Nacional

La tragedia del Túnel 29

¿Puede haber una historia sangrienta sin un culpable concreto? ¿Sin una mano criminal? Ocurre, en ocasiones que un asunto de la vida diaria, un concierto, un partido de futbol, es afectado por lo que el lugar común suele denominar “errores humanos”, vicios añejos, malas costumbres, falta de pericia, ausencia de prevención, que, inesperadamente, provocan muerte y dolor. Eso fue lo que ocurrió en mayo de 1985, que, después lo sabría todo México, fue uno de los años más tristes de nuestra historia.

historias sangrientas

El dolor de un padre dio la vuelta al mundo. Fueron tres los menores de edad que murieron en el tumulto.

El dolor de un padre dio la vuelta al mundo. Fueron tres los menores de edad que murieron en el tumulto.

A veces, el miedo tiene forma física: envuelve, ahoga, no deja respirar. Ese es el miedo que se experimenta cuando una muchedumbre enloquecida, sin control, lo arrastra a uno, probablemente, hacia la muerte. Ese es el miedo que experimentaron quienes tuvieron la desgracia de estar en el Túnel 29 del Estadio Olímpico Universitario, el 26 de mayo de 1985.

Treinta y ocho años hace ya de esa jornada que le quebró el alma a la ciudad de México, que, no lo sabía, estaba viviendo uno de los años más tristes de su historia.

Nada hacía pensar en muerte, en tragedia. Todo era entusiasmo: era uno de esos días en que se jugaba lo que ya se empezaba a llamar “clásico capitalino”: un Pumas-América que le alborotaba el ánimo a miles de habitantes de la ciudad de México, y, además, era ya la final del campeonato, en partido de vuelta: el primer juego, en el Estadio Azteca, había terminado 1-1. La gente le aplaudió a rabiar a Carlos Hermosillo, del América y a Alberto García Aspe, del equipo puma. Era, tenía que ser una gran final, y se contaban por cientos los que estaban dispuestos a presenciarla.

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Después se habló de mala gestión de la entrada, de un exceso de demanda, de maniobras retorcidas en el de por sí ya bajo mundo de la reventa, de boletos falsos que se vendieron por montones. Muchas cosas, muchos errores cometidos a la vez.

Aquella jornada que los futboleros de hueso colorado soñaron como de emoción desbordada, terminó en desastre. Días antes, se hablaba sin extrañeza de los revendedores que hacían su agosto con las entradas para el juego. Era un secreto a voces que se estaban vendiendo boletos falsos, y eso implicaba que se estaba gestando un sobrecupo brutal. Tal vez se pensó que los chismes eran solo eso, chismes. O que unas pocas docenas de boletos falsos no hacían gran daño.

Pero no eran unas pocas docenas. Fueron miles, y aquel exceso se hizo evidente el domingo 26 de mayo, cuando fue evidente, ante el flujo continuo de grandes y chicos hacia el Estadio Olímpico Universitario, que no había, que era materialmente imposible que hubiera lugar para todos.

Cuando hubo serenidad para pensar en las causas de aquel drama, surgió un cálculo aterrador: el Estadio Olímpico Universitario puede albergar a 73 mil personas. Se estimó que, en aquella jornada terrible, llegaron unas 90 mil.

Era inevitable que el caos se apoderara del lugar en cuestión de minutos. Porque en esos casos, basta un descuido, un acelerado que empieza a hablar de dar portazo porque las cosas no avanzan; es suficiente con tres o cuatro impacientes, con un despistado que no abre a tiempo una puerta, con dos o tres descuidados que no saben lo que se les viene encima. Cualquier chispa es la señal para que la muerte se apodere de un pasillo, de un graderío, de una entrada insuficiente, y decidida a cobrar su cuota de la jornada

“¡NO EMPUJEN, HAY NIÑOS!”

Ese es uno de los gritos usuales cuando la muchedumbre empieza a perder el control. Padres de familia, que esperan pasar un buen rato con sus chicos, empiezan a ahogarse en angustia: la marejada humana no oye razones; simplemente empuja, intenta correr, y a medida que la angustia de no ver salida empieza a llenar los corazones, las fuerzas empiezan a flaquear. Quien puede, carga a hombros a los más chicos, le alcanza a susurrar a los grandecitos que no se despeguen de su lado, y, a veces, hasta el más descreído le pide a Dios, en silencio, que logren salir con bien del torbellino.

Eso fue lo que pasó, entre muchas otras historias de horror, en el Túnel 29, que da a la parte alta del estadio, en las cercanías del pebetero olímpico. Era natural. Los boletos del “palomar” son más baratos. Buena parte del sobrecupo de aquella tarde estaba ahí.

Fue insuficiente la vigilancia, fue insuficiente también el personal que operaba el ingreso de los aficionados. La realidad de los boletos sobrevendidos empezó a exasperar a los futboleros que, con papel falso o papel auténtico, no estaban dispuestos a perderse el partido. Con portazo y maña, seguro que llegaban y agarraban lugar, incluso hasta mejor que el que habían pagado.

