
¿De dónde venían? ¿Qué los movió a desertar de las tropas estadunidenses y combatir junto a los mexicanos? ¿Qué fue de ellos? En el pasado reciente, los integrantes del Batallón de San Patricio han recobrado importancia en la narrativa histórica de la invasión de 1847, y hoy día son símbolo de solidaridad ante una guerra injusta. En 2017 se habla y se escribe de los sanpatricios mucho más de lo que se hacía hace cincuenta o sesenta años.
Aunque Churubusco es el punto de quiebre donde la historia de aquellos hombres se vuelve profundamente dramática, lo cierto es que aquel batallón, donde predominaban los irlandeses, aunque se sabe que había algunos alemanes, estaba en las filas mexicanas desde los días de la batalla de Angostura, en febrero de 1847.
Largo había sido el trayecto de las tropas mexicanas. Angostura es un paso de montaña, cercano a la ciudad de Saltillo. Llegar allí había sido una tragedia para el ejército que comandaba Antonio López de Santa Anna, que había salido de la capital con 20 mil hombres. Pero a la hora del combate, solamente contaba con 16 mil. El largo viaje, el hambre y las enfermedades, se habían llevado a 4 mil soldados. A ese contingente, mermado, pero aún considerable, se habían unido 150 hombres que decidieron agruparse bajo la insignia de San Patricio, santo patrono de Irlanda. Así se les conocería en adelante. Y, aunque se sintieron decepcionados de que Santa Anna se diera por derrotado en Angostura, entregando la batalla a los estadunidenses después de dos días de enfrentamientos, la decisión estaba tomada: eran desertores del ejército de los Estados Unidos, se habían pasado al lado mexicano y allí seguirían, hasta donde el destino los llevase.
Sabían perfectamente que, una vez integrados a las tropas mexicanas, no habría piedad para ellos si caían en manos de los invasores. Serían juzgados por deserción y lo más probable es que no salieran con vida.
Sin embargo, decidieron continuar, esforzándose porque los generales mexicanos los tomasen en cuenta y aprovecharan su entrenamiento, sus habilidades y el armamento con que contaban. Así, se internaron en territorio mexicano, con rumbo a la Ciudad de México, para hacerse presentes y que los integraran al grueso de las tropas mexicanas.
Eran dos compañías: una al mando de John Riley y otra encabezada por Patrick Dalton. Finalmente, no combatieron en el Peñón: los invasores pasaron de largo, en lo que constituía un notable error de cálculo de los mexicanos, que habían dejado allí lo mejor de sus tropas. Por eso, los combates en Padierna y Churubusco fueron de una disparidad enorme y se decidieron a favor de los estadunidenses.
Los partes de guerra mexicanos señalan la presencia de los sanpatricios en Padierna, pero su presencia fue más evidente en Churubusco, pues la desventaja tecnológica decidió la batalla. En uno más de los absurdos errores cometidos en la defensa del Valle de México, los defensores del viejo convento tenían armas viejas y municiones… que no eran compatibles. Cuando, terminada la batalla, el coronel David Twiggs redactó el parte correspondiente, éste era el estado de las cosas: “El general Rincón, jefe del punto, y otros dos generales (Pedro María Anaya y Manuel Ramírez de Arellano), con 104 oficiales, mil 145 soldados, siete piezas de artillería, cayeron en nuestro poder, recibieron el parque equivocado”.
Cuando, 170 años después, un mexicano del siglo XXI lee este documento, puede comprender perfectamente la ira y el desaliento que impregnaba la frase que, según la tradición, pronunció Pedro María Anaya ante sus vencedores estadunidenses: “Si hubiera parque, no estarían ustedes aquí”.
La corte militar que procesó a los sanpatricios se estableció en el pueblo de San Ángel. Los interrogaron: les preguntaron por sus motivos para entrar al ejército estadunidense y luego para abandonarlo. Muchos de los enjuiciados declararon que, además de ser especialmente maltratados por los estadunidenses, se les negaba la posibilidad de tener servicios religiosos católicos y, al fin y al cabo, que a los mexicanos les pasaba con Estados Unidos lo mismo que a ellos en su tierra con los ingleses. Algunos agregaron que tenían la esperanza de, terminado el conflicto, poder establecerse en un país que sentían amigo, y más aún, abrigaban la expectativa de, con el tiempo, traer a sus familias a territorio mexicano. Soñaban con un futuro mejor en nuestro país.
Algunos estaban prisioneros en San Ángel, otros en Tacubaya. Se les acusó de mil cosas, para que nadie dudase de que habría un castigo ejemplar; uno que otro, como Lewis Preifer y Edward Ellis, se salvaron porque nunca habían prestado juramento de lealtad a la bandera estadunidense. Algunos otros, que pudieron escabullirse, se cambiaron el nombre, castellanizaron sus apellidos: O´Brien se transformó en Obregón; McElroy se volvió Monroy.
La acusación más grave se centraba en el desempeño de los irlandeses en Churubusco: cuando ya todo estaba perdido, los sanpatricios siguieron disparando contra los estadunidenses. Mientras los juicios seguían, las tropas invasoras marchaban hacia Chapultepec. De todos los desertores, una veintena fueron condenados a muerte; los llevaron a la plaza de San Jacinto, entre los ruegos del pueblo, que imploraba el perdón de los irlandeses. A la mayor parte de los ahorcados en San Ángel se les dio sepultura, como lo habían pedido, en el pequeño cementerio del pueblo de Tlacopac, a poco más de un kilómetro.
Otros sanpatricios fueron ahorcados en Tacubaya; un puñado de ellos, en la plaza principal del pueblo de Mixcoac. Allí, antes de morir, alguno de los sentenciados habló al pie del cadalso: “No nos arrepentimos”, escupió en la cara de los estadunidenses. Para estos últimos sentenciados ni siquiera hubo la formalidad del trato reservado para los desertores; se les colgó como delincuentes, sus tumbas se perdieron. Aún deben dormir la eternidad en algún punto del gran atrio de lo que fue el convento de Santo Domingo de Guzmán. A todos los procesados se les marcó a fuego una “D”, de desertores, en el rostro.
Los estadunidenses se quedaron en la capital mexicana casi un año, como es sabido. A mediados de 1848, corrieron rumores de una conspiración contra el gobierno de José Joaquín de Herrera impulsada por los sanpatricios que sobrevivían, descontentos por la derrota. Se les persiguió y se determinó la disolución del Batallón de San Patricio. Pero los que quedaban hicieron huesos viejos aquí, se volvieron mexicanos y se ganaron su lugar en la historia de la resistencia a la invasión de 1847.
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