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Crímenes sin resolver: ¿quién mató a los amantes de la calle de Lucerna?

Cualquiera pensaría que, a mediados del siglo XX, las investigaciones policiacas se habían beneficiado de los procesos de ensayo y error, de los logros y descubrimientos técnicos de detectives de todas partes del mundo. Pero no siempre las cosas funcionaron a la perfección. Un doble homicidio, ocurrido en la colonia Juárez de la capital mexicana, así lo demuestra: entre descuido extremo y poca pericia, aquellas muertes nunca quedaron aclaradas, y nunca se identificó a los responsables.

historias sangrientas

La prensa bautizó a las víctimas como

La prensa bautizó a las víctimas como "Los Amantes de Lucerna", y con ese nombre el doble crimen se convirtió en un enigma policiaco de la capital mexicana.

Los reporteros de nota roja de mediados del siglo XX tenían suficientes horas de vuelo para comprender la importancia de preservar indicios y huellas que condujeran a la resolución de los crímenes que diariamente se cometían en la ciudad de México. Pero lo que vieron aquel 13 de septiembre de 1959 sorprendió a aquellos hombres, curtidos por la constante visión de la muerte violenta: un doble homicidio de probable origen pasional, ejecutado con particular saña, y que, después de indagaciones e interrogatorios no pudo aclararse. Los asesinatos de quienes la prensa llamó “Los Amantes de Lucerna” siguen siendo un enigma de los archivos policiacos de México.

Aquellos crímenes eran, para aquellos reporteros que todavía conservaban un dejo de vuelo literario heredado de los periodistas de épocas pasadas, un caso apetitoso, que recordaba historias tremendas de otros tiempos: una de las víctimas, Mercedes Cassola, mujer madura, para la época, rica y de intensa vida sentimental, personaje de las páginas de sociales, recordaba, a los memoriosos de las redacciones, el caso de Jacinta Aznar, asesinada veintisiete años atrás, en 1932. Mucho ruido se había armado entonces, y la fuente policiaca se había aplicado, desde el primer momento, en el seguimiento del caso, que fue resuelto con eficacia y que dio lugar a un macabro verbo para referirse a la “ley fuga”, “galleguear”, tal como se la habían administrado al asesino de Aznar, un hombre llamado Alberto Gallegos.

Pero el asesinato de Mercedes Cassola no estaba destinado a convertirse en uno de los éxitos de la policía de la ciudad de México. Por razones absurdas y de todos conocidas: no había, y nunca hubo, pruebas sólidas que condujeran a la plena identificación de los culpables de aquel doble crimen, cometido en una mansión lujosa de la colonia Juárez.

¿Por qué no había pruebas? Porque no bien se conoció en la capital aquel hecho de sangre, los curiosos que nunca faltan se dejaron ir en tropel a la calle de Lucerna. Llenaron las aceras, lograron penetrar al jardín. Los más audaces -o más desvergonzados- se pegaron a las autoridades que comenzaban a llegar a la escena del crimen, y unos cuantos pudieron ver, tendida en su lecho, el cadáver de aquella mujer, ultimada a puñaladas

Pero con los curiosos y entrometidos llegó un raro torbellino de desorden, de caos dentro del caos que era ya el hogar de la mujer asesinada. Cuando la policía reparó en el daño que aquella entrada turbulenta de gendarmes, agentes de la policía judicial y autoridades había provocado, era ya muy tarde. No habría manera de resolver el caso.

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Conforme a las instrucciones recibidas, María Luisa Monroy, una de las sirvientas de la casa marcada con el número 99 de la calle de Lucerna, tocó a la puerta de la alcoba de su patrona, la rica catalana Mercedes Cassola. Pero la señora no abría. La joven María Luisa, de apenas 19 años, reunió valor para abrir la puerta, esperando no recibir un regaño. Doña Mercedes salía de viaje, nada menos que a Las Vegas, y debía levantarse temprano para marcharse al aeropuerto.

Pero cuando María Luisa penetró en la alcoba, la sangre se le heló: su patrona ya no iría a ninguna parte. Su cadáver estaba atravesado en la cama, boca arriba. Yacía en un enorme charco de sangre.

El grito de María Luisa se escuchó por toda la casa. Acudió en su ayuda otra de las trabajadoras de la mansión, Amalia Martínez. El horror les nublaba la mirada. Del otro lado del lecho, en el piso, estaba el cadáver del amante de Mercedes, un hombre mucho más joven que ella, al que las muchachas conocían solamente como el señor Yicilio. Después, la prensa publicaría su nombre completo: Ycilio Massine.

