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En un pleito de cantina, se apagó la estrella de Guty Cárdenas

Los porfirianos se preocuparon mucho por dejar claro que el alcohol era una de las fuentes de las calamidades que aquejaban a los mexicanos de a pie. Una mirada enturbiada por los tragos, bien podía ser el preámbulo de una tragedia. Un empujón, aderezado por unas cuantas copas, podía convertirse en una invitación para que la muerte se sentara a la mesa Treinta años después, los dramas seguían ocurriendo en los mismos lugares. De vez en cuando, se llevaban por delante a ídolos, a jóvenes prometedores que, en un segundo, se volvían carne de nota roja.

historias sangrientas

Un solo tiro bastó para matar a Guty. La bala le reventó el corazón.

Un solo tiro bastó para matar a Guty. La bala le reventó el corazón.

Se derrumbó con los ojos abiertos, lentamente, casi sin darse cuenta de que eran los últimos instantes de su existencia. Quedó tendido en el suelo del viejo y famoso Salón Bach, que tantas historias, emocionantes, unas, terribles otras, guardaba en sus gabinetes. Quedó tendido, los pies cruzados, la boca entreabierta y la mirada en el techo. Cuando llegaron los gendarmes, se dieron cuenta de que no era uno más de los dramas de cantina a los que estaban acostumbrados a enfrentarse. Porque ese cadáver, esbelto, vestido con saco y corbata, bien peinado, de bigote fino, era el de Agusto, “Guty” Cárdenas Pinelo, cantor y compositor, regalo de las tierras yucatecas para todo México.

Y, aunque las fotografías que se tomaron en aquel momento, que muestran al gran Guty en el suelo, mirando algo más allá de esta vida, no dan cuenta de su identidad, al día siguiente, la noticia llenó las primeras planas de los diarios, resonó en las estaciones de la joven radio mexicana, que tan bien había tratado al joven muerto.

La muerte de Guty en las primeras planas de los periódicos

La muerte de Guty en las primeras planas de los periódicos

Porque Guty Cárdenas, en aquella mala noche del 5 de abril de 1932, apenas llegaba a los 26 años, y era una de esas ocasiones en que los lugares comunes que se le pegan al lenguaje de las redacciones quedaban justo a la medida, porque aquel joven yucateco tenía toda una vida por delante.

Era Cárdenas, en esa primavera, un hijo mimado de la fortuna: querido, aplaudido, celebrado. Se le escuchaba con emoción cuando se presentaba en la radio, fascinando a la audiencia de la XEW con su fina voz, que tenía pocos rivales en aquellos días. No faltaba quien comparaba la belleza de aquella voz con la de otro mexicano que ya tenía rato triunfando en Hollywood, José Mojica. A no dudarlo, Guty acabaría, igual que Mojica, consolidando su fama en tierra estadunidense, y muy pronto se le vería en películas, para entusiasmo de sus muchas admiradoras.

Eso era lo que un viandante cualquiera pensó, al mediodía del 5 de abril de 1932, cuando lo vio entrar, en compañía de un hombre y una mujer, al Salón Bach, en el número 32 de Madero, una de las principales avenidas de la ciudad. Era Madero, hace noventa años, cuando la muerte arrebató a Guty, una calle con mucha, mucha historia: por ella habían avanzado los primeros diplomáticos japoneses, que llegaron en el temprano virreinato; por ella había cabalgado Agustín de Iturbide, soñando con la gloria definitiva. Había dejado de ser la vieja Plateros, que se convertía en San Francisco, a causa de un arranque de Villa, que decidió, así, por de pronto, que esa avenida habría de convertirse en la muy revolucionaria Francisco I. Madero. A partir de aquella noche, de hace nueve décadas, se agregó una historia más, una historia oscura y violenta, absurda, como lo son todas las historias de pleitos de cantina. Porque eso fue lo que mató a Augusto Cárdenas Pinelo: un ridículo juego de vencidas.

