
El barullo político empezó en enero de 1920, cuando, el día 13, el Partido Progresista postulaba al general Pablo Gónzález como candidato a la Presidencia de la República. Siete días más tarde, Luis N. Morones, el poderoso líder de la CROM, le ofrecía al general Álvaro Obregón el apoyo de un partido nacido apenas el año anterior, el Laborista. Claro que don Venustiano tenía también su candidato, un señor al que, por cierto, casi nadie conocía.
Era difícil pensar que tanta agitación política no llegara a las carpas y a los teatros, esos espacios de la vida pública, donde tantas grillas se cocinaban y en donde el humor popular, ese que se nutría de los mil chismes que a diario corrían por las calles de la capital, se materializara en el llamado “género chico”: puestas en escena escritas al calor de los acontecimientos, donde los chistes y los números musicales podían modificar un gesto o un verso, en función de los sucesos del momento.
El teatro político ya se había anotado algunos éxitos el año anterior, y sobresalió “La República Lírica”, estrenada en noviembre de 1919, famosa porque en ella nació el ácido apodo que le acomodaron al candidato de don Venustiano, el ingeniero Ignacio Bonillas, y que no fue otro que “Flor de Té”.
Pero enero de 1920 arrancó a tambor batiente, porque Carlos M. Ortega y Tirso Sáenz, autores de “La República Lírica”, estrenaron su nueva obra: “Verde, Blanco y Colorado”, que aludía a los tres candidatos que aspiraban a la presidencia: González, Obregón y Flor, perdón, Bonillas. Años después, Ortega y Sáenz contarían que, una noche, conversaron con Álvaro Obregón y le contaron del inminente estreno de “Verde, Blanco y Colorado”. El general, que era un tipo con sentido del humor, les dijo: “´pongan ustedes que el candidato que más le conviene al pueblo es el general Obregón, porque como nada más tiene un brazo, será el que robe menos…”.
Las obras del género chico, que traían lo último de lo último de la lucha política, se alternaban con los otros espectáculos que hacían las delicias de los habitantes de la capital: los cines, los espectáculos musicales que también se presentaban en los teatros, y las zarzuelas y operetas, muchas de ellas clásicas importadas de España. Pero la política, en 1920, era como un virus, que se colaba por todas partes, y con destellos de ingenio que nadie se hubiera imaginado.
Un ejemplo delicioso es la obra “El Príncipe Couplet”, que fue muy aplaudida por una parodia del famosísimo “Nocturno” de Manuel Acuña, que, como bien sabía cualquier mexicano de 1920, había sido escrito 47 años atrás para conquistar a la muy difícil Rosario de la Peña. Aquella parodia era representada por un personaje llamado Juanito, que aludía a Juan Barragán, jefe del Estado Mayor del presidente Carranza. El público se moría de la risa cuando escuchaba a Juanito declamar:
Y en medio de nosotros…
¡Carranza como un Dios!
En los últimos meses de 1919, las carteleras teatrales estaban repletas de revistas políticas —nombre que se le daba a estas puestas en escena— las montaban las compañías teatrales más famosas del momento: la de María Conesa, la de Virginia Fábregas, y la de Lupe Rivas Cacho; lo mismo se presentaban en el elegante Teatro Colón que en el popularísimo —en todos sentidos— Teatro María Guerrero, en Peralvillo.
Se dijo que a don Venustiano le incomodó la acidez con la que era tratado su candidato Flor de… perdón, Bonillas, y llegó a pensar emitir una orden para suspender obras como “La República Lírica”. Pero Luis Cabrera, según se supo, salió en defensa de los empresarios teatrales: “No haga usted tal cosa. El público cree que con estos couplets y esas revistas políticas, puede tirar al gobierno. Es preferible que siga creyéndolo, continúe entretenido y no piense en provocar una revuelta en serio”.
Las grandes tiples de la época, como la Rivas Cacho, Celia Montalbán, Aurora Walker, la Fábregas y desde luego, María Conesa, brillaron en muchas de estas revistas. A la gente, en particular, le gustaba la picardía que la Conesa, españolita perfectamente adaptada a los modos mexicanos, le ponía a sus presentaciones. Mucho le aplaudieron un couplet o cuplé, como empezaron a decir los mexicanos, que se refería a Luis Cabrera, en esos días secretario de Hacienda del presidente Carranza:
Aseguran que sufrió
un atraco Luis Cabrera;
hasta el crédito perdió,
todo, menos la cartera.
