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Grandes amores del Segundo Imperio: Concha Lombardo y Miguel Miramón

Él terminó fusilado en el Cerro de las Campanas, junto a Maximiliano de Habsburgo, jurando que no era un traidor a la patria. Ella, que tantas angustias había pasado, finalmente no logró salvarlo del paredón. Vivieron juntos glorias y destierros reales y disimulados, pero el destino no les permitió envejecer juntos.

Mujer preparando la comida en la cocina
Mujer preparando la comida en la cocina Mujer preparando la comida en la cocina (La Crónica de Hoy)

“¿Sabe que este bravo capitán está locamente enamorado de usted?”, le dijo Romualdo, un amigo, a la señorita Concepción Lombardo, quien, desconcertada, intentó cambiar la conversación. Pero el bravo capitán, un joven llamado Miguel Miramón, prefirió hablar claro: “Señorita, es verdad. No crea usted que quiero divertirme; quiero casarme con usted”. Concepción —Concha para todo el mundo— recibió la intempestiva declaración con un dejo de burla. ¿Qué le pasaba a este capitancito, al cual solamente había visto una vez, en las instalaciones del Colegio Militar? ¡Vaya audacia del joven, venir a la casa de una familia decente, en ausencia del jefe de familia, arropado en la complicidad de un amigo común!

Pero Concha Lombardo no era una frágil y tímida muchachita decimonónica. Con aplomo, le hizo frente a la sinceridad del capitán Miramón: “¿Se quiere casar conmigo? ¿Para llevarme a la guerra a caballo, cargando en brazos al niño y en el hombro al perico? Ahora es usted capitán; cuando sea usted general, entonces nos casaremos”.

Así empezó uno de los grandes amores del siglo XIX mexicano; una historia donde hubo amor profundo, espíritu de sacrificio, celos terribles, brutales vaivenes de la fortuna, y al final, un fusilamiento en una madrugada queretana. 

Había un detalle importante: cualquier otro, apenado por la respuesta de la muchacha, habría desaparecido del escenario. Pero Miguel Miramón, que en aquel 1852 tenía apenas veinte años, no era cualquier pollo enamoradizo. Hijo de un militar del Ejército Trigarante, formó parte de aquel puñado de cadetes que en la invasión estadunidense de 1847 resolvió quedarse en el Cerro de Chapultepec a defender su escuela, el Colegio Militar. Si hoy no lo recordamos como un “niño héroe” más, es porque vivió para contarlo y para adoptar una militancia política que no triunfó en la hora final. 

A la muerte de su padre, las hermanas Lombardo vieron perderse la mayor parte de su herencia. De su gran casa en la calle de la Cadena, se mudaron a una casita en un rumbo alejado del centro de la ciudad para vivir con enorme modestia. Allí llegó un día el tenaz enamorado para darle una sorpresa a Concha, que, olvidada del asunto, estaba concentrada en deshacerse de Perry, un inglés protestante al que, en un momento de emoción, se había prometido, y al que en realidad no amaba, sin contar el gran problema que significaría para ella tener un esposo no católico.

¡Sí! ¡Allí estaba de nuevo el dichoso Miramón! Pero Concha se quedó de una pieza: el joven venía a reclamar lo prometido: llevaba en las manos su banda de general y quería fijar fecha de boda. Concha quiso disculparse; dijo que aquella promesa había sido una broma. Miguel solo respondió: “pues yo me la he tomado muy en serio”. La chica le habló de su conflicto con el inglés Perry. Miramón dijo: “usted prometió casarse conmigo antes de conocer a ese inglés”. El joven general no daría su brazo a torcer. Tanta tenacidad fue ganando el corazón de Concha, quien finalmente accedió.

Siendo huérfana, se negó a casarse en Palacio Nacional; lo haría en su casa o no lo haría. Era 1858, la Guerra de Reforma había estallado y Miramón era uno de los dos grandes caudillos militares del conservadurismo. Los apadrinaría el general Félix Zuloaga, que se ostentaba como presidente de la República, condición que también reivindicaba el liberal Juárez. A Concha no le importó que el padrino fuera presidente; ella saldría como una chica honorable de su hogar. Miramón cedió. La boda fue en el hogar de las Lombardo y la misa en la capilla de Palacio Nacional. Miramón, en lenguaje militar, había conquistado la plaza.

Sus preocupaciones se agravaron cuando Miguel Miramón se convirtió en presidente de la República, según el partido conservador. Sin importarle la feroz guerra civil en que se debatía el país, Concha reclamó: “¡se acabó mi tranquilidad! ¡La política me lo ha robado, ya no volveré a tener paz!” No le preocupó mayormente convertirse en “presidenta”. Para ella, el poder político le había arrebatado a su esposo.

El sitio de Querétaro terminó con la rendición de lo que quedaba de las fuerzas imperiales. Márquez logró salir de la ciudad para traer refuerzos, y nunca volvió. A Maximiliano, Miramón y Mejía los enjuiciaron en el Teatro de Iturbide y los sentenciaron a muerte. Hasta el último minuto, Miguel rechazó el cargo de traición que le costó la vida. Concha estaba a su lado, en su cárcel queretana. Audaz, comenzó a planear una fuga: cambiaría de ropas son su Miramón, él saldría vestido de mujer y ella se quedaría en la celda en uniforme. Miguel se negó en redondo.

Los fusilarían un 16 de junio; una gracia inesperada les dio 3 días más de vida, que los reos calificaron de una crueldad innecesaria. Miguel aprovechó la circunstancia y envió a Concha a San Luis Potosí, a solicitar al presidente Juárez un indulto. Concha partió ligera, pero Miramón sólo lo había hecho para ahorrarle el sufrimiento de presenciar la ejecución. Estaba lejos Concepción Lombardo cuando su esposo moría, en el lugar de honor cedido por Maximiliano, la mañana del 19 de junio de 1867.

Volvió a México diez años después, solamente para enterarse de que, a unos pocos metros de la tumba de su Miguel, descansaba ya el presidente Juárez. Furiosa, desenterró a Miramón, ignorando ruegos y llamados a la sensatez, y se lo llevó a sepultar a la Catedral de Puebla donde aún permanece. Ella murió en 1921, en Francia. Hasta el último minuto cumplió la promesa escrita en el cofre donde guardaba los recuerdos de su esposo: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Tan no lo olvidó, que con sus memorias dejó un impresionante retrato de la vida privada de los hombres poderosos de hace siglo y medio.

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