
Cuando adolescente tenía yo enfocada entre mis máximas prioridades –quizá era la única- la de aprender a tocar guitarra. Estábamos en los albores de los años 80, esa época a la que por su música, el cine, la moda y otros aspectos de la cultura pop, mis contemporáneos del nuevo milenio añoran como la mejor de las décadas.
Había pasado oyendo los últimos dos grados de la primaria a Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Rebeldes del Rock, Elvis Presley, Bill Haley & His Comets, Three Souls in my Mind y The Beatles. Al llegar al segundo de secundaria, en 1981, a mi soundtrack se agregaron Creedence, Rolling Stones, Blondie e incluso Led Zeppelin, pero mi pertinaz propósito de tañer el instrumento de las seis cuerdas aspiraba a la interpretación de las canciones del cuarteto de Liverpool.
Por aquellas fechas, Ubaldo, mi papá, acudía a disputar mañaneros partidos de frontón en un gimnasio antes de irse al trabajo; ahí hizo migas con Juan Muñoz Guzmán –o “El Güero”, como aún lo llama mi progenitor-, quien trabajaba de contador privado en El Vapor, una tienda de ropa del Centro Histórico de Guadalajara, y lo invitó al coro de San Ildefonso, templo cercano a nuestra colonia, en el oriente de la Perla Tapatía; entonces, mi padre empezó a ir cada domingo a cantar en la misa de 7:00 de la noche. Y yo lo seguí.
Al saber de mi afán, Juan Muñoz me mandó una guitarra viejita y con el brazo muy vencido, que, tal como él lo predijo, habría de servir para enseñarme, con la recomendación de que me compraran un manual para aprender a tocarla.
No sé cuánto permaneció colgado el instrumento en una de las paredes y el “Método Completo de Ramírez Ayala”, olvidado en algún rincón de mi cuarto. Cuando se es adolescente –casi niño- el transcurso del tiempo difiere bastante con la percepción a la que se arriba en la edad adulta. A mí me pareció siempre que fueron varios meses.
Un buen día, me puse a estudiar a fondo. En el vencido diapasón de la guitarra, las cuerdas estaban más levantadas de lo común y me lastimaban mucho los dedos; no obstante, poco a poco fui pulsando los acordes que venían en el libro, y luego armé una especie de cancionero con los cantos del coro al que iba mi papá, pues encima de las letras de los cánticos, le fui agregando las “pisadas” o los tonos, fijándome en los momentos en los que Juan Muñoz hacía los cambios en la armonía durante las misas.
Pasado cierto tiempo, don Ubaldo ya no pudo seguir yendo a cantar por cuestiones de trabajo; Juan tampoco, porque cambió de domicilio para ir a vivir cerca del Estadio Jalisco y la distancia se volvió un impedimento. Ah pero yo me quedé al aprenderme en la guitarra todos los cánticos y hasta los requintos.
Años después, en febrero de 1992, siendo estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Guadalajara, durante uno de los ensayos recibí la invitación de parte de Andrew Puebla, otro de los integrantes del coro de San Ildefonso, para trabajar en la oficina de Comunicación Social de la Procuraduría de Jalisco, en donde él se encargaba de elaborar la síntesis diaria de los periódicos.
“¿Sabes escribir a máquina, verdad? ¿Y la carta que él otro día trajiste sobre el cierre de las calles, tú la redactaste, verdad?” Me preguntó Andrew y agregó: “Necesitamos alguien que supla al chofer en sus vacaciones, pero también puedes ayudar a hacer boletines”.
En esas épocas, el área de prensa de la procuraduría estatal todavía no tenía fax -¿Internet?, ni soñarlo-, así que los comunicados y fotografías tenían que ser llevados en sobres diariamente a los domicilios de cada uno de los diarios impresos, a las estaciones de televisión y radio y a los despachos de los corresponsales, lo que implicaba una enfadosa labor que nadie quería heredar durante los dos periodos de vacaciones que el chofer tomaba al año.
Esa situación allanó el ingreso al que sería mi trabajo durante 21 años y en el que fui escalando puestos hasta llegar a ocupar la Dirección a lo largo de dos sexenios, por azares del destino combinados con empeño y disposición de mi parte, pero más que nada, con la costumbre y gusto de leer desde niño –con especial ahínco en la sección policiaca- los periódicos que cada día, mi papá ha procurado tener en casa.
Y la música a pesar de las décadas transcurridas no se ha ido. En 2015, cuando las responsabilidades ya no fueron tan extenuantes, pude formar parte de una banda de rock, La Máquina del Tiempo, un proyecto en el que toco el bajo eléctrico y que no obstante los avatares en los que nos ha inmerso la pandemia, se mantiene activo y es otra fuente de mis ingresos.
Mi padre no regresó más al coro y Juan Muñoz, tampoco; sin embargo, este último siguió tocando en un conjunto de música vernácula, en el que continuó allende su jubilación de la tienda El Vapor. Últimamente, me llegaban esporádicas noticias sobre él, que versaban en torno a su actividad en las “tocadas”.
El mes pasado, a colación de la historia que publiqué relativa al miembro de una dinastía de mariachis que murió por coronavirus, un amigo en común fue emisario de la noticia de que a los 70 años de edad, Juan Muñoz, “El Güero”, la persona que me dio la primera guitarra que tuve, entró en las estadísticas de las víctimas mortales que ha cobrado la contagiosa enfermedad en México (78 mil 880 a la fecha en todo el país y 3 mil 374 al día de hoy en Jalisco).
Cuando medito sobre el proverbio “Si le das a un niño un pescado le darás alimento para un día; enséñale a pescar y lo alimentarás toda la vida”, aflora en la mente el entrañable recuerdo de Juan Muñoz Guzmán, quien si bien, no me enseñó a pescar, podría decirse que sí me regaló mi primera “caña de pescar”, pues indirectamente la guitarra abrió espacios trascendentales en mi formación profesional. ¿Hubiera sido lo mismo si él no me envía ese viejo pero útil instrumento?
Copyright © 2020 La Crónica de Hoy .