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Franco, fuera del Valle de los Caídos; fin a 44 años de una aberración histórica

Los restos del dictador fueron exhumados hoy de su mausoleo faraónico para que no vuelva a ser lugar de culto de franquistas ni símbolo humillante de un régimen criminal, inexplicable en una democracia. Lo que no pudo o no se atrevió a hacer Felipe González, lo logró otro socialista: Pedro Sánchez.

El funeral de Francisco Franco
El funeral de Francisco Franco El funeral de Francisco Franco (La Crónica de Hoy)

Antes de que Francisco Franco fuese cosido a tubos y agonizara durante semanas en un hospital de Madrid —por el absurdo empeño de su yerno y los jerarcas franquistas de mantener al dictador con vida— el autoproclamado “Caudillo de España por la gracia de Dios” declaró que había dejado todo “atado y bien atado” para que España siguiera siendo franquista a perpetuidad cuando él muriera, lo que ocurrió el 20 de noviembre de 1975.

Cuatro décadas antes de su muerte, tras declarar el 1 de abril de 1939 que el “ejército rojo” había sido “desarmado y derrotado”, el victorioso Franco ya imaginó cómo debía ser España: un régimen nacionalcatólico en permanente guardia contra los enemigos comunistas, ateos y judíos. Mientras estuviera vivo, él mismo se encargaría de impedirlo (como dictador firmó condenas a muerte hasta el final de sus días); pero algún día iba a morir, por eso no perdió un solo momento en planear y levantar un mausoleo faraónico para que las generaciones venideras lo recordaran como “el caudillo que encabezó la última cruzada cristiana victoriosa”, en vez de que lo vieran como lo que realmente fue: un general golpista, que traicionó a la República que juró defender y que embarcó al país en una guerra civil que dejó medio millón de muertos, otro medio millón de exiliados y condenó a España a una dictadura que duró 40 años.

44 años de anomalía. Pateando la sierra cercana a ese Madrid que no pudo evitar que pasaran las “tropas nacionales”, Franco divisó un valle coronado por una montaña rocosa y decidió que allí sería enterrado y sobre su tumba se erigiría la cruz (cuya altura, desde los pies de la Basílica, igualó a la de la Torre Eiffel). Y qué mejor manera de humillar al bando derrotado que obligando a miles de presos republicanos a horadar la dura roca para que en su interior cupieran, no sólo su cripta (y la de su antecesor en la cruzada, el general Primo de Rivera), sino la de miles de combatientes de la guerra, incluidos republicanos, para vender al mundo la idea del perdón del vencedor sobre el vencido. Así nació el Valle de los Caídos y así se convirtió, a la muerte del dictador, en un lugar de culto de los nostálgicos del régimen franquista y en un siniestro mensaje a los antifranquistas y las generaciones futuras: por encima de Franco (y del franquismo gobernante) sólo Dios.

Desde entonces han pasado 44 años y nadie se había atrevido a profanar la tumba del dictador. Ni el rey Juan Carlos I, para los franquistas el traidor que sacrificó el poder absoluto que heredó de Franco para reinstaurar la democracia, ni los sucesivos presidentes del Gobierno, que no quisieron exhumarlo, como los dos gobernantes de la derecha, José María Aznar y Mariano Rajoy; o que no se atrevieron (por miedo a la reacción de los militares), como los dos de izquierda: Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, impulsor de una Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2007, que reconocía el daño a las víctimas, pero dejó fuera la exhumación de Franco del Valle de los Caídos.

No fue sino hasta la llegada al poder del actual presidente, el socialista Pedro Sánchez, cuando la suerte del dictador estuvo ­echada. El 17 de junio de 2018, nada más llegar a La Moncloa, Sánchez anunció que su medida estrella sería sacar a Franco del Valle de los Caídos… y fue entonces cuando la derecha española resucitó su instinto más bajo: la nostalgia por un pasado que se creía enterrado con Franco.

Los “huesos” de la discordia. Huesos, dicho en la forma más despectiva posible, fue la palabra en la que coincidieron políticos de las tres derechas —PP (conservador), Ciudadanos (liberal) y Vox (ultraderecha)—, los mismos que esperan aliarse para gobernar España, si ganan las elecciones del 10 de noviembre.

“Quince millones de euros se va a gastar el gobierno en desenterrar unos huesos”, declaró en febrero la senadora del PP, Esther Muñoz.

El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, confirmó en septiembre el viraje de su partido a la derecha al denunciar al presidente Sánchez de llevar “un año jugando con los huesos de Franco para dividirnos en rojos y azules, pero a muchos españoles a estas alturas no nos importan”.

Se equivoca gravemente el político catalán. A las familias de los más de 150 mil republicanos fusilados y enterrados en fosas comunes, sí les importa que los huesos del dictador no reposen con todos los honores, mientras no saben dónde están los huesos de los suyos; al igual que a la mayoría de los españoles les importa acabar con una anomalía incompatible en cualquier Estado democrático.

Lo que sí debería preocuparles a los españoles es que el líder de la ultraderecha, Santiago Abascal, ataque a los jueces del Tribunal Supremo (por bendecir la exhumación de Franco hoy) o que ayer mismo advirtiera que “quien remueve los muertos acabará pagándolo como con la maldición de Tutankamón”.

Amenazar, aunque de forma velada, con una reacción violenta de la ultraderecha, como la que aterrorizó a España al inicio de la Transición, debería ser motivo suficiente para impedir que el PP vuelva a gobernar en España con los votos de Vox… y los españoles acuden a las urnas en dos semanas y media, por primera vez, sin Franco en el Valle de los Caídos, gracias a la valentía de Sánchez.

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