GUTY, UN TRIUNFADOR

Hacía años que la muy voluble ciudad de México de había rendido al talento y a la voz de Guty Cárdenas. Hijo de una familia yucateca acomodada, había llegado a la ciudad de México a estudiar nada menos que en el pueblo de Mixcoac, en el costoso colegio Williams. Aprendiendo los secretos de la contaduría y la administración, Guty volvería a su tierra, a hacerse cargo de los negocios de la familia.

Pero si una gitana se le hubiera atravesado, una de esas tardes en que intentaba ver a su novia, habitante de la Quinta Yolanda en Mixcoac, le habría dicho que no estaba en su futuro ocuparse de haberes y deberes: lo suyo, lo suyo, estaba en las sonoridades que le arrancaba a su guitarra, y en el encanto que ejercía su voz.

Traía la música en la sangre: allá en su hogar de Mérida, sus padres se deleitaban cantando, tocando el piano y la guitarra. Uno de sus tíos fue alumno aventajado del muy famoso Ricardo Palmerín, conocido en todo México por su “Peregrina”.

De buena inteligencia, Guty cumplió con los deseos de su padre, y al terminar la escuela volvió a Mérida a ayudar en los negocios de la familia, pero su vocación ya estaba muy clara, y seguramente no fue novedad para los padres del joven verlo cómo se volcaba, en energías y talento, a componer y a cantar.

En 1927 conoció en Mérida a un grupo de alegres y talentosos bohemios que provenían de la ciudad de México: Ignacio Fernández Esperón, el famoso “Tata Nacho”, el ocurrente caricaturista y pintor Ernesto “Chango” García Cabral, el muralista Roberto Montenegro. Simpatizaron con el chico, lo escucharon cantar, pusieron atención a su música. El veredicto fue unánime: Guty tenía que volver a la ciudad de México. Allí triunfaría en la radio, lo conocería todo el mundo, haría fortuna.

A los 26 años, Guty ya era ídolo nacional.

A los 26 años, Guty ya era ídolo nacional.

Entusiasmado, Guty volvió a la capital bajo la protección de Tata Nacho. Su debut se dio en una fiesta de aniversario del periódico Excelsior. Luego, ganó un concurso, “La Fiesta de la Canción”, cuando su composición “Nunca”, con letra, nada menos que del famoso “Vate” Ricardo López Méndez.

En adelante, todo fue triunfar: era joven y apuesto; su voz maravillaba. Muy pronto fue llamado para conquistar el joven mundo de la radio mexicana. Pronto empezó a grabar discos, que se vendieron por cientos. Guty Cárdenas se volvió un ídolo, que viajaba por todo el país haciendo presentaciones. Su música salió de las fronteras mexicanas: también en América del Sur y Centroamérica querían al ídolo yucateco. Sus presentaciones en Estados Unidos fueron éxitos completos. ¡Hasta en la Casa Blanca había cantado!

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En esos viajes, se topó con el amor: se llamaba Ana, Anita Patrick. Una gringuita que se fascinó con el mexicano triunfador. Se casaron en 1931, y Anita fue a vivir a la hermosa casa que Guty había comprado en la todavía muy elegante colonia Roma de la ciudad de México. Aquel hogar, en las calles de Monterrey, era el paraíso del joven artista: estaban ahí sus hermanos, su madre a la que tanto quería. La llegada de Ann Patrick completó la alegría. Algún día, soñó la pareja, tendrían hijos y la felicidad sería aún mayor.

Pero tanta fortuna no podía durar. La muerte decidió ir a tomarse unos tragos una tarde de abril, nada menos que en el Salón Bach.

UN PLEITO DE CANTINA

El empresario Eduardo Gálvez Torre, que acompañó a Guty al Salón Bach, declaró después que esa mañana el cantante se sentía descompuesto; incómodo. Y no era cruda, aseguraba. Apenas un par de copas la noche anterior. Algo lo inquietaba, y no sabía bien que era. 

