
De la región más transparente del aire, que alguna vez emocionó al regiomontano Alfonso Reyes, ya quedaba muy poco en los años ochenta. Pero cuando de a deveras se asustaron los habitantes del Valle de México, fue cuando, en la segunda mitad de la década, entre los traumas de la crisis económica y los terremotos, los índices de contaminación fueron tan altos que, de repente, comenzó a correr una historia inquietante: los pajaritos de la capital, nuestros gorriones y coconitas, y otras especies, habitantes de la zona, habían empezado a morirse, con los pulmones envenenados. Quizá el asunto era el relámpago, el chispazo necesario para que esos que aún no se autonombraban chilangos, cayeran en cuenta de la realidad ambiental que se vivía en la capital del país.
Las historias de las aves muertas por contaminación fueron confirmadas por una de las agrupaciones ecologistas —que tampoco eran tantas— de aquellos días, el Movimiento Ecologista Mexicano (MEM), dio a conocer un análisis hecho a aquellos pobres pajarillos: aseguraron que en los pulmones de las aves de la capital se habían encontrado rastros de plomo, de asbesto, de cadmio, de radón. Entonces, los habitantes de la ciudad, tan lastimada por aquellos días, tuvieron la certeza de que ese smog, que había dado para tantas discusiones en otros momentos; ese smog que, desde luego, había dado para chistes de humor negro y renegrido, podía dañarlos.
Diez días se tardó en reaccionar la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología. Hasta que se hizo público el estudio mandado hacer por el MEM, se la habían intentado llevar tranquila, alegando que los pajarillos se habían muerto “de fatiga”. Aquel argumento, poco sensible, por decir lo menos, dio para cartones y chistes, utilizando a aquellos pajaritos maloras, que por pura gana de desprestigiar a la autoridad ambiental capitalina, habían decidido morirse.
La presión social aumentó. Cuando Manuel Camacho, titular de la SEDUE salió a conversar con la prensa, a mediados de ese febrero de 1987, fue para reconocer que era la contaminación la que había matado aves en la contaminadísima Ciudad de México, donde, entonces, empezaron a aflorar más historias. Algunos afirmaban que tenía por lo menos cinco meses que los hallazgos de aves muertas eran frecuentes.
El dictamen que en ese invierno dio a conocer la SEDUE era parco, frío y hasta eufemístico: “la contaminación sí contribuyó a impactar desfavorablemente en esas especies”. Así se definía, como un “impacto desfavorable”, a la muerte, mientras los ecologistas se lamentaban por la desaparición de la fauna de lo que alguna vez fue un entorno lacustre.
Intentando atenuar la inquietud, la SEDUE le dijo a los capitalinos que, hasta eso, las cifras de 1986 demostraban que había menos contaminación que en 1985; que en general, se había logrado aminorar en el aire de la ciudad, al menos tres de los elementos contaminantes peligrosos para el ser humano, pero, la verdad era que con el ozono, aún no había manera de lidiar. Pobre consuelo para una capital que ya apuntaba a la megalópolis que es hoy, y que tenía en sus pesadillas, la imagen de los pajarillos muertos.
Desde entonces, empezó la discusión: los automóviles particulares también tenían su parte de responsabilidad. Y es que, en materia de parque vehicular, vaya que habíamos cambiado: en 1940, había un automóvil por cada 36 habitantes; en 1989, la proporción era de un vehículo por cada seis. Pero así estaba transformándose la vida de la capital: la ilusión de la abundancia promovió la compra de autos, y las distancias entre centros de trabajo y hogares comenzaron a ser mayores. Quienes podían, no lo dudaban, había que tener auto.
En 1986 aparecieron algunas medidas que intentaron y lograron, al menos por un tiempo, paliar la contaminación: una, proveniente de las autoridades, fue modificar la composición química de la gasolina, eliminando el tetraetilo de plomo. Otra organización ecologista, “Mejora tu ciudad”, empezó a promover una campaña llamada “Un día sin auto”, que era voluntario, y que es el primer antecedente de nuestro Hoy No Circula.
Quienes se sumaban a la idea, pegaban en sus autos una calcomanía distintiva. Los activistas aseguraron en esos días que unos 400 mil automovilistas habían participado en el proyecto.
La contaminación ya no era eso que, a veces, irritaba la garganta y los ojos, y de la que se hablaba sin mucha certeza de lo que se hablaba. Era una realidad, y poco a poco los habitantes de las ciudades más importantes del país empezaron a aprender a convivir o a sufrir con ella.
Hablar de “inversión térmica”, intentar enterarse de los altibajos de los niveles de ozono o de plomo, y acostumbrarse a la presencia de las siniestras “partículas suspendidas”, que habían cobrado materialidad para nunca marcharse.
Apareció otro concepto: los “Puntos Imecas”. IMECA eran las siglas del Índice Metropolitano de la Calidad del Aire, empleado para medir la contaminación. Pero los reportes de aquellos días de “puntos” de contaminantes en diversas zonas del Valle de México, entre los habitantes de la ciudad y los medios de comunicación, acabaron creando, por brevedad, los “Puntos Imecas”
Se anunciaron medidas emergentes, que, en un caso clásico de “no se sabe para quién se trabaja”, fueron el inicio de muchas cosas con las que hoy convivimos los habitantes de la Ciudad de México: se planeó ampliar las líneas del Metro, cosa que, poco a poco, se fue logrando; se planteó renovar el parque vehicular de los automóviles y camionetas “Combi” que funcionaban como transporte colectivo, los llamados peseros. Esa renovación trajo al panorama urbano a uno de nuestros actuales monstruos de las vialidades, los desprestigiadísimos —no sin razón— microbuses.
Se planteó que los transportes de carga se movieran con gas LP, en vez de gasolina, cosa que treinta años después se ha conseguido a medias, y que además hicieran sus entregas por la noche, cosa que nunca se ha conseguido. La modernidad técnica hizo su aportación: se creó una gasolina sin plomo que, estaban seguros sus desarrolladores, influiría de manera importante en la reducción de la contaminación: se trataba de la Gasolina Magna.
Por lo que se sabe, tampoco solucionó el problema.
Se trataba de limitar la circulación de 20 por ciento del total de autos circulantes un día a la semana, entre lunes y viernes, dependiendo, como es hoy todavía, del número final de la placa del vehículo.
Pero llegó el invierno de 1989, saltamos a la nueva década, y en marzo de 1990, cuando todo mundo esperaba la suspensión del programa hasta el siguiente invierno, las autoridades capitalinas anunciaron que el Hoy No Circula se volvía un programa permanente. Desde entonces forma parte de las vidas de los automovilistas y conductores de transportes diversos, y al poco tiempo, llegó su compañera, que también nos acompaña hasta la fecha: la verificación vehicular.
Copyright © 2019 La Crónica de Hoy .