Metrópoli

De la quesadilla a la comida con pretensiones

Los hábitos de los habitantes de la capital del país son inspeccionados en ésta, la tercera entrega de la serie que Crónica ha presentado desde la semana pasada

Mujeres indígenas preparando tortillas en un mercado mexicano
Mujeres indígenas preparando tortillas en un mercado mexicano Mujeres indígenas preparando tortillas en un mercado mexicano (La Crónica de Hoy)

Un nutriólogo no vería con malos ojos una quesadilla de comal, como las que se producen por todas partes de la ciudad de México: sin grasa, masa blanca –bueno, más bien amarilla– o azul. Su contenido, siempre y cuando no sea de chicharrón (guisado o prensado, la grasa y las calorías son las mismas) se aproxima a las proporciones que se recomiendan para seguir una dieta moderada –porciones del tamaño de la palma de una mano– y saludable. Pero cuando la competencia culinaria arrecia, todo se trastoca.

Son populares las quesadillas; sus artífices se instalan por doquier y desde temprano, para entrar en la carta del desayuno, del almuerzo, de la comida y de la cena antojadiza. Desde hace décadas son de lo mismo: de papa, de queso, de huitlacoche, de pollo, de carne, de picadillo, de pancita. Signo de los tiempos y de los recelos, la quesadilla de sesos ya desapareció de las calles y solamente aparece, recontrafrita, en las cercanías de los puestos de carnitas.

Y como en gustos se rompen géneros, no falta quien opte por irse a buscar aquellos monstruos, nacidos de la creatividad, de la urgencia de ganar mercado y comensales, sumada a la filosofía “bueno, medianamente bonito, relativamente barato y brutalmente abundante” que definen a las quesadillas de medio metro de largo, o, encarrerados, a las tortas hechas con teleras de 25 o 30 centímetros, o de todo bocado que se promueve “con queso”, como un atractivo más.

Los puestos y locales de tortas menudean, quizá porque son los de más prosapia y tienen hasta linaje literario. Aunque los clientes nunca hayan leído el elogio que de las famosas tortas de Armando hizo Artemio de Valle Arizpe, engullirán la “suiza” —de varios quesos— la “alemana” —de salchicha— la “española —con chorizo— y veinte opciones más, “rusa”, “argentina” y quince posibilidades más, cuyos nombres se convierten en enigma.

Esta torta común –si es que tales especies pueden llamarse comunes—  resulta buena para satisfacer el hambre cuando el trabajo se ha alargado inesperadamente, o para solucionar la interrogante de la cena cuando se está cansado o el presupuesto no es tanto. Pero de ahí se salta al terreno de la torta especializada, que, más costosa y menos abundante, aún conserva ese dejo de exquisitez ocasional.

Y lo mismo: esas tortas tienen lo suyo, y hay que ir a buscarlas a rumbos que se salen de las rutas cotidianas: las de pierna y sabroso mole, con setenta años de tradición, allá, a la calle de Chimalpopoca; las minimalistas de pavo o pierna con su dejo de chipotle, al rumbo de Ayuntamiento; las famosas de morcilla blanca o negra, de calamares a la plancha, al mero centro de Coyoacán; las pequeñitas de pulpo, a la cantina del viejo San Ángel; las tradicionales, con el sello del caballito de mar. Aquí la torta deja de ser una solución económica. Pero quien va en busca de estas tortas, paga sin chistar los cuarenta pesos por una pequeña telera con pavo de primera; los ochenta por una de calamar o los 550 pesos, en plan de presumir de sibarita, que cuesta la torta de angulas –nacionales, aclara la carta del local en el norte de la Ciudad de México, pues una de angulas importadas puede salir en la friolera de mil 100 pesos. 

Son esos lugares que se dicen gourmet, que presumen de “panadería y pastelería artesanal”. En los hechos, eso quiere decir que, después de unas semanas de disciplina, producirán sus panes especialísimos a la hora que se pueda y en cantidades decrecientes, porque lo cierto es que la zona elegida no da para vender mucho; donde una concha de cobertura entera se deja llevar por treinta pesos, los croissants —no decirles “cuernitos”, por favor— se venden en 20 o 25, y si fuese uno almendrado, por cincuenta.

Peor aún, las taquerías con pretensiones de locales de cierto lujo, además del surtido que tienen todas las taquerías mexicanas, ofrecen la opción “sana”, que va más allá de pedir sus tacos “sin grasa” y evidentemente más costosa: el taco orgánico.

¿Orgánico? Así como lo lee: pollo, res y cerdo orgánicos –es decir, criados con alimentos sin aditivos, hormonas y demás lindezas-  convertidos en tacos “sanos”. ¿Quiere aún más salud? Simple: por unos pocos pesos más, cambie su tortilla…  por una hoja de lechuga; así podrá engullir los usuales cinco o seis tacos —suponiendo que lo que le sirvan aún pueda ser llamado taco— sintiéndose menos culpable porque el médico le dijo, como a miles de mexicanos, que hay que bajarle a las grasas y a la cosas fritas.

¿Qué es esto? Un espejismo, solamente, similar al de la joven que, a media mañana, sale de su oficina “por su fruta”, porque es sano comer fruta. Y vuelve, satisfecha, con la cajita de plástico transparente repleta de mango, papaya, piña, sandía —sin pararse cinco minutos a reflexionar que lleva en las manos el equivalente a tres tazas de frutas de variado contenido de azúcar— y, cubierta de crema batida, espolvoreada de granola, de esa que tiene coco rallado —la granola es sana, ¿verdad?— y hasta su cereza en almíbar. Y sí, va feliz la muchacha, porque comer fruta es mucho mejor que andar engullendo fritangas.

Y en ese reino de las pretensiones, aparece la otra fast food; la industrial, la de las grandes cadenas, la que menudea en los centros comerciales, aun en los más elegantes; esa que vende arrachera, que no es la misma de los restaurantes de primera categoría; los que ofrecen sushi con variedades que incluyen el chile jalapeño picado y la salsa de soya aderezada al gusto mexicano; los que ofrecen hamburguesas con carne calidad Angus; los que en el vaso de frapuccino-caramel-con-extra-crema-batida-y-leche-light, que advierte, eso sí, la montaña de calorías que entraña, venden falso estatus, alivio a la angustia interna o a la canija soledad.

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