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“Dead bandit”: así mataron a Pascual Orozco

Para las narrativas convencionales de los movimientos revolucionarios, aquel maderista de la primera hora, chihuahuense, se convirtió en traidor desde el momento en que criticó los lentos procesos del maderismo triunfante. Proscrito como rebelde, se convirtió en el terror de los capitalinos. Cuando le llegó la muerte, fotografiaron su cadáver como el de un delincuente

Un periódico de El Paso denunció que todos los cuerpos tenían tiro de gracia, y tenían huellas de haber sido atados. Pascual Orozco había recibido varios culatazos en la cabeza Un periódico de El Paso denunció que todos los cuerpos tenían tiro de gracia, y tenían huellas de haber sido atados. Pascual Orozco había recibido varios culatazos en la cabeza (Especial)

“Dead bandit”: “bandido muerto”. Quién iba a pensar que así iba a terminar el general Pascual Orozco, maderista entusiasta, compañero de armas de Francisco Villa, fantasma armado que le quitaba el sueño a los habitantes de la ciudad de México en 1912. Bandidos muertos. Esa fue la etiqueta que Orozco y un puñado de compañeros recibieron después de perecer tiroteados en un poblado de la frontera, del lado estadunidense, acusados de cuatreros. O al menos eso fue la versión oficial de las autoridades de El Paso.

Esta es una historia donde la vida en la frontera norte de México se mezcla con las persecuciones políticas y los rencores y cuentas pendientes que se atesoran, de manera malsana, para cobrarse un día. Es agosto de 1915, y Pascual Orozco, cuyo nombre, en un pasado no muy lejano, bastaba para aterrar a los habitantes de la ciudad de México. Con mucha mala fe, la prensa antimaderista había insistido, a lo largo de 1912 en que era inminente la llegada del general Orozco, a la cabeza de sus tropas, dispuesto a apoderarse de la capital y derribar al gobierno de Francisco I. Madero. Y ahí entraba el rumor: afirmaban las malas lenguas que, al pie del Castillo de Chapultepec, residencia presidencial, esperaba, completamente preparado, un tren en el cual, en cuanto los orozquistas llegaran al Distrito Federal, el presidente Madero, acobardado, escaparía junto con toda su familia y sus colaboradores cercanos.

Aunque había pasado muy poco tiempo desde el nacimiento del torbellino que fue la revolución maderista, la figura y la fama públicas de Pascual Orozco habían sufrido una transformación brutal y radical. Orozco, como Emiliano Zapata, entraron en inconformidad cuando vieron que las promesas de Madero requerían tiempo. Mucho tiempo. Mucho más tiempo del que estaban dispuestos a esperar. No era cosa de paciencia, argumentaron el morelense y el chihuahuense, cada uno por su lado. Era la urgencia de las demandas del pueblo, que, confiando en Madero, se había lanzado a la lucha. ¡Don Pancho no podía fallarles! Y, sin embargo, el presidente demócrata apenas iba aprendiendo el oficio, y le explicaba a quien le llegaba con preguntas que todo era un proceso, y poco a poco habría de resolverse todo.

Pero Zapata no quiso esperar, y no bien Madero empezaba a hacerse a la idea de que era presidente de la República, ya le estaba enviando el Plan de Ayala, dispuesto a continuar la lucha. Orozco tampoco estaba dispuesto a aguardar, y se levantó en armas. Acaso la disidencia se le pudo haber perdonado. Lo que jamás le disculparon a Pascual Orozco todos los que, agrupados en torno a Venustiano Carranza, combatían al gobierno de Victoriano Huerta, era que el general Orozco SÍ había reconocido a aquel general de aspecto torvo, que en un golpe de astucia, había pasado por delante de Manuel Mondragón y Félix Díaz para apoderarse de la presidencia.

Incluso, Orozco puso sus buenos oficios al servicio del gobierno huertista. Don Pascual envió a su padre, a solicitud de Huerta, a intentar negociar con los zapatistas. Por toda respuesta, el padre de Orozco fue fusilado por órdenes de Zapata. Transcurrieron casi tres años, en los que Orozco se enfrentó a los enemigos de Victoriano Huerta. Combatió, incluso, y con mala suerte, a Pancho Villa, su antiguo amigo y aliado de los días de la revolución maderista. Tampoco pudo entenderse con el presidente interino que sustituyó a Huerta, Francisco S. Carvajal. Perseguido por todos, Pascual Orozco y un grupo pequeño de su tropa, cruzó la frontera y se estableció en El Paso.

Allá lo iría a buscar la muerte.

COSAS RARAS OCURREN EN EL PASO

Era el verano de 1915. Miles de mexicanos, residentes de Chihuahua, habían cruzado la frontera para eludir a Villa, convertido en gobernador. Corrieron historias, versiones de que don Pascual también estaba en la ciudad texana que es como la hermana gringa de Ciudad Juárez. No faltó quien opinara que nada más era cosa de que el general Orozco se decidiera a regresar para poner en su sitio al loco de Villa, y muchos se le unirían para que dispusiera de una tropa buena y animosa. Estaban seguros de que, si don Pascual vencía a Villa, no saquearía a las ciudades rebeldes y se aseguraría que no hubiera matanzas con olor a venganza. A pesar de su condición de proscrito con fama de traidor, a Pascual Orozco lo apreciaban muchos de aquellos chihuahuenses exiliados por voluntad propia.

