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Sofía Bassi o las socialités también matan

Por donde se le mire, 1968 fue un año agitadísimo en México. Desde la conmoción creada por la presentación del cantante Raphael en La Alameda Central de la capital, hasta el movimiento estudiantil. El país había iniciado el año con un caso de nota roja que emocionó a muchos: era la prueba de que los ricos también lloran, sienten… y asesinan

historias sangrientas

Sofía Bassi solamente cumplió cinco de los once años de prisión a los que fue sentenciada por el asesinato de su yerno.

Sofía Bassi solamente cumplió cinco de los once años de prisión a los que fue sentenciada por el asesinato de su yerno.

Cuando la policía del puerto de Acapulco penetró en la Villa Badaji, se encontró con el cuerpo del conde Cesare D’Acquarone flotando en la alberca. Una joven mujer rubia se deshacía en ayes de dolor y de espanto. Con voz firme, una mujer madura, de ojos claros y cabellos oscuros, se adelantó hacia ellos: “Yo disparé”, les dijo, sin la menor vacilación. Así empezaba en México el año de 1968, con un escándalo donde la nota roja y la crónica de sociales se entreveraron para narrar el caso de la pintora Sofía Bassi, señalada como culpable de la muerte de su yerno, un noble italiano.

A lo largo de los años 70, la historia de Sofía Bassi menudeó en las páginas de la prensa policiaca y las revistas del corazón. Se trataba de un drama casi perfecto: los protagonistas parecían sacados de la mente de un guionista de telenovelas. Un caballero italiano, con título de nobleza, enamorado de la que, en aquellos días se afirmaba, era la mujer más hermosa de todo México, bella, joven y encantadora. 

Su madre, una artista plástica que se abría paso en el mundillo artístico de los años sesenta. A su alrededor, todos los elementos de una vida acomodada, y el escenario, el muy de moda puerto de Acapulco, que atraía a celebridades y a ricos; a jóvenes y a viejos; todos embrujados por el sol y el mar. En efecto, ahí estaban todos los ingredientes para una trama apasionante. Y tanto lo fue, que, durante aquellos años, los de la presidencia de Luis Echeverría (1970-1976), no era raro que periodistas de todas partes se dieran una vuelta por Acapulco, para entrevistar a la pintora que había asesinado a su yerno.

Bassi, encarcelada, era siempre noticia: eludía con habilidad los intentos de la prensa para averiguar si, efectivamente ella era la asesina del conde D’Acquarone. Sin demasiada congoja, llevaba la conversación a sus reflexiones personales acerca de la vida en prisión, a sus inquietudes creadoras, que jamás perdió, al proyecto de mural que acabó plasmando ahí mismo, en la cárcel de Acapulco, auxiliada por algunos de los jóvenes artistas de moda en el México de los años sesenta. 

Afuera, en el mundo intelectual, resonaban las voces de sus colegas y amigos, que insistentemente clamaban por la liberación de aquella mujer, cosa no del todo sencilla, puesto que había declarado, desde el primer momento, que ella había sido la responsable de que el conde Cesare D’Acquarone terminara sus días en una piscina de Acapulco.

Un drama en un mundo de privilegio

Desde la primera noticia de aquel crimen, por la tarde del 3 de enero de 1968, el caso Bassi se convirtió en asunto de interés general. Era la demostración de que entre los más privilegiados del país, entre los personajes del mundo artístico e intelectual, también alentaban pasiones oscuras que, en un momento extremo, los arrojaba a los abismos de la violencia. La víctima, un noble europeo que llegó a México fascinado por los ojos de Claire Diericx, la hija de Sofía, le parecía, a quienes estaban al tanto de los chismorreos de las páginas de sociales, un personaje de cuento de hadas: un hombre de interesante linaje que se había enamorado de una mexicana.

Eran una pareja de cuento de hadas para las páginas de sociales de los años 60: el conde italiano que se había enamorado perdidamente de una bella mexicana.

Eran una pareja de cuento de hadas para las páginas de sociales de los años 60: el conde italiano que se había enamorado perdidamente de una bella mexicana.

Si con esos elementos la nota ya daba para despertar el interés general, añadiendo el hecho de que era inicio de año y la información de todos los días suele ser floja — cuando no inexistente—, el crimen de Sofía Bassi ganaba en peso y espacio en la prensa. Los antecedentes inmediatos del caso le encantaron a la prensa de espectáculos. 

La noche anterior, los condes D’Acquarone, Sofía Bassi y la abuela de la condesa, la cantante de ópera estadunidense Dolly Vanderbilt, habían estado, hasta bien entrada la madrugada, en la propiedad de la estrella de cine, Merle Oberon, que, establecida en su casa acapulqueña, al lado de su esposo, el millonario Bruno Pagliali, daba fiestas fabulosas. Pasado el festejo familiar del año nuevo, Oberon empezaba el año por todo lo alto, con uno de esos festejos que llenaban planas y planas de la prensa de sociales.

Naturalmente, los D’Acquarone, Bassi, la abuela Vanderbilt y los jóvenes de la casa, había dormido hasta entrada la mañana. Luego, sobrevino la tragedia.

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La vida de Sofía Bassi cambió. A su fama pública, que se nutría de la vida social y la creación artística, debió agregarse la etiqueta “asesina”, que nunca más desaparecería. Mucho había caminado aquella mujer de 55 años, veracruzana, que llevaba dos matrimonios. Le había costado tiempo que su trabajo pictórico fuera reconocido y aplaudido. Sus obras surrealistas empezaron a llamar la atención entre los mexicanos ricos de los años sesenta, pero también merecieron los comentarios de personajes como José Luis Cuevas, “niño terrible” del arte mexicano, quien definía a Bassi como “una pintora que realmente emociona”, y la artista se había hecho de un nombre en el mundo del arte. 