Aterrorizadas, las mujeres corrieron a la calle, pidiendo ayuda. Un vecino, compadecido de ellas, les permitió llamar a la policía. Poco después, empezaron a escucharse las sirenas de las patrullas, que empezaban a llenar la usualmente tranquila calle de Lucerna. Con las autoridades llegaron también los reporteros. Y atraídos por el escándalo, empezaron a aparecer docenas de curiosos que deseaban enterarse qué había ocurrido en la rica casa de la española Mercedes Cassola.

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Algunos reporteros contarían después que la mansión estaba convertida en una auténtica romería, a pesar de ser domingo. Policías e investigadores se movían por toda la casa en busca de las primeras pistas que permitieran aclarar el doble crimen, pero un extraño impulso caótico parecía dominar aquella casa: también, como si estuvieran en sus propios hogares, algunos de los mirones que habían llegado primero, se movían con entera tranquilidad husmeando aquí y allá. Algunos periodistas, veteranos en el arte de narrar la nota roja, se dieron cuenta de que algunos de aquellos desconocidos tomaban los objetos que les llamaban la atención, los examinaban a detalle y luego los dejaban en cualquier otro rincón, sin fijarse mucho, y sin que nadie les llamara la atención.

Después, alguno de esos reporteros señalaría que ese desorden contagió a las autoridades que se hacían cargo del caso: se contaría después cómo Fernando Romero, director de la Policía Judicial del Distrito Federal, tomaba cuanto objeto llamaba su atención, de los muebles del pasillo que conducía a la escena del crimen, y, sonriente, se los mostraba a los fotógrafos enviados por los periódicos, y, al menos en una ocasión, a los representantes de la jovencísima televisión mexicana. A ese hombre, como se dice en la jerga periodística, le encantaban los reflectores, y no perdía oportunidad de hacerse notar en los medios de comunicación.

Lo que faltaba en aquella casa desdichada, visitada por la muerte, era un poco de orden, espacio para que los investigadores empezaran a hacer su trabajo. Pero el caos se disolvió hasta que llegó el entonces subjefe de la Policía del Distrito Federal, Raúl Mendiolea Cerecero, quien, al ver el desastre, pegó un grito: todos los que nada tenían que ver con los sucesos debían salir de la casa. Sólo así los curiosos y entrometidos regresaron a la calle.

Encabezado por Mendiolea, se inició un recorrido más sereno, metódico, con el fin de obtener indicios del paso de los asesinos de Cassola y Massine. En el comedor se halló una botella de coñac, con tres copas. El equipo policiaco entró a la recámara de la víctima. Muros y muebles estaban manchados de sangre, y el desorden mostraba dos cosas: que las víctimas habían resistido el ataque de sus agresores, y que, después de matar a la pareja, los asesinos habían revuelto la alcoba, en busca de objetos de valor o dinero.

Mercedes Cassola e Ycilio Massine habían sido asesinados a puñaladas, se aventuró como primera hipótesis. Al recoger el cuerpo de la rica española, se advirtió que también había recibido un fuerte golpe en el cráneo. No faltó quien volviera a recordar la triste suerte de Chinta Aznar.

En un cajón de la mesa de noche, Mendiolea encontró dos boletos de avión, para salir de Mexico ese domingo 13 de septiembre. Detrás de una pesada cortina se halló una bolsa de tela gruesa que contenía las joyas de Cassola. El lavabo del baño contiguo a la recámara estaba ensangrentado. La policía dedujo que, después de cometer los asesinatos, los culpables -porque era imposible que una sola persona hubiera podido someter a dos personas- se hubieran lavado las manos llenas de sangre. El subjefe de la policía descartó de forma inmediata el robo como el móvil de aquellas muertes, puesto que las joyas de Mercedes se encontraban en la habitación.

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Entonces, y solo entonces, Mendiolea solicitó a los peritos en dactiloscopía que le reportaran de las huellas encontradas en la casa.

El informe hablaba no de una investigación policial, sino de un completo desastre: las huellas de las víctimas y sus asesinos, sus pisadas en las alfombras, habían desaparecido por completo, a causa de la imprudencia de los curiosos y del jefe de la judicial y sus acompañantes. Mendiolea esperaba tener datos importantes derivados del examen de la botella de coñac y las copas. Pensaba que, por fuerza, ahí estaba el rastro de uno de los criminales. Pero cuando los peritos pudieron examinar los objetos, hallaron al menos una veintena de huellas diferentes.

