
Por primera vez en muchos años, como ya vienen sucediendo muchas cosas por inédita ocasión en la Catedral Metropolitana la navideña Misa de Gallo, tradicionalmente al filo de la medianoche, fue celebrada a las ocho de la noche. ¿La razón? Darles más tiempo a los fieles para sus celebraciones hogareñas y también evitarles el riesgo de salir a la calle en una ciudad con tan graves peligros como ésta.
A esa ceremonia asisten relativamente muy pocas personas. Por tanto, la importancia del hecho no es numérica sino simbólica. El arzobispado aprovecha la ocasión para insistir en algo de lo cual sus mismos ministros han sido víctimas, el vandalismo, la delincuencia, el riesgo, la inseguridad y de paso darle otro rapapolvo al gobierno del DF.
La explicación oficial, como casi todas las de esta naturaleza no confirma la realidad sino la aparente corrección. Es una salida elusiva, airosa, no una verdad.
Por desventura para quienes creen en su naturaleza evangélica, la Iglesia de nuestros días, al menos la parte de ella comandada por la autoridad superior del cardenal Norberto Rivera Carrera, se ha convertido en un elemento visible en el juego del poder y no en una potestad asentada únicamente en su condición espiritual y religiosa.
El cardenal Rivera oscila entre la religiosidad y la administración del poder eclesiástico en la ruleta de los poderes terrenales. Eso lo hacen todos, se podrá decir. Eso hizo Juan Pablo II cuando se convirtió en un factor decisivo en los cambios del mundo. Y es verdad, pero no son iguales el estilo de uno y otro y —mucho me lo temo—, la habilidad o el talento.
Este cambio en la misa, al menos en su horario, se debe entender en el conjunto de los acontecimientos recientes. Escandalosas fueron las irrupciones incivilizadas de los perredistas quienes por más de once ocasiones perturbaron los derechos religiosos de fieles y sacerdotes en la Catedral y fuera de ella, especialmente cuando atacaron la camioneta del dignatario católico. Eso por no hablar de la histeria populista de Doña Rosario.
Firme y preocupante la reacción final del arzobispado: ordenar desde Roma (nótese el peso del mensaje) la clausura de la Catedral Metropolitana asiento del poder de la Iglesia desde los tiempos coloniales y muy notable la posterior andanada (se podría decir sin relación alguna entre ambos conjuntos de hechos) del Cardenal contra los medios de comunicación quienes como de costumbre quedan impunes por sus pecados y se ven señalados por algunos ni siquiera cometidos.
Obviamente cuando el Cardenal señaló desde una prisión a los medios y sus prostitutas y prostitutos capaces de asesinar el bueno nombre, la fama y la honra de quien sea, lo hacía por la andanada con la cual lo han zarandeado a él por haber (presumiblemente) protegido al ya célebre pederasta Nicolás Aguilar. No podría hallar inspiración para sus acusaciones en aquella frase de Malcolm Lowry para quien el periodismo es la prostitución masculina del verbo y de la pluma.
Sería muy difícil la coincidencia en opiniones de un príncipe eclesiástico y un escritor borracho.
Pero más allá de semejanzas o distinciones entre la política y la literatura, Norberto Rivera ya ha marcado su paso por la cátedra. Es un hombre en conflicto y en eso se distingue de sus antecesores —ya veremos si para bien o para mal— quienes jugaban el mismo juego pero desde la sombra, con la diagonal en los escaques, como toca a todo alfil.
No le llaman el tacto de aire (así de sutil era) de Ernesto Corripio ni las finas maneras de Miguel Darío Miranda. Ellos intervenían de otro modo en ocasiones más sencillo y en muchas más harto complicado. Lo hacían desde el disimulo y la apariencia de no estar. Pero a Rivera le ha tocado la nueva Iglesia mexicana; esa a la cual Carlos Salinas le abrió las puertas y ventanas de la participación (y la legalizada intromisión) en un proceso al parecer indigesto.
Como si no supiera vivir en la plena luz del día y cometiera errores de respaldos indebidos y arrepentimientos tardíos. Quizá ese es el caso entre el PRD y el Arzobispado.
Leo, por otra parte, las palabras de Benito XVI, el Sumo Pontífice de la Iglesia Romana: “Las tensiones étnicas, religiosas y políticas, la inestabilidad, la rivalidad, los desacuerdos, y todas las formas de injusticia y discriminación están destruyendo el tejido interno de muchos países y enturbiando las relaciones internacionales”.
Inestabilidad, rivalidad, desacuerdos. Palabras fundamentales en la queja del Pontífice. Pero, ¿tiene otras circunstancias la Iglesia de hoy al menos en esta ciudad?
racarsa@hotmail.com
Copyright © 2007 La Crónica de Hoy .