tenían una sexualidad desbordada —usualmente con el demonio.
Las primeras en ser señaladas de brujas fueron las mujeres que se dedicaban a ser parteras y curanderas. También las solteras o viudas, aquellas que no habían tenido hijos, que tenían conocimientos científicos o tecnológicos. Y, por supuesto, aquellas cuya vida sexual no se ceñía a las relaciones reproductivas dentro de los límites matrimoniales.
Las acusaciones de brujería rompieron a las comunidades campesinas desde adentro al enfrentar a vecinos entre sí, particularmente a los hombres contra algunas mujeres. Aquellas que fueron condenadas como brujas recibieron castigos ejemplares, entre ellos el más conocido: ser quemadas en una hoguera.

Esta cacería surgió en un contexto de disminución de la natalidad en Europa, producto de las fuertes hambrunas provocadas por la sequía, los estragos de la peste, así como el encarecimiento de la escasa mano de obra en una demanda que se ampliaba ante la industrialización y el surgimiento del mercado. Hacía falta más mano de obra y las mujeres tenían que reproducirse y criar, a como diera lugar.
La relevancia de estos antecedentes podría reducirse a una explicación histórica de la manera y las razones por las cuales se dio una persecución sistemática de las mujeres en los albores del capitalismo, pero cobra actualidad cuando reflexionamos respecto de algunas situaciones que se han presentado recientemente en el contexto mundial, en el que se culpabiliza al movimiento feminista de destruir a la familia y de la disminución de la natalidad.
Ciertamente, ya no se les llama brujas, excepto como una forma burlona de descalificación, pero la condena a las mujeres rebeldes a la dominación masculina y con objetivos de vida que se anteponen a los roles tradicionales de cuidadoras va creciendo en el discurso público… y también las amenazas. Y no, estas no provienen solo de los talibanes.
En Japón, el Partido Conservador liderado por Naoki Haykuta propone un futuro en el que se obligue a las mujeres a casarse antes de los 25 años, y castigar a las solteras mayores de 30 con la extracción del útero. Al ser cuestionado, señaló que eran propuestas hipotéticas para discutir el problema de la natalidad.
En noviembre de 2024 se aprobó en Rusia un proyecto de ley en el que se prohíbe promover o comunicar positivamente estilos de vida sin hijos. Además, el acceso al aborto se ha visto cada vez más obstaculizado y se considera que las mujeres deben tener hijos como deber patriótico.
A esta mirada pronatalista, que pretende sancionar o presionar las mujeres para que tengan hijos, se suma una retórica según la cual el feminismo es una postura “egoísta”, y las mujeres deben retornar a los hogares, los cuidados, el trabajo no remunerado y la aceptación de la autoridad masculina.
Mientras tanto, en las calles, el lema feminista “Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar” cobra más sentido que nunca.

*Por Concepción Sánchez Domínguez-Guilarte y Mariana Espeleta Olivera, académicas del Centro Universitario por la Dignidad y la Justicia del ITESO