Resolvieron que, para conversar de la gira que planeaban por Yucatán, lo mejor era ir por un buen coñac.

Tenían mucho de qué hablar, porque esa vuelta a Yucatán se había atorado muchas veces, fuera por las grabaciones, por los viajes a Estados Unidos, por los contratos con la XEW. Tenía hasta un compromiso con amigos, en Ometepec. Exactamente el 5 de mayo, iría a coronar a la reina de la belleza de aquella ciudad, y no iba a cobrar ni un peso, pues era favor para amistades muy queridas. En fin, que la agenda estaba llena, pero en la península clamaban por la vuelta de uno de sus hijos preferidos.

Por eso, se fueron al Bach desde mediodía. En la calle, después de pasar por la W, se encontraron a una amiga, Rosita Madrigal. La invitaron a comer y beber con ellos en un reservado del famoso bar.

No bien se acomodaron, Guty pidió el coñac que, según él lo reanimaría. “Creo que tengo baja la presión”, dicen que dijo. “Tengo murria, siento una opresión en el pecho”. ¿Acaso la muerte, también seducida por la apostura de Cárdenas, ya lo acompañaba desde temprano?

Coñac y sándwiches, sándwiches y coñac. Llegó otro amigo, Arturo Larios, yucateco también. Llegó un español: Jaime Carbonell, “El Mallorquín”, y se sumó al convite. Era una tarde entre amigos felices, que se esforzaban por reanimar al ídolo yucateco, al que ya empezaban a atosigar los admiradores que lo reconocían.

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Llegaron al Salón Bach dos hermanos españoles: hermanos españoles Ángel y José Peláez, dueños de la popular zapatería Electra y se acomodaron cerca del grupo de artistas bohemios. El Mallorquín los conocía. Por eso los hermanos enviaron a la mesa de Guty una ronda de tragos “a su salud”.

Empezó a oscurecer. Ya no solo era comer y beber. Salió la infaltable guitarra, y empezaron a cantar. Los parroquianos del Bach tuvieron ocasión de escuchar las últimas interpretaciones de Guty Cárdenas, algunos de sus éxitos mayores: “Nunca”, “Ojos tristes”, “Flor”.

Lugo, todo se desencadenó: se dijo que, ya muy entrados en tragos, alguno de los hermanos Peláez miró con descaro y deseo a Rosita Madrigal, y que Guty se enfureció. Con los ánimos caldeados, el yucateco y José Peláez se retaron a unas vencidas “de dedo”. No faltó quien declaró después que uno de los contrincantes quiso hacer trampa; que los dos estaban intentando vencer al rival jugando con la fuerza de los cuerpos.

Empezaron las habladas, las expresiones fuertes; una que otra maldición. Insultos. Era difícil determinar quién estaba más borracho, si Guty o Peláez. Una versión afirma que los españoles se burlaron por el modo en que, borracho como una cuba, Guty intentaba cantar.

Nadie supo quién dio el primer golpe. Cayeron al suelo las copas, se aventaron mesas. Las botellas volaron por los aires. Los dos hombres se trenzaron a golpes. 

Intervinieron los amigos, José le reventó una botella a Guty en la cabeza. Los habían separado, pero la nueva agresión desquició todo.

Guty echó mano a su pistola, dio a José Peláez dos tiros en la axila y brazo izquierdos. Ángel, hermano de José, intervino e hizo fuego. El español vació su revólver de 8 tiros, y con uno de ellos destrozó el corazón del yucateco, que, al tocar el piso, ya estaba muerto.

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Después, gritos, llantos de Rosita. Llamaron a la policía, porque nada se podía hacer ya por Guty. La foto que de su cuerpo se conserva dice: “Homicidio en el Salón Bach”, y la fecha, 5 de abril de 1932. Luego se dijo que Guty cantó una canción que ofendió a los españoles. La escena del crimen, en las fotografías, está desierta. Solo, despojado del amparo de la Diosa Fortuna, quedó capturado para siempre el cadáver del ídolo de Yucatán.

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