Muy probablemente fue esa devoción la que le costó la vida a Pascual Orozco.

Su muerte se anunció como quien cuenta el asesinato cometido a las afueras de la cantina. Eran los últimos días de agosto de 1915. Las autoridades de El Paso dijeron que aquel hombre, acompañado de algunos amigos, habían intentado robarse unos caballos. Naturalmente, se le había perseguido, y, en el tiroteo consecuente, los ladrones habían perecido, como justo castigo a sus malas intenciones. ¡Pascual Orozco, general revolucionario, asesinado por cuatrero! Muchos años después, quienes creyeron esta versión se atrevieron a decir que ese era un fin vulgar, miserable, indigno del héroe militar que una vez fue Orozco.

El gran complemento del anuncio de la muerte de los ladrones de caballos fueron las fotografías de los cadáveres. A Orozco se le adecentó y se le fotografió. Que a nadie le quedara duda de que el general Orozco estaba muerto. Hubo otras fotos más bien indignas, con los rangers de El Paso a caballo, y tirados en el piso, los cadáveres de Orozco y sus amigos. Circuló la foto con la descripción en inglés: “Dead bandit”. Bandido muerto.

Las fuentes de aquel vital punto en nuestra frontera norte insinuaron algo: que, lejos de tratarse de un delito de poca monta achacado al general, había un complot orquestado desde el centro del país o desde la zona del norte en poder de los carrancistas, para deshacerse de una vez de Pascual Orozco. Hubo escépticos que alegaron: para poder cometer ese crimen en territorio estadunidense, ¿no eran necesarias un buen conjunto de complicidades? Naturalmente, respondieron los escépticos.

Las autoridades de El Paso dieron la noticia de la muerte de Orozco el mismo día de los hechos, el 30 de agosto. Días después, un periódico de El Paso, pero publicado en español, llamado La Justicia, empezó a contar una historia muy diferente a la del presunto robo de caballos.

COMPLOT EN LA FRONTERA

Con esa facilidad que tienen los habitantes de Ciudad Juárez y El Paso para ir y venir a uno y otro lado de la frontera, los reporteros de La Justicia hicieron su trabajo en todas partes. Con cautela y finura a la hora de escribir, pero decididos a contar lo que habían indagado, los reporteros de La Justicia empezaron a publicar una historia oscura, que no olvidó contar los funerales de las víctimas.

A Orozco y a sus seguidores los enterraron en El Paso el 2 de septiembre de 1915. Un gran cortejo fúnebre, desde la agencia de inhumaciones Nagley & Kaster en la calle N. Campbell 110, hasta el cementerio. Hubo escenas de duelo generalizado, cabezas descubiertas, oraciones y mujeres enlutadas. Enormes banderas mexicanas arropaban el ataúd. ¡Nadie despide así a un cuatrero!

Mientras enterraban a Orozco y a sus hombres, otro periódico, El Norte de El Paso preparaba materiales sin firma para dar cuenta del dolor colectivo por la muerte del general chihuahuense. Nadie, pero nadie, se tragaba la historia del robo de caballos. Audaces, en La Justicia ya estaban insinuando que la mano que había asesinado a aquellos hombres venía desde la casa de Pancho Villa.

La Justicia continuó con su trabajo reporteril: denunció que Orozco estaba en prisión domiciliaria, después de la reunión que había tenido en territorio estadunidense con Victoriano Huerta, ya exiliado, y habían planeado armar una sublevación para poder regresar a México. Aletadas las autoridades de El Paso, lo tenía bajo vigilancia. Burlando el cerco, Orozco y sus amigos, montando caballos buenos, no robados, sino propios, intentaron llegar a la frontera para volver a México.

La fuga había empezado a las 2 de la mañana. Cerca del amanecer, pararon en un rancho donde alguno de los viajeros tenía amistades o conocidos. La Justicia aventuró hipótesis: mientras desayunaban o alimentaban a los caballos, fueron sorprendidos por un grupo numeroso de hombres que los desarmaron, los ataron de manos y pies, los torturaron y luego los mataron de un tiro en la cabeza.

Mientras La Justicia publicaba sus descubrimientos, más información fluía. Juan B. Sáenz, habitante de El Paso, envió una carta relatando que el magnífico caballo prieto que montaba Orozco era un obsequio que él le había hecho al general.

La Justicia logró averiguar en qué estado se encontraban los cadáveres cuando fueron recogidos por sus familiares. Pascual Orozco tenía señales de haber recibido culatazos en la cabeza. Todos los cuerpos tenían en las manos las huellas de las cuerdas con que los amarraron, y había señales de que habían luchado por soltarse. Todos tenían el tiro de gracia. Eso no había sido una persecución de cuatreros.

Pasarían años antes de que los restos de Pascual Orozco fueran traídos a tierra mexicana. Su asesinato, como tantos otros en la época, quedó impune. Hubo, sin embargo, mucho trabajo de un grupo de periodistas que se atrevieron a decir la verdad, en respuesta a una carta que muchos vecinos de El Paso firmaron en ese lejano septiembre, exigiendo que se aclarara el crimen de un vecino apreciado.

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