Así llegó el teatro musical mexicano a 1920.
Pero las cosas se pusieron difíciles en abril de 1920, cuando se lanzó el Plan de Agua Prieta, y surgió un fuerte movimiento armado contra Carranza, que terminaría asesinado en Tlaxcalantongo. Como Presidente sustituto, llegó don Adolfo de la Huerta, Fito, para sus amigos, que, se sabía, amaba la ópera y cantaba con calidad para competir en los escenarios. Pues don Fito tenía, como misión principal, convocar a elecciones, para elegir al presidente que tomaría posesión el primer día de diciembre.
Nada de esto pasó inadvertido para los autores estrella del género chico. Uno de ellos estaba llamado a hacerse muy famoso en 1920: su nombre de guerra era Guz Águila, y en realidad se llamaba Antonio Guzmán Aguilera. Inspirado por la popularidad que ya tenía en México Charles Chaplin, cuyas películas cortas ya se exhibían en los cines de este país, Águila escribió dos piezas, que fueron muy aplaudidas, a tono con la carrera electoral y que se estrenaron prácticamente al mismo tiempo, una en el Teatro Principal, y la otra en el Fábregas: Chaplin Político y Chaplin Candidato, y sí, se trataba del divertido Charlot presentándose a los comicios mexicanos para competir también por la presidencia.
Pero Guz Águila alcanzó la cumbre del éxito cuando estrenó, el 10 de julio de 1920 La Huerta de don Adolfo, donde se comparaba a los políticos más encumbrados con frutas y verduras. A la vuelta de dos semanas, la obra se anunciaba como un “éxito colosal” en el Teatro Colón; su publicidad afirmaba que era una “revista que de puro frutal resulta política”. Si bien muchos de los diálogos de La Huerta de don Adolfo se han perdido, el éxito de la obra le heredó algunas cosas interesantes al habla popular del mexicano del siglo XX.
En la obra, María Conesa actuaba en tres números, en los que personificaba a una gaucha, a un aguacate, y a una viejecita que conversaba con don Simón, un anciano que comentaba los sucesos del momento, siempre con un estribillo: “¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!”.
Tanto éxito tuvo La Huerta de don Adolfo, que no era extraño ver, en una platea, al mismísimo presidente De la Huerta, siempre rodeado de sus ministros y de muchos militares.
Guz Águila también escribió Peluquería Nacional, una revista en la que Pablo González se llevaba algunos aguijonazos, y Obregón quedaba como el ganador. Por tan descarado futurismo, la obra siempre acababa en gritos, broncas y tumultos desencadenados por el politizado auditorio.
En los teatros mexicanos adoraban a Adolfo de la Huerta. La razón era de peso y de pesos: puesto que los grandes competidores de los autores mexicanos eran las zarzuelas y operetas españolas, emitió un decreto que redujo a 2% los impuestos que deberían pagar los montajes de las piezas mexicanas y aumentó a 10% la contribución para las obras extranjeras. Mucho aplaudieron teatreros y tiples la medida, y hubo quien auguró que todos los que comían del noble oficio del teatro, recordarían siempre a don Fito.
Cuando por fin se realizaron las elecciones y venció el general Álvaro Obregón, Guz Águila ya triunfaba con una nueva revista, que se había promovido como la continuación de La Huerta… Se trataba de El Jardín de Obregón, donde los políticos eran comparados con flores. Si bien el nombre de la revista era más atractivo que el contenido, funcionó, razonablemente, y hasta se llegó a representar en varias ciudades del interior de la República. Pero lo que de verdad aplaudía el público en aquel 1920, era el número musical estelar, que interpretaba Celia Montalbán: “Mi querido capitán”, compuesta por José Alfonso Palacios, y que ya había probado ser un éxito, porque también se cantó en La Huerta de don Adolfo.
Esa era la parte que verdaderamente emocionaba a la gente. La Montalbán le pedía al público que coreara el estribillo, y la asistencia, entusiasmada, accedía. Los que vivieron aquellos días, juraban que el “ay, ay ay ay, mi querido capitán” se escuchaba desde el Teatro Lírico hasta el Zócalo.
Y de ese modo, el teatro político aprendió a codearse con los revolucionarios. Y tan bien le fue, que se pasaría, por lo menos, otro lustro, hablándose de tú con generales y presidentes.
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