En 1964 tuvo su primera exposición individual, con comentarios positivos, en 1965 había expuesto en la Galería Plástica de México y luego pidieron piezas suyas para la Lys Gallery de Nueva York.

Pero la muerte de Cesare D’Acquarone quebró ese camino, y resonó en ambos lados del mar: las revistas de sociales de Europa siguieron las publicaciones mexicanas; la fotografía del cadáver, todavía húmedo, recién rescatado de la alberca, del noble italiano, no solo merecieron las páginas policiacas de México, también se reprodujeron en España y en Italia.

Lo que la policía de Acapulco estimó, inicialmente, como un desdichado accidente, explicable por el desvelo, la previsible cruda que todos los asistentes a la fiesta de Merle Oberon tenían, se convirtió en un caso criminal cuando, al rescatar el cuerpo, se hicieron visibles los orificios de bala. Al mismo tiempo, Sofía Bassi declaraba sin que le temblara la voz: “Yo disparé”.

Al día siguiente, la declaración de la pintora apareció en todos los periódicos: era conocida la afición y la habilidad de Claire y Cesare a la caza mayor. Habían viajado a África, en tiempos en que, lejos de ser mal visto, volver con la piel de un tigre o un león como trofeos, era símbolo de valentía, de tino y de estatus social. Siguiendo las declaraciones, la familia entera embromaba a Bassi por su impericia en el arte de la caza. Una vez más, como tantas otras, insistieron: ella debía aprender a disparar.

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Las versiones se bifurcan en ese punto: Sofía dijo haber entrado a la casa —la familia entera departía al borde de la piscina— para llevar una escopeta de caza para la lección. Al no hallarlas a mano, llevó una pistola. El hijo de Sofía, Hadelin, declaró en su turno, que él había llevado la pistola.

Luego, lo imprevisible: un disparo accidental. Según Sofía, el arma, sin que ella supiera bien cómo, “disparó en ráfaga” los cinco tiros que le quitaron la vida al conde Cesare D’Acquarone, quien cayó a la piscina. Claire no vio nada. Era la única de la familia que seguía en la casa, durmiendo.

Al menos, eso declaró su madre.

La condena, el arte, las entrevistas, el perdón

Pero, tendría que haber un motivo, ¿no? Se barajaron diversas hipótesis: se dijo que los D’Acquarone estaban discutiendo su divorcio, y Bassi habría intervenido, intentando negociar un reparto de bienes conveniente para su hija, y el asunto se estaba volviendo un denso pleito familiar en el que Cesare y Claire perdieron la cabeza al discutir. 

Otra versión aseguraba que Claire había baleado a su esposo al descubrir que abusaba sexualmente de su medio hermano, Franco, el hijo del segundo matrimonio de Bassi. Fuera una u otra la realidad, lo cierto es que Sofía había resuelto asumir la culpa, para que no se malograra la vida de Claire.

Fue un proceso rápido, a partir de la confesión de la pintora. Fue condenada a once años de prisión. Los peritajes determinaron que la pistola que mató a Cesare no disparaba “en ráfaga”, de modo que la hipótesis del accidente fue muy cuestionada.

En esa circunstancia, Sofía Bassi tuvo el apoyo de sus verdaderos amigos, los pintores José Luis Cuevas, Alberto Gironella, Rafael Coronel y Francisco Corzas quienes siempre la juzgaron inocente, y lo declaraban cada vez que había oportunidad. En señal de solidaridad, en un gesto muy propio de los años sesenta. Todos ellos pidieron permiso para ingresar a la cárcel de Acapulco para, junto con Bassi, diseñar y pintar un mural.

La presión de sus colegas pintores surtió efecto, al cabo de los años. Sofía Bassi solamente purgó cinco años de prisión, en un régimen que hoy se llamaría privilegiado; no ocupaba una celda, se habilitó para ella la enfermería del penal, donde tuvo muebles, todo el material que quiso para seguir pintando y donde recibía a sus amistades y a la prensa.

La enfermería de la cárcel de Acapulco se convirtió en la celda de Sofía Bassi. Allí vivió con cierta comodidad, pintando y recibiendo a sus amistades y a la prensa.

La enfermería de la cárcel de Acapulco se convirtió en la celda de Sofía Bassi. Allí vivió con cierta comodidad, pintando y recibiendo a sus amistades y a la prensa.

Las habladurías no cesaron: se dijo que Claire había escapado a los Estados Unidos, donde, presa de una crisis nerviosa, —¿por culpa o por agobio?— trató de quitarse la vida. El intento de suicidio fue real, y, aunque sobrevivió, la condesa D’Acquarone quedó ciega. Fue a vivir con su madre, en cuanto ella salió de prisión, y llevaron una vida discreta.

Chantal, la hija que tuvieron Claire y Cesare, fue reclamada por sus abuelos y llevada a vivir a Europa. Diez años después de aquel día, en que Sofía Bassi, se convirtió en asesina, publicó un libro con sus memorias, “Bassi… prohibido mencionar su nombre”, que años después se convirtió en un documental: “Acapulco 1968”.

Sofía murió en 1998; Claire en 2005. Jamás confesaron lo que realmente ocurrió aquella mañana de enero.