
(Segunda parte)
La carga promedio es entre 25 y 30 kilos de droga. Una mitad de cocaína, la otra de mariguana. Los inmigrantes la llevan pegada al cuerpo, en mochilas amoldables a la forma de su espalda y cadera, con un funcional sistema de tirantes y broches.
“Los cárteles tienen a sus propios fabricantes de mochilas”, dice Javier Nalin, el único centroamericano entrevistado por Crónica en la Casa del Migrante de Huehuetoca, quien acepta haber participado ya en esta modalidad de trasiego.
“¿Qué nos queda, si no traemos un centavo? Andamos a la pura voluntad de Dios”.
Los otros indocumentados aquí también conocen a detalle el esquema, por sus asiduos y fallidos intentos de cruzar hacia Estados Unidos, los testimonios de compañeros de viaje y las seducciones casi irresistibles de los traficantes. Pero rechazan la vivencia personal.
“La migra me agarró con 35 kilos”, accede a contar a Javier.
—¿Llevabas sobrecargada la mochila?
—Un poco… Me habían puesto además unos zapatos costurados, rellenos de droga.
—¿Tú los buscaste?
—No, ellos me engancharon en la frontera. Dijeron que sí no la pasaba me iban a matar, que era mejor cooperar, que me convenía.
—¿Convenirte?
—Me ofrecieron mil 800 dólares.
—¿Y el riesgo?
—Ellos conocen bien la jugada. Desde el cerro nos están observando con miralejos y equipo infrarrojo. Tienen sus radios y de repente le ordenan al guía que descanse un rato, porque más adelante está la migra o la patrulla. O le dicen que le demos hacia otro lado, para burlar operativos. Pocas veces apañan. Y le tocó a mi grupo…
La mayoría no recibe pago en efectivo. Sin billete para contratar un pollero, el trato es recibir protección para el cruce a la Unión Americana.
“Y si quieres trabajar para los maras o los zetas hay otra posibilidad: dejar la carga, regresar y llevar más”, asegura Javier, de 26 años y originario de San Pedro Sula. Él ha sabido desde hace tiempo tutear al peligro.
A Honduras no puede retornar porque, dice, “si en México la vida se cotiza en pesos, en mi país vale centavos. Por 400 lempiras, equivalente a 200 pesos mexicanos, se mata… Hasta los niños andan armados y se vuelven matones de las pandillas”.
En 2008, cuando tenía 17, emigró por primera vez; junto a su hermano de 16.
Al cruzar hacia El Salvador unos maras mataron al hermano frente a él, de un balazo en la cabeza. “No quedaron conformes: le mocharon la cabeza y, riéndose, la dejaron clavada en un palo”.
Logró huir, pero en 2009 la venganza lo retorció. “Volví a El Salvador para matar al que chingó a mi hermano… Desde chiquillo había sido pandillero, cada rato me la pasaba en el botellón, aprendí a tener la sangre fría, pero ya me calmé”.
—¿Cuál es el objetivo ahora?
—Alcanzar a uno de mis hermanos en Texas y ganar muchos dólares.
Por eso esta vez caminó una semana descalzo hasta llegar a México, con espinas de mezquite clavadas en las plantas de los pies. Cruzó por El Ceibo, en Tabasco. Y en la casa del migrante de Tenosique, al ver la fila de úlceras, los voluntarios le regalaron los mejores tenis donados desde hacía años: unos de marca. Los resguarda como principal riqueza.
Por eso se tiró dos veces a un pantano, en escape de agentes de migración. Y cuando lograron retenerlo, se lanzó desde la camioneta en marcha: “Así enchanchado, encorvado, a un agente le solté un cabezazo, a otro un codazo y lo empujé con las patas”.
Por eso también se arrojó de La Bestia en un operativo del INM, en Pino Suárez, Tabasco. Venía con un amigo, quien se resistía al lance. Lo jaló de la mochila y ambos cayeron en un río donde un par de pescadores recién habían lanzado sus redes.
Y escapó del Centro Migratorio de Iztapalapa, en la Ciudad de México durante el traslado en autobús hacia el aeropuerto, donde se consumaría la deportación. “Me metí abajo del carro, agarrado de tubos, tantito se estacionó y aproveché para salir y correr. Había sido un mes de encierro, de tanta desesperación me pellizcaba a cada rato los brazos”. Parecen una fruta carcomida.
Caminó toda la noche hasta llegar a Huehuetoca, a esta casa donde, rezan las lonas, “para Dios nadie es extranjero”, y donde las mujeres devotas lavan ollas descascaradas para hervir frijoles pintos.
—¿Dónde la encuentras?
—Cualquiera que le preguntes tiene contactos, ya se sabe dónde ir, dónde llamar…
—¿Y?
—Dices lo que es: quiero cruzar a Estados Unidos y no tengo dinero ni familia. Y te apuntan para la droga.
—¿Y si las autoridades los descubren en la frontera mexicana?
—Ahí ya no te agarran ni migración ni la policía, porque trabajan con los cárteles. La droga te la acomodan a metros de la línea, ya sólo es pasarla.
En los días previos, “los cárteles te tiene bien comidito, bien hidratado, con suerte te regalan unos 300 dólares. Te quieren bien fuerte, porque hay que pasar un chingo de desierto… El mero día, además de la droga te dan mil pesos pa´la comida y botellas llenitas de agua”, describe José Serrano, de 30 años.
—Y en Estados Unidos, ¿dónde dejan la mochila?
—En distintas bodegas, el guía es el que te indica. Debes tener al menos un amigo, un contacto que te recoja en el lugar señalado.
—¿Y si te detienen allá con los paquetes?
—Sólo te deportan, no te ponen cargos, porque saben que somos migrantes centroamericanos… Los traficantes le están dando muy duro a la droga. La primera vez que intenté cruzar a Estados Unidos me detuvieron y llevaron a una hielera de Puerto Isabel (Texas): llegaban unas maletotas, balsas repletas de mariguana de los puros migrantes.
¿Y la próxima vez aceptarán ser burreros? La pregunta no asusta ni a Mario ni a José. Ambos asienten con un vaivén ligero, pero es José quien atreve: “Una vez y ya, porque lo que uno quiere es ganar lana para la familia, no convertirse en narquito”…
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