
(Fragmento)
No era la primera vez que aquel auto se encontraba estacionado en el mismo lugar, de modo que Cristina podía reconocerlo fácilmente: un auto casi nuevo, de pintura impecable y neumáticos lustrosos; debía uno sentirse tan cómodo allí dentro, tan a sus anchas, escuchando música suavecita, aspirando el olor a terciopelo de las vestiduras, ¿cuánto dinero habría que tener en el banco para decir: “Este auto es mío”? ¿Cuántos negocios gordos tendrían que hacerse en la vida para darse el lujo de fumar allí dentro?
Cristina se dio cuenta de que bajo la luz amarfilada del farol callejero, su bolso adquiría un matiz semejante al color de los asientos del auto: rojo quemado, como el de la sangre cuando brota de noche y busca la luz y tiene que abrirse paso entre las sombras. Si uno carga con todos los recuerdos termina hundiéndose, medio especulaba Cristina, por eso mi memoria nunca irá más allá de los tres días, ¿para qué darle vueltas a lo mismo? Después de todo, todo vuelve a aparecer y tarde o temprano nos encontraremos con los mismos hijos de puta que pensábamos se habían perdido para siempre; todo es caminar en círculo para después hundirse, exhaustos, en el centro de ese mismo círculo, sin saber nada, sin saber por qué las cosas terminaron tan rápido.
Cristina ocupaba su esquina tres veces a lo largo de la semana. Prefería trabajar los días de quincena o los jueves y viernes aunque siempre pasadas las nueve de la noche, hora en que los peatones comenzaban a tener miedo hasta de su sombra y escudriñaban dentro de su bolso en busca de la llave que les abriría la puerta de un hogar seguro; hora también en que los niños desaparecían y los perros callejeros deambulaban con gran confianza en callejones y aceras. Cristina era optimista con respecto a su clientela, el rostro de su hombre cambiaba tantas veces antes de que el espectacular montado en la cima del edificio de aristas disparadas que tenía frente a sí fuera sustituido por un cartel nuevo. En ese aspecto era mejor no quejarse: muchos hombres, a pesar de que nunca se había considerado afortunada y a pesar de las cicatrices, –cuatro enormes en las nalgas– y el dolor tal vez anodino, aunque eterno, que le consumía las vísceras; a pesar de sus axilas exageradamente tupidas de matorrales negros y su halitosis pasajera, el hombre volvía, meses o años después si quieren, pero siempre volvía.
A veces les era difícil creer que se tratara de una prostituta. ¿Por qué en una calle insulsa de una colonia de clase media? Para la mayoría de los transeúntes se trataba de una mujer como cualquiera, quizás un ama de casa esperando el retorno de sus hijos o la amante de un empleado que lo aguardaba, discreta, a dos o tres cuadras de su oficina.
Encima de la cajuela, árida y fría como el aire de la noche, Cristina colocó su polvera y a un lado el maltratado y esbelto tubito de gas lacrimógeno que escondía en el bolso; no porque creyera que lo necesitaría alguna vez, “como si no pudiera defenderme con mis propias uñas”, sino por tratarse de un regalo del Alfil, su hermano menor. –Tómalo, las armas nunca están de más, siempre hay un hijo de la chingada que te quiere joder.
— Te ves muy delgado, tienes que cuidarte, Alfil.
— Apuntas a los ojos y aprietas aquí.
— ¿Cuántas veces comes al día?
— No necesitas acercarte mucho, desde aquí le apuntas a la jeta y ya; con un metro tienes.
— Cuídate mucho, Alfil, si te mueres ahora sí voy a quedarme bien sola.
Se trataba de un obsequio algo viejo, deteriorado como los propios zapatos de Cristina y el barniz corriente de sus uñas, pero eficaz.
— Esto no sirve, seguro fuiste a sacarlo de la basura.
— Sirve, te lo juro.
— Si no sirve los rateros me acaban de chingar, con las armas no puede una andar jugando.
Esto no es un arma; es un juguete.
En el interior del bolso, Cristina coleccionaba también una credencial que la acreditaba como donadora de sangre, un llavero de plástico con la llave de la recepción del hotel y una tirita de condones marca libre. Si lograra gastar los condones en una sola noche, si cada semana se acostara con veinte hombres, si no le ardiera la vagina apenas después de que el segundo cliente de la noche se desinflara encima de su vientre, si no fuera por todo eso, entonces no tardaría mucho tiempo en dar el enganche de un auto como aquél que ahora le servía de tocador y de espejo. Pero no podía hacerse ilusiones porque su vida jamás sería tan larga y antes de reunir el dinero suficiente y oprimir la válvula del tubito de gas lacrimógeno y antes de ya no gustarle a los hombres, algo habría de suceder para que ella dejara de estar parada en una esquina ofreciéndose a los escasos peatones que pasaban por allí. Escasos y distraídos algunos, que no llegaban a percatarse de que Cristina era la mujer que con sólo trescientos pesos podían llevarse a la cama del hotel más cercano; la mujer de aspecto sereno cuyo oficio no era fácil reconocer a primera vista, ni aun para los más avezados; una puta discreta aunque quizás algo pesimista para ser una treintañera. Se lo habían hecho notar más de una vez sin que a ella le importaran gran cosa los comentarios.
No se consideraba pesimista, después de todo continuaba limpiando el piso del estrecho cuartito que rentaba en el barrio de Tacubaya, un cuarto estrecho, frío como una nevera al que Cristina, en muchas ocasiones, prefería no volver.
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