Conteniendo la ira, el subjefe de la policía capitalina envió los cadáveres al Servicio Médico Forense para que se les practicara la autopsia. Mal pintaba aquello. Con una total alteración de la escena del crimen, poco o nada cabía esperar. Quizá desde ese momento, Mendiolea intuyó que el caso Cassola estaba destinado a permanecer si resolver.

INVESTIGACIONES, SOSPECHOSOS… ENIGMAS

A pesar de que nada había en la casa de Lucerna 99 que sirviera para apoyar la investigación, la policía de la capital empezó a buscar las huellas que la vida de Mercedes Cassola había dejado en algunos ámbitos.

Cassola, divorciada y rica, era personaje usual del mundillo de chismes que se tejía entre los capitalinos con dinero. Su matrimonio se había disuelto a causa de una infidelidad de su marido, Félix Herrán, y ella había preferido vivir una vida que escandalizaba a las buenas conciencias, con amigos y amantes mucho más jóvenes que ella, que amaba las buenas fiestas y que había contraído la pasión del jaialai, deporte que en los años cincuenta del siglo pasado, era una de las diversiones trepidantes del México nocturno.

A Mercedes Cassola no solo le gustaba el jaialai: disfrutaba apostando fuertes sumas a tal o cual jugador. Era muy conocida en el ambiente, y la policía supo que llevaba amistad incluso con los corredores de apuestas. Como los chismes también corrían por el Frontón México, no faltó quien le contara a las autoridades que los dos últimos amores de la rica española habían nacido al calor del jaialai. Ycilio Massine, quien le había contado a su madre que pronto no habría penurias para ellos, porque empezaría a trabajar como secretario de “una señora muy rica”, resultó tener amistad con un grupo de italianos cuya estancia en México no era legal. Carlos Zippo, Giusseppe Bari eran dos de ellos. Junto con un cubano, Toni Lana, un mexicano, José Contreras, y un sujeto conocido como “El Roberto”, habían armado una pequeña banda que se ganaban la vida cortejando señoras ricas y que solían pasar la vida en los cafés de las calles de San Juan de Letrán, Bolívar y República del Salvador.

La prensa afirmaría que aquellos jóvenes, bien parecidos y de aspecto simpático, eran “homosexuales, drogadictos y gigolós”. Una de sus bases de operaciones era el Frontón México. Algunos de los integrantes del grupo fueron interrogados por la policía, que empezó a filtrar información a la prensa. Pronto se supo que varios de los integrantes de ese grupo señalaban a Javier Nava Cortés como el responsable de los crímenes de Lucerna.

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Cuando aquella versión se generalizó, Nava Cortés se entregó a las autoridades, jurando que era inocente. La prensa lo criminalizó de inmediato, porque era el prototipo del “rebelde sin causa”: copete envaselinado, chamarra de cuero, botines, pantalones vaqueros. De alguien con esa imagen, todo podía esperarse.

Nava Cortés confesó muchas cosas: que había tenido relaciones amorosas con Mercedes, y que ella le pagaba 2 mil pesos al mes por visitarla en su casa. Con el tiempo se había cansado de ella, porque era más de veinte años mayor que él, y que la mujer le exigió la devolución de una medalla de oro que le había obsequiado. Nava se negó y vendió la medalla (“por un apuro”) en 300 pesos.

Sí, sabía que tenía un novio, Massine, al que conoció, pero con el que no tuvo mayor trato. Nunca admitió ser culpable del doble crimen. Si se había entregado, agregó, era porque había oído que la policía “buscaba a un joven”, pero que al principio no tenía idea de que se le considerara sospechoso.

Apareció otro sospechoso: Víctor González, El Villa, que contó una historia similar a la de Javier Nava. Ambos tenían coartada: estuvieron paseando y bebiendo en un bar, El Eco, en la calle de Sullivan. El bar tenía mala fama: se decía que era un espacio de “gente de extrañas costumbres”, como se decía en aquellos días de los bares gay. Pero nunca hubo nada concluyente.

El caso empezó a disolverse en especulaciones: se dijo que Mercedes Cassola estaba involucrada en tráfico de drogas, y que Massine era homosexual y gigoló. Por la especial saña con que fueron apuñalados -Ycilo tenía más de 70 heridas- se habló de un crimen motivado por los celos de alguno de los muchachos cercanos a Massine. Finalmente, Nava y González fueron liberados por falta de pruebas.

El subjefe de la policía, Raúl Mendiolea, siempre recordaría aquella copa, que probablemente tenía la huella del asesino, y que desapareció en el caos y la imprudencia.