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Los desesperados empezaron a intentar escalar por encima del mural de Diego Rivera, que adorna el exterior del estadio. Los más habilidosos, que no fueron pocos, empezaron a colarse al graderío. Llena la zona, empezó a formarse un tapón que la prensa de nota roja no vaciló después en calificar de “diabólico”: quienes seguían ingresando por el Túnel 29, de pronto ya no tuvieron a donde entrar. Todo estaba lleno, tuvieran o no boleto.

Las cámaras de televisión fueron las primeras en darse cuenta del desastre en marcha, cuando miles de aficionados intentaron entrar al estadio trepando por los muros

Las cámaras de televisión fueron las primeras en darse cuenta del desastre en marcha, cuando miles de aficionados intentaron entrar al estadio trepando por los muros

Pero todo el personal del estadio había sido rebasado: nadie podía controlar a la muchedumbre que, formada en el acceso al túnel, seguía insistiendo en entrar. ¿Qué se detuvo la fila? ¡Pues a empujar, a ver si los de adelante se ponen las pilas, porque ya va a empezar el juego! Empezó a germinar el caos; nadie atendía a las voces perdidas en el escándalo: que ya no hay sitio, que no se puede entrar ya, que se acabaron los lugares. ¿Cómo cree?, pensó alguien que alcanzó a escuchar a los aterrados encargados del acceso. ¡Si yo pagué mis boletos, si mí dinero me costaron! ¡Y cómo de que no puedo entrar! Nadie pensó en irse a casa, nadie pensó en dar la vuelta -que de todos modos era ya imposible- e irse a ver el partido por televisión.

En el curso de pocos minutos, se había generado la fórmula perfecta para el caos, de ese cuyo aroma es tan intenso, que acaba por atraer a la muerte.

AHOGO, PAVOR, DOLOR

El desastre se detonó cuando, ante el embate brutal de la muchedumbre que todavía pretendía entrar al estadio, los encargados no hallaron mejor cosa que hacer, que cerrar las puertas de acceso al estadio. Pero eran miles los que todavía estaban haciendo fila, empujando, presionando para conseguir entrar al partido. Dentro del estadio, en un intento por poner orden, se advirtió a quienes no tenían más boleto que su audacia, que serían expulsados. Eso alteró todavía más los ánimos.

En el Túnel 29 la maquinaria de la tragedia había echado a andar. Entre la puerta de acceso cerrada y el tumulto del graderío, ya completamente lleno, empezó a faltar el aire, ya nadie podía pensar con serenidad. La muchedumbre, compactada, se movía como un enorme animal aterrorizado, de un lado a otro, intentado hallar la salida. Mientras el América-Pumas se ponía en marcha, el desastre estaba cobrando su cuota: en el Túnel 29 había gritos desesperados. La gente ya no quería futbol; solamente esperaba salir con vida de ahí.

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Las coberturas noticiosas empezaron a virar; la mirada ya no estaba en la cancha, sino en las afueras del Estadio, en los racimos de muchachos trepando por los graderíos, en el desastre del túnel, en la gente que, percatándose del horror, intentaba, colgada de los accesos, rescatar a algún menor.

El 0-0 del Pumas-América pasó a segundo plano cuando se vio en amplitud lo que había ocurrido en el Túnel 29. Cuando finalmente se abrieron los accesos, salió una multitud con los ojos de quienes han estado en el infierno; había golpeados, lesionados. Las ambulancias empezaron a estacionarse en torno al acceso. Dentro, había gente tirada, algunos en shock, otros muertos de asfixia, de pánico.

Al día siguiente, las fotografías de la prensa no eran las de la final. Eran las de aquella marea enardecida trepando por los muros del estadio, las de docenas de sobrevivientes sentados en el piso, intentando respirar y recobrar su vida, la de un padre que gritaba y lloraba, cargando el cuerpo de uno de sus hijos.

Fue una final donde la muerte era la única ganadora

EPILOGO DE HUMOR NEGRO

Los reportes hablaron de más de 70 lesionados. Habían muerto 11 personas, y algunas de ellas eran niños. El horror de aquella tarde transformó radicalmente las normas para el acceso al Estadio Olímpico Universitario, se modificó la estructura física del graderío y se procuró mejorar el reglamento de la ciudad de México para eventos masivos. En la polémica, no faltó la autoridad futbolística que salió a asegurar que no había riesgos para el Mundial de Futbol de 1986; que nunca más ocurriría un desastre así en un estadio mexicano.

En 1987 apareció uno de los grandes discos del grupo Botellita de Jerez, “Naco es chido”. Después del horror de mayo de 1985, después de la tragedia de los terremotos de septiembre del mismo año, unas gotas de humor macabro se colaron en aquel LP, con la pieza “El Túnel 29”:

Alguna vez sentí venir el paso de la gente sobre mí,

Traté de huir de aquella acción, la bola me agarró de su balón.

Tromba de aventones, multitud de pisotones, no me dejan respirar, me apoyo en una mano, me pisan, me resbalo, todos quieren mi lugar.

Morí una vez en el futbol, salí en el noticiero de las diez,

Me consagré con la afición, un hombre que murió con su pasión…

La entrada al 29 es general, el Túnel 29, muy buzo si le llegas, que te van